Los estados a lo largo de la
historia han persistido en dificultar severamente e incluso prohibir el
comercio internacional. Sin embargo, casi nunca las consecuencias de dicho
intento (tanto en los resultados evidentes inmediatos como probablemente en los
de largo plazo) pueden haber sido tan devastadoras como en el casi del bloqueo
naval aliado (realmente británico) a Alemania en la Primera Guerra Mundial.
Este bloqueo de hambre pertenece a la categoría de las atrocidades estatales
olvidadas del siglo XX. (Igualmente, ¿quién recuerda hoy a las decenas de biafreños muertos por hambre
durante la guerra de independencia por la política de los generales nigerianos
apoyados por el gobierno británico?)
Así, C. Paul Vincent, un veterano historiador y actualmente director
de la biblioteca, en el Keene State College en New Hampshire, merece nuestra
gratitud por traerlo a la memoria en este estudio erudito y equilibrado.
Vincent recrea eficazmente la
atmósfera de júbilo que rodeó al estallido de la guerra que fue en realidad el
hito funesto del siglo XX. Mientras que los alemanes estaban poseídos por un
sentido casi místico de comunidad (el economista Emil Lederer declaraba que
ahora la Gesellschaft [sociedad] se había transformado en Gemeinschaft
[comunidad]), los británicos se entregaban a propia forma patentada de
hipocresía. El socialista y utópico positivista H.G. Wells, por ejemplo, decía
efusivamente: “Me encuentro entusiasmado por esta guerra contra el militarismo
prusiano. (…) Toda espada que se empuñe contra Alemania, es una espada que se
empuña por la paz”. Well acuñó más tarde el falso lema: “la guerra para acabar
con la guerra”.
Mientras continuaba el
conflicto, el actual estado socialista que se había venido construyendo durante
décadas se desbordó con masivas intrusiones del gobierno en todas las facetas
de la sociedad civil, especialmente en la economía. El Kriegssozialismus
alemán que se convertiría en un modelo para los bolcheviques en su ascenso al
poder es bien conocido, pero, como apunta Vincent: “los británicos alcanzaron
un control sobre toda la economía sin parangón con ningún otro estado
beligerante”.
En todas partes la apropiación
del poder social por el estado estaba acompañada y estimulada por labores de
propaganda sin precedentes en la historia. A este respecto, los británicos
tuvieron mucho más éxito que los alemanes y su magistral retrato de los “hunos”
como diabólicos enemigos de la civilización, perpetradores de todo tipo de
“horror” imaginable,[1]
servía para enmascarar el peor ejemplo de barbarie de toda la guerra, aparte de
las masacres armenias.
A éste lo llama abiertamente
Lord Devlin, “la política del hambre”, dirigida contra los civiles de las
Potencias Centrales (particularmente Alemania),[2] el
plan que se dirigía, como admitía Winston Churchill, Primer Lord del
Almirantazgo en 1914 y uno de los redactores del plan, a “hacer pasar hambre a
toda la población (hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos, heridos y sanos)
para que se rinda”.[3]
La política británica
contradecía el derecho internacional en dos puntos principales.[4]
Primero, respecto del carácter del bloqueo, violaba la Declaración de París de
1856, que había firmado la propia Gran Bretaña y que, entre otras cosas,
permitía bloqueos “cercanos”, pero no “distantes”. Se permitía a un beligerante
estacionar buques cerca del límite de las tres millas para detener el tráfico
con puertos enemigos; no se permitía sencillamente declarar áreas de alta mar
que incluyeran las aproximaciones a la costa enemiga fuera de esos límites.
Eso es lo que hizo Gran Bretaña
el 3 de noviembre de 1914, cuando anunció, supuestamente en respuesta al
descubrimiento de un barco alemán desplegando minas cerca de la costa inglesa,
que desde entonces todo el Mar del Norte era área militar, que podía minarse y
en la que los barcos neutrales actuarían “bajo su propio riesgo”. Medidas
similares respecto del Canal de la Mancha aseguraban que los barcos neutrales
se vieran obligados a arribar a puertos ingleses para recibir instrucciones de
navegación o recoger pilotos ingleses. Durante este periodo podían ser
revisados, evitando el requisito de buscarlos en alta mar.
Eso introduce la segunda y aún
más compleja cuestión: la del contrabando. En pocas palabras, siguiendo el
camino de la Conferencia de La Haya de 1907, la Declaración de Londres de 1909
consideraba que la comida era “contrabando condicional”, es decir, estaba
sujeta a intercepción y captura solo cuando s dirigía al uso de las fuerzas
militares del enemigo. Esto era parte del meticuloso trabajo, extendido durante
generaciones, de quitar a la guerra sus aspectos más salvajes estableciendo una
clara distinción entre combatientes y no combatientes. Entre los corolarios de
esto estaba que la comida que no tuviera un uso militar podía transportarse
legítimamente a un puerto neutral, incluso si acabara llegando al territorio
enemigo. La Cámara de los Lores había rechazado dar su consentimiento a la
Declaración de Londres, que, en consecuencia, no tenía vigencia plena. Aún así,
como apuntó el gobierno de EEUU al británico al inicio de la guerra, las
provisiones de la declaración en general seguían “los principios generalmente
reconocidos del derecho internacional”. Como una indicación de esto, el
almirantazgo inglés había incorporado la Declaración a sus manuales.
Los británicos empezaron pronto
a apretar el dogal alrededor de Alemania expandiendo unilateralmente la lista
del contrabando y presionando a los neutrales (especialmente a Holanda, ya que
Rotterdam, más que ningún otro puerto, era el foco de las preocupaciones inglesas
respecto del aprovisionamiento de los alemanes) para que consintieran sus
violaciones de las leyes. En el caso del neutral más importante, Estados
Unidos, no hizo falta ninguna presión. Con la excepción del atribulado
secretario de estado, William Jennings Bryan, que dimitió en 915, los líderes
estadounidenses fueron asombrosamente simpatizantes con el punto de vista
británico. Por ejemplo, después de escuchar las quejas del embajador austriaco
sobre la legalidad del bloqueo británico, el coronel House, el íntimo asesor de
Wilson en asuntos exteriores, apuntaba en su diario: “Olvida añadir que
Inglaterra no está ejercitando su poder de una forma objetable, pues está
controlada por una democracia”.[5]
Los alemanes respondieron al
intento británico rendirles por hambre declarando a los mares alrededor de las
Islas Británicas como “zona de guerra”. Entonces los británicos anunciaron
abiertamente su intención de incautarse de todos y cada uno de los bienes
originados o en camino hacia Alemania. Aunque a las medidas británicas se les
dio el aspecto de represalias por las acciones alemanas, en realidad el gran
plan se habría urdido y realizado independientemente de cualquier cosa que
hiciera o dejara de hacer el enemigo:
Las Órdenes de Guerra del
Almirantazgo del 26 de agosto [de 1914] eran muy claras. Iba a capturarse toda
la comida consignada a Alemania a través de puertos neutrales e iba a
considerarse que toda la comida consignada a Rotterdam estaba consignada a
Alemania. (…) Los británicos estaban determinados en su política del hambre,
fuera ajustada a derecho o no.[6]
Los efectos del bloqueo se
sintieron pronto entre los civiles alemanes. En junio de 1915, el pan empezó a
estar racionado. “En 1916”, dice Vincent, “la población alemana sobrevivía con
una mísera dieta de pan negro, rodajas de salchichas sin grasa, una ración
individual de tres libras de patatas por semana y nabos” y en ese año se perdió
la cosecha de patatas. La elección del autor de contar citas de testigos
oculares para llevar al lector la realidad de una hambruna como no se había
experimentado en Europa fuera de Rusia desde las tribulaciones irlandesas de la
década de 1840. Como decía un alemán: “Pronto las mujeres que esperaban en las
pálidas colas hablaron más del hambre de sus hijos que de la muerte de sus
maridos.
Un corresponsal estadounidense
en Berlín escribía:
Una vez salí con el propósito de
encontrar en estas colas de comida una cara que no mostrara los estragos del
hambre. (…) Inspeccioné con cuidado cuatro largas colas. Pero entre los 300
buscadores de comida no había nadie que hubiera tenido suficiente para comer
durante semanas. En el caso de las mujeres y niños más jóvenes, la piel se
había pegado a los huesos y no tenía sangre. Los ojos se habían hundido en las
cuencas. Había desparecido todo el color en los labios, y los mechones de pelo
que caían sobre las caras apergaminadas parecían lacios y famélicos (una señal
de que el vigor nervioso del cuerpo desaparecía con la fortaleza física).
Vincent pone la decisión alemana
de principios de 1917 de reanudar y extender la guerra submarina contra la
marina mercante (que proporcionó a la administración Wilson su pretexto final
para entrar en guerra) en el marco del desmoronamiento de la moral alemana. La
campaña de los U-boat alemanes resultó un fracaso y, de hecho, al hacer entrar
a Estados Unidos en el conflicto, agravó la hambruna.
“Wilson garantizó que se cerrara
toda laguna jurídica dejada abierta por los aliados (…) incluso la importación
de alimentos por los neutrales se prohibió hasta diciembre de 1917”. Las
raciones en Alemania se redujeron a alrededor de mil calorías por día. En 1918,
la tasa de mortalidad entre los civiles en un 38% mayor que la de 1913,
proliferaba la tuberculosis y, entre los niños, también el raquitismo y los
edemas. Aún así, cuando los alemanes se rindieron en noviembre de 1918, los
términos del armisticio, redactados por Clemenceau, Foch y Pétain, incluían la
continuación del bloqueo hasta que se ratificara el tratado final de paz.
En diciembre de 1918, la Oficina
de Salud Nacional en Berlín calculaba que 763.000 personas habían muerto hasta
entonces como consecuencia del bloqueo: la cifra adicional a ésta en los
primeros meses de 1919 se desconoce.[7] En
algunos aspectos, el armisticio supuso la intensificación del sufrimiento, ya
que la costa alemana del Báltico estaba ahora efectivamente bloqueada y
anulados los derechos de pesca en el Báltico.
Uno de los puntos más notables
en la explicación de Vincent es cómo la perspectiva de una guerra “zoológica”,
luego asociada con los nazis, empezó a aparecer en la vorágine del odio étnico
engendrado por la guerra. En septiembre de 1918, un periodista inglés, en un
artículo titulado “Los hunos de 1940”, escribía con optimismo de las decenas de
miles de alemanes ahora en los vientres de mujeres famélicas que “están
destinados a una vida de inferioridad física”.[8] El
“famoso fundador de los boy-scouts, Robert Baden-Powell, expresaba ingenuamente
su satisfacción de que la raza alemana fuera arruinada: aunque la tasa de natalidad,
desde el punto de vista alemán, pueda parecer satisfactoria, el daño
irreparable producido es bastante distinto y mucho más serio”.
Frente a las fantasías genocidas
de esos pensadores y el despiadado rencor de los políticos de la Entente
deberían considerarse los angustiosos reportajes de periodistas y,
especialmente, oficiales británicos del ejército desde Alemania, así como de
miembros de la American Relief Commission de Herbert Hoover. Una y otra vez
destacaban, aparte de la barbarie del continuo bloqueo, el peligro de que la
hambruna bien puedira empujar a los alemanes hacia el bolchevismo. Hoover se
vio en seguida convencido de la urgente necesidad de acabar con el bloqueo, pero
las disputas entre los aliados, particularmente la insistencia francesa en que
las existencias de oro no podrían usarse para pagar alimentos, pues estaban
destinadas a las indemnizaciones, impidieron actuar.
A principios de marzo de 1919,
el general Herbert Plumer, comandante del Ejército Británico de Ocupación,
informaba al Primer Ministro Lloyd George que sus hombres demandaban volver a
casa: ya no podían soportar la vista de “hordas de niños flacos e hinchados
buscando entre los desperdicios” de los campos británicos. Por fin,
estadounidenses y británicos superaron las objeciones francesas y a finales de
marzo, empezaron a llegar los primeros cargamentos de comida a Hamburgo. Pero
solo fue en julio, después de la firma formal alemana del Tratado de Versalles,
cuando se permitió a los alemanes importar materias primas y exportar bienes
manufacturados.
Aparte de los efectos directos
del bloqueo británico, hay posibles efectos indirectos y mucho más dañinos a
considerar. Un niño alemán que tuviera 10 años en 1918 y sobreviviera, tendría
22 en 1930. Vincent plantea la pregunta de si las miserias y sufrimientos por
el hambre en Alemania en los primeros años de formación contribuyen a explicar
en alguna medida el entusiasmo de la juventud alemana por el nazismo posterior.
Partiendo de un artículo de 1971 de Peter Loewenberg, argumenta positivamente.[9]
Sin embargo, la obra de Loewenberg es una especie de psicohistoria y sus
conclusiones se basan explícitamente en la doctrina psicoanalítica.
Aunque Vincent no las apoye sin
reservas, se inclina a explicar el comportamiento posterior de la generación de
niños alemanes marcados por los años de la guerra en términos de dificultades
emocionales o nerviosas para pensar racionalmente. Así, se refiere a “la
ominosa amalgama de emoción retorcida y degradación física, que iba a presagiar
una considerable miseria para Alemania y el mundo” y que fue producida en buena
medida por la política de hambre.
¿Pero es necesaria una
aproximación así? Parece perfectamente factible buscar las conexiones que
median entre la exposición al hambre (y los demás tormentos causados por el
bloqueo) y el posterior comportamiento fanático y brutal en actitudes humana
comúnmente comprensibles (aunque, por supuesto, no por eso justificables)
generadas por experiencias anteriores. Estas actitudes incluirían el odio, una profunda
amargura y resentimiento y un desprecio por el valor de la vida de “otros”,
porque el valor de la “propia” vida hubiera sido despreciado tan
despiadadamente.
Un
punto de partida para un análisis así podría ser la obra de Theodore Abel de
1938, Why Hitler Came into Power: An Answer Based on the Original Life
Stories of Six Hundred of His Followers. La conclusion de Loewenberg después de estudiar
esta obra es que “el más sorprendente afecto emocional expresado en las
autobiografías de Abel son los recuerdos de adultos de la intensa hambre y
privaciones de la infancia”.[10]
Una interpretación que pondría al bloqueo del hambre en su lugar apropiado en
la aparición del salvajismo nazi no
tiene ninguna necesidad particular de un fundamento psicoanalítico o fisiológico.
De vez en cuando, las opiniones
de Vincent en temas marginales a éste son lamentablemente estereotipadas:
parece aceptar una interpretación extrema de la escuela de Fischer de la
culpabilidad del origen de la guerra como atribuible solo al gobierno alemán y,
respecto de la fortuna de la República de Weimar, dice: “Que Alemania perdiera
su oportunidad es una de las tragedias del siglo XX. (…) demasiado a menudo los
viejos socialistas parecieron casi aterrorizados ante la socialización”.
El tópico de que si se hubiera
socializado la industria pesada en 1919 la democracia alemana podía haberse
salvado, nunca fue muy convincente.[11]
Cada vez resulta serlo menos ya que la investigación empieza a sugerir que fue
precisamente el sistema de Weimar de intervención masiva del estado en los
mercados laborales y la extensión de las instituciones del estado del bienestar
(el más “progresista” de su tiempo) el que debilitó la economía alemana que se
desplomaba ante la Gran Depresión.[12]
Este desplome, particularmente el asombroso desempleo que lo acompañó, ha sido
considerado desde hace mucho por los investigadores como la mayor causa del
ascenso nazi al poder en 1930-33.
Son sin embargo, puntos mínimos
a la vista del servicio que ha proporcionado Vincent tanto el rescatar del
olvido a las víctimas de una política asesina de estado y en profundizar en
nuestra comprensión de la historia europea del siglo XX. Se ha producido
recientemente en la República Federal de Alemania una “lucha de historiadores”
sobre si la matanza nazi de judíos europeos debería considerarse como “única” o
ubicarse dentro del contexto de las matanzas masivas, en concreto las
atrocidades estalinistas contra el campesinado ucraniano.[13] La
obra de Vincent sugiere la posibilidad de que el marco de la discusión tendría
que ampliarse más de lo que haya propuesto hasta ahora cualquiera de los
participantes.
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