por Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
El presidente Obama ordenó la ejecución de Anwar al-Awaki, un fanático islamista estadounidense de origen árabe.
Ron Paul, candidato presidencial republicano, congresista por Texas,
dice que Obama puede ser expulsado del poder por “asesinar” a Al-Awaki.
¿Por qué? La Constitución estadounidense, en su Quinta Enmienda, es
clarísima: “Nadie puede ser privado de la vida sin un previo juicio
justo”.
Obama preside una República regida por leyes que obligan a su
cumplimiento a todas las personas. La función principal de la
Constitución es limitar la autoridad de los gobernantes, y cuando estos
se extralimitan existe el ‘impeach- ment’ para expulsarlos del poder.
Pero el Presidente estadounidense es el jefe supremo militar del país
y se espera que defienda la seguridad nacional. Si Al-Awaki amenazaba
la existencia de muchos estadounidenses con acciones terroristas, ¿no
tenía Obama el deber de ejecutarlo, matarlo, o como quiera llamarse al
acto de quitarle la vida?
El problema es que hay un peligroso vacío en el ordenamiento jurídico
estadounidense. Tiene razón Obama cuando decide matar al terrorista.
También la tiene Ron Paul cuando opina que los poderes presidenciales no
alcanzan para eliminarlo. Es inconcebible que el Presidente tenga que
solicitar permiso judicial para escuchar las conversaciones telefónicas
de Al-Awaki, pero no para ordenar que le disparen un misil devastador.
Obama no es el primer mandatario estadounidense que intenta liquidar a
un enemigo de la nación. Kennedy quiso acabar con Fidel Castro con la
ayuda de la mafia. Reagan intentó matar a Gadafi mediante un bombardeo
aéreo; Bush trató de terminar con Bin Laden. ¿Eran incorrectas esas
acciones? ¿No se habrían evitado 70 millones de muertes si un experto
tirador en tiempos de Roosevelt le hubiese disparado en la frente a
Adolfo Hitler antes de que invadiera Polonia en 1939?
Hoy todo esto es peligrosísimo. Como principio, es muy alarmante que
una persona pueda decidir por su cuenta si mata o no a un enemigo del
Estado, pero además, el propio presidente Obama podría correr futuros
riesgos si, tras abandonar la Presidencia, un fiscal extranjero pidiera
encausarlo por asesinato, como le sucedió a Pinochet cuando visitaba
Inglaterra desprevenidamente.
Quizá esto nunca suceda, pero no es imposible. En la era de la
internacionalización de la justicia nadie está totalmente a salvo de una
acción penal inesperada.
Acaso la manera estadounidense de evitar dificultades a sus ex
presidentes sea crear, mediante una ley, una instancia judicial a la que
los gobernantes estadounidenses puedan someterle ciertos casos extremos
que deben ser juzgados y sancionados a muerte en ausencia, sin que el
Poder Ejecutivo resulte convicto de actuar al margen de los principios y
las normas de la República. Si existe el derecho a matar hay que
regularlo.
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