Llevaban cinco meses pisándoles los talones, pero la muerte en un bombardeo de Alfonso Cano, jefe de las FARC, no podía suceder en mejor momento para el presidente colombiano Juan Manuel Santos. Las críticas de su antecesor, Álvaro Uribe, habían llegado a un punto culminante de aspereza y desentendimiento. El mandatario, que había tenido a Santos como ministro de Defensa y que podía pensar que había hallado en él a un delfín complaciente, calificaba a su Gobierno de "lejano e inactivo"; a las Fuerzas Armadas, de "desmotivadas"; y a la seguridad, de fuertemente "deteriorada". El presidente, a la hora de su gran triunfo, podía encogerse de hombros y asegurar que nada ni nadie lograría que se peleara con su antecesor en el cargo.
La muerte de Alfonso Cano, intransigente ideólogo comunista, llega tras la del fundador de la guerrilla, Manuel Marulanda, por causas naturales en 2008; ese mismo año ocurría la del jefe militar, Raúl Reyes; y la de su sucesor, Mono Jojoy, en 2010, en ambos casos en operaciones militares. Y semejantes estragos han dejado muy debilitada y sin rumbo a una organización que, si un día fue marxista, había degenerado hacía décadas en una mera banda de terroristas que vivía de la extorsión, el secuestro y el narcotráfico.
Juan Manuel Santos ha calificado la muerte de Cano como "el mayor golpe" asestado a las FARC, al tiempo que ha llamado a sus integrantes a la desmovilización, aunque es prematuro determinar si contemplaba algún tipo de negociación o aspiraba a la derrota pura y simple de los insurrectos. El presidente plantea una modernización del país tan ambiciosa como abrupta, con la restitución de millones de hectáreas a campesinos despojados por 40 años de violencia, guerrilla y paramilitares. Y todo ello pasa, en alguna medida, por la erradicación de una lacra llamada FARC, que nunca como hoy ha parecido tan próxima.
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