Orlando Delgado Selley
Barack Obama, presidente de E.U.
Cuando el estallido de agosto de 2008 se convirtió en una crisis profunda, la comparación con la gran depresión de 1929 fue obligada. Los primeros análisis planteaban que la trayectoria de esta crisis era incluso peor que la de aquella.
Utilizando como indicadores la evolución del producto, del comercio y de los índices de las bolsas de valores, la imagen que resultaba era que estábamos frente a una gran crisis. 18 meses después, en casi todos los países la recesión había terminado, lo que se explicaba por la decidida intervención de bancos centrales, de gobiernos e incluso de acciones gubernamentales coordinadas internacionalmente.
Justamente cuatro años después de aquel estallido, en este agosto de 2011, cuando se reconoce que estamos de nuevo frente a la misma crisis, la comparación ahora es con lo que pasó en 1937. En aquel año había iniciado el primer año del segundo mandato de Franklin D. Roosevelt en Estados Unidos. En su primer período, el déficit creció de 2 mil millones de dólares a 6 mil millones, lo que en términos del PIB de ese país significó pasar de 2% a 5%.
Eran los años de la gran depresión, y Roosevelt logró que en 1936 el PIB de Estados Unidos en términos reales fuera igual al de 1929, cuando estalló la crisis. El desempleo, que había llegado a 25% en 1932, se contrajo hasta 16% en 1936.
La gestión de Roosevelt fue muy criticada: la deuda pública había crecido de 20% a 40% del PIB y se le reclamaba que el gran déficit del gobierno era “fiscalmente irresponsable”. Los “expertos” advertían que esa irresponsabilidad llevaría a Estados Unidos a la bancarrota.
En la campaña para ser reelecto, Roosevelt reconoció la fuerza de sus críticos, y en su función de presidente sometió a la aprobación del Congreso un presupuesto para 1937 que proyectaba reducir el déficit a la mitad, básicamente con cortes en el gasto público. El resultado de esta política “fiscalmente responsable” fue una contracción de 10% del PIB.
A mediados de 1938 Roosevelt regresó al programa de gasto público deficitario, lo que permitió que Estados Unidos se preparara para la guerra. La economía estadunidense volvió a crecer, y para 1940 era 63% mayor que en 1929, al tiempo que el desempleo logró reducirse a 10%. Así como es claro que la crisis de 1929 tuvo mucho que ver con decisiones de política económica equivocadas, la recaída de 1937 también es explicada por errores de política económica.
La lección es clara, y hasta mediados de 2010 parecía que había sido aprendida por los hacedores de política económica. Este 2011 ha probado que la lección ha sido olvidada.
La crisis de deuda soberana en la Europa del euro se entendió como resultado de gobiernos de la periferia europea que habían sido fiscalmente irresponsables. Primero Grecia, luego Irlanda y después Portugal, fueron obligados a instrumentar programas draconianos para reducir el déficit fiscal por la vía de recortes en el gasto público.
Pero no sólo ellos lo hicieron. También Alemania, Francia y Gran Bretaña se comprometieron con programas de austeridad fiscal para llevar el déficit y la deuda pública a los niveles establecidos en el Tratado de Maastrich, es decir a un déficit fiscal equivalente a 3% del PIB y una deuda pública de 60%.
Naturalmente las economías de la Unión Europea resintieron los efectos de recortes en el gasto de varios puntos del PIB y, con la excepción alemana, redujeron sustancialmente su ritmo de crecimiento o incluso entraron en comportamientos recesivos.
Hacia mediados de 2010 se vivió una abierta contradicción entre las acciones de política económica de los gobiernos europeos y las de Estados Unidos. Mientras los europeos reducían el gasto, la administración de Barack Obama mantenía el programa de recuperación y de inversión productiva.
En las reuniones del G-20 esa contradicción impidió alcanzar acuerdos de alguna relevancia y quedó en una instancia meramente testimonial.
La misma contradicción se expresa en las decisiones de política monetaria del Banco Central Europeo (BCE) y de la Reserva Federal de Estados Unidos (FED). Mientras Ben Bernanke, gobernador de la FED, mantenía las tasas de interés en niveles cercanos a cero y aplicaba un programa de inyección de dinero a su economía por 150 mil millones de dólares mensuales durante seis meses, el presidente del BCE, Jean Claude Trichet, iniciaba una política de elevación de la tasa de interés.
Ya en 2008 había ocurrido lo mismo: en abril, cuando la FED decidió rebajar su tasa hasta 2%, el BCE las elevaba a 4.25% y mantenía el discurso de la austeridad fiscal.
El resultado de las elecciones intermedias en Estados Unidos terminó con la contradicción entre Europa y Estados Unidos. La amplia victoria republicana y la llegada de 80 representantes del grupo radical del Tea Party provocaron un corrimiento explícito entre los grupos políticos estadunidenses hacia las posiciones más conservadoras.
Obama aceptó que había que reducir el déficit fiscal, y propuso una reducción que no fue aceptada por los republicanos. El forcejeo continuó durante meses, hasta que los republicanos decidieron que la aprobación parlamentaria de la ampliación del techo de deuda pública, que durante más de 30 años había sido un simple trámite, era la oportunidad de doblegar al gobierno.
Apenas el pasado lunes, un día antes de llegar al fatídico 2 de agosto, los legisladores estadunidenses aprobaron un plan para aumentar el techo de deuda en 2.1 billones de dólares, a cambio de un programa para reducir 2.4 billones el gasto en un lapso de 10 años.
El acuerdo que evitó el desastre de que el gobierno de Estados Unidos no pudiese pagar a sus acreedores del mundo entero, provocó una catástrofe del tipo que se vivió en 1937.
Esta es la razón por la que los mercados han respondido con ventas de pánico, que han derrumbado las bolsas de valores.
Los grandes inversionistas y banqueros, esos a los que eufemísticamente llamamos mercados, han valorado que por las decisiones de los gobernantes de los países desarrollados, la economía mundial camina hacia el precipicio.
Por supuesto, de ello se ha derivado su decisión de mantener sus posiciones de tesorería lo más líquidas posible, sin importarle si eso complica aún más los escenarios próximos.
La historia se repite. La lección de 1937 no se aprendió. Lo malo es que quienes pagarán los platos rotos no serán los que toman las decisiones, sino los que no tienen nada que ver con ellas.
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