25 octubre, 2011

Keynes y la clase dominante

Por Garet Garrett.
La obra torpemente titulada Teoría General del Empleo, Interés y Dinero, hoy en día comúnmente abreviada como La Teoría General, se publicó en 1936. Por lo tanto tenía apenas diez años de edad cuando su autor, John Maynard Keynes murió el pasado mes de abril. Probablemente ningún otro libro ha producido en tan corto tiempo un efecto comparable. Ha teñido, modificado y condicionado el pensamiento económico en todo el mundo. Sobre éste se fundó una nueva iglesia económica, provista completamente de todas las propiedades propias de una iglesia, como una revelación propia, una doctrina rígida, un lenguaje simbólico, una propaganda, un clericalismo, y una demonología. La revelación, aunque escrita brillantemente, era no obstante obscura y difícil de leer, pero si uno esperaba que este factor impidiese la propagación de la doctrina, de hecho tuvo un resultado contrario y sirvió a fines publicitarios dando lugar a escuelas de exégesis y a controversias que eran interminables porque nada podía resolverse. No había un estado de sociedad existente en la cual la teoría pudiera ser probada o desaprobada mediante demostración — y aún no la hay.
El momento del libro fue el más afortunado. Del lado de la economía planificada se hablaba de que los socialistas necesitaban desesperadamente una fórmula científica . El Gobierno al mismo tiempo necesitaba una racionalización del gasto en déficit. La idea del Estado de Bienestar que había aumentado tanto aquí como en Gran Bretaña — bajo el símbolo del New Deal —estaba en problemas. No tenía respuestas para aquéllos que preguntaban, "¿De dónde vendrá el dinero? Es cierto que el gobierno había obtenido el control del dinero como un instrumento social y que la tiranía de la restricción del oro había sido derrocada, pero el fetiche de la solvencia sobrevivió y amenazó con frustrar grandes intenciones sociales.

Justo cuando esta crisis histórica de experimentación política, con los socialistas perdidos en la selva yaciendo en alguna parte entre la utopía y el totalitarismo, y con gobiernos a la deriva en un mar de manipulación monetaria, con miedo a avanzar e incapaces de dar marcha atrás, la aparición de la teoría de Keynes fue como una respuesta a las oraciones. Su hazaña fue doble. Para los planificadores socialistas ofreció un conjunto de herramientas algebraicas, las cuales, si se usaban según el manual de instrucciones, garantizarían la producción del pleno empleo, del equilibrio económico y una redistribución de la riqueza con justicia, los tres al mismo tiempo y con una especie de precisión reglada — con la única condición de que la sociedad realmente quería salvarse. Y la misma teoría en virtud de sus implicaciones lógicas generó un gobierno del bienestar a partir de la amenaza de la insolvencia. Esa palabra — insolvencia — no iba a tener nunca más significado para un gobierno soberano. El presupuesto equilibrado era un fantasma capitalista. El gasto en déficit no era lo que parecía. Era de hecho inversión; y el uso del mismo era para llenar un vacío de inversión — un vacío creado por la incorregible y crónica tendencia de la gente a ahorrar demasiado. “Ha habido”, decía, “una tendencia crónica a lo largo de la historia a que la propensión al ahorro sea más fuerte que el estímulo para la inversión. La debilidad del estímulo para la inversión ha sido siempre la clave del problema económico”. Por inversión se refería supuestamente al uso de capital con espíritu de aventura.
Esta idea fue la misma base de la teoría. Del exceso de ahorro y de la inversión insuficiente provenía el desempleo. Y cuando a partir de esta causa aparecía el desempleo, ya que estaba destinado a hacerlo, primero periódicamente y luego como un mal permanente, la única cura para el gobierno era la de gastar dinero. Entre las famosas herramientas algebraicas se encontraba el famoso multiplicador mediante el cual los expertos eran capaces de determinar precisamente cuánto debería gastar el gobierno para crear el pleno empleo.
Por lo tanto, en pocas palabras, la teoría era que mientras la gente no invertía lo suficiente en su propio futuro para mantener a todos trabajando, el gobierno debía hacerlo por ellos. ¿Dónde y cómo obtendría el gobierno el dinero? Bueno, en parte mediante impuestos a los ricos, quienes era notorio que ahorraban demasiado; prestándolo de los ricos, y, de ser necesario como último recurso, imprimiéndolo — y todo estaba destinado a salir bien, porque a partir del pleno empleo la sociedad en su conjunto siempre crecerá y será cada vez más rica. En definitiva, las satisfacciones económicas de la vida se harían muy baratas, la tasa de interés bajaría a cero, y la secuela sería la extinción indolora de la clase rentista, es decir, de aquéllos que viven del interés y que no producen nada.
Si estoy en lo correcto [dijo] en el supuesto de que sea relativamente fácil de hacer que los bienes de capital sean tan abundantes que la eficiencia marginal del capital sea cero, ésta puede ser la manera más sensata para deshacerse de forma gradual de muchas de las características objetables del capitalismo. Una pequeña reflexión mostrará los enormes cambios sociales que resultarían de una desaparición gradual de una tasa de retorno sobre la riqueza acumulada. Un hombre seguirá siendo libre de acumular su renta ganada con vistas a gastarla luego. Pero su acumulación no crecerá. Estará simplemente en la posición del padre de Pope, quien, al momento de retirarse de los negocios, se llevó una caja de guineas a su villa en Twickenham y cumplió con los gastos de su hogar como se requería.
¿Y el gobierno, en qué gastaría el dinero? Preferiblemente, por supuesto, en la creación de trabajos productivos, es decir, medios para una mayor producción de las cosas que satisfagan a las necesidades humanas; pero tal era la importancia de mantener a todo el mundo en pleno empleo que era mejor invertir el dinero en monumentos y pirámides que no gastarlo en nada.
El Antiguo Egipto [dijo] fue doblemente afortunado, y sin duda debió a esto su fabulosa riqueza, ya que poseía dos actividades, a saber, la construcción de pirámides así como también la búsqueda de metales preciosos, cuyos frutos, como no podían servir a las necesidades humanas a través del consumo, no se estropeaban con la abundancia. La Edad Media construyó catedrales y cantos fúnebres. Dos pirámides, dos misas para los muertos, son dos veces mejor que una; pero no tanto dos ferrocarriles de Londres a Nueva York. Así, de esta manera somos tan sensibles, nos hemos educado tan al imagen de los financieros prudentes, reflexionando cuidadosamente antes de añadir a las cargas financieras de la posteridad la construcción de casas para habitarlas, que no tenemos una fácil escapatoria a los sufrimientos del desempleo. Tenemos que aceptarlos como un resultado inevitable, de aplicar a la conducta del Estado, las máximas que están más bien pensadas para enriquecer a un individuo, permitiéndole acumular demandas de disfrute que no tiene intención de ejercer en ningún momento determinado.
Este pasaje es rara vez mencionado por los keynesianos, tal vez porque nunca han estado seguros de que quisiera que fuera tomado en serio. Podría muy bien ser Keynes en uno de sus traviesos humores.
Es importante recordar que la primera aplicación consciente y definitiva de la teoría la hizo el New Deal; y cuando en el tercer año el Sr. Roosevelt comenzó a decir que el déficit del gasto del gobierno debía considerarse como una inversión en el futuro del país, estaba tomando las palabras directamente de la teoría de Keynes. Los resultados prometidos no llegaron; el desempleo no se arregló. Esta decepción, dicen los creyentes, se debió a causas ajenas a la teoría, y simple y sencillamente al hecho de que el gasto deficitario no fue lo suficientemente lejos. Los déficits deberían haber sido aún mayores.
Es quizás aún más significativo que en su propio país era considerado como una luminaria peligrosa y que el gobierno británico no podía hacer uso de su genio hasta que llegó el momento de encontrarse en una posición muy difícil de dinero. Se había ya divorciado del patrón oro, pretendiendo crear una moral de esto; y luego, cuando la mentalidad británica pasó de ser una mentalidad de país acreedor a una mentalidad de país deudor, el Tesoro necesitó de alguien que pudiera cubrir la desnudez de la herejía financiera con una no transparente tela plausible y al mismo tiempo dar un brillo a la manipulada libra esterlina para reemplazar al brillo perdido de la libra de oro. Y así sucedió que el Sr. Keynes fue tomado como principal asesor del Tesoro Británico, sentado en el directorio del Banco de Inglaterra, y elevado a la dignidad de Barón Keynes de Tilton.
 Todos los planificadores ven a Keynes como su profeta. Sin embargo, en la máxima prueba de sus poderes proféticos fracasó históricamente. Representó al Tesoro Británico en la creación del Tratado de Versalles. Poco después, renunció a su puesto para atacar al tratado y escribió un libro titulado Las Consecuencias Económicas de la Paz, cuyo efecto político, visto ahora en retrospectiva, fue desastroso. Su argumento fue que Alemania nunca podría pagar las reparaciones que le fueron demandadas, y que inclusive si pudiera permitírselo, sus acreedores no podrían conseguir recibirlas. Viendo lo que Alemania fue capaz de hacer para su preparación de la Segunda Guerra Mundial, era una tontería decir que no podía pagar las reparaciones de la Primera Guerra Mundial, y si no se le hubiera perdonado, tal vez la Segunda Guerra Mundial no habría tenido lugar, o al menos no todavía.
La literatura fundada sobre Keynes es dogmática. El propio Keynes no lo era. Al final de su libro, de repente, se preguntó si funcionaría. ¿Fueron sus ideas una "esperanza visionaria"? ¿Estuvieron firmemente enraizadas "en los motivos que gobiernan la evolución de la sociedad política”? ¿Eran "los intereses que frustraría, más fuertes y más obvios que los intereses a los que serviría”? No hizo ningún intento de responder sus propias preguntas. Se necesitaría otro libro, dijo, para indicar las respuestas, incluso en esquema.

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