El color rojo es un atributo de Changó, el orisha del trueno y de la virilidad.
En la religión sincrética de la santería equivale a la santa Bárbara
cristiana, que imbuye a sus neófitos arrojo, fortaleza y resistencia. No
sería extraño que Hugo Chávez, en uno de sus viajes a Cuba, después de que un babalao
le echara los caracoles y le limpiara con coco, hubiera sacrificado a
Changó un animal de cuatro patas para ponerse bajo su protección. De
hecho, la camisa roja adoptada como uniforme civil por Chávez para su
revolución bolivariana obedece a la fuerza irracional, convulsa de este orisha más que al color rojo de la bandera del marxismo leninismo.
Hubo un tiempo en que ser venezolano era
sinónimo de ser millonario. Bastaba con decir que tenías un tío en
Caracas para que la gente te mirara con respeto, pero en Venezuela la
absoluta riqueza de Epulón convivía con la extrema miseria del pobre
Lázaro y ambas flotaban sobre un mismo mar inagotable de petróleo. La
parábola bíblica del rico Epulón y el pobre Lázaro es la explicación más
fiel de la economía neoliberal de la Escuela de Chicago.
En la mesa donde comía el rico Epulón con sus amigos había toda clase
de manjares y, arrodillado a sus pies, el pobre Lázaro esperaba que
cayeran algunas migajas con que matar el hambre. La economía neoliberal
está dirigida a que el banquete de Epulón sea cada vez más copioso, de
modo que la comida rebose los manteles y finalmente se derrame por el
suelo donde espera una legión de desarrapados esta bendición de Chicago.
Cuando el señor ya está ahíto, empezará a comer el criado. Así debe
ser. Así está escrito.
Hugo Chávez, como todos los caudillos
populistas, soñó que un día el pobre Lázaro se rebelaría y, lleno de
cólera divina, se levantaría en armas. Chávez en 1992 dio un golpe de
Estado, fracasó y fue encarcelado. Pese a este descalabro, persistió en
la tentación de encaramarse en el banquete de los ricos y tirar al suelo
a patadas todas las copas de oro, las bandejas de plata cargadas de
licores y viandas, e invitar a los pobres a esta zarabanda a toque de
rebato, una ambición política que esta vez coronó con éxito en 1998 en
las urnas.
Este redentor del pobre Lázaro nació en
Sabaneta, pequeña ciudad enclavada en los llanos de Barinas, en un hogar
humilde de tres habitaciones con patio trasero donde la abuela Rosa
Inés cuidaba de su nieto Huguito, plantaba maíz y le enseñaba el
catecismo. Los domingos llevaba al niño a rezar al templo de la Virgen
del Rosario, muy peinado y el pecho condecorado con un escapulario del
abuelo. La familia, acendrada en la fe católica, esperaba que Dios
llamara al pequeño vástago a su servicio en el altar, pero Huguito se
quedó solo en monaguillo y a los 12 años se trasladó con los suyos a
Caracas. Los suyos eran el padre Hugo de los Reyes, la madre Elena
Frías, ambos maestros de escuela, y cinco hermanos, Adán, Narciso,
Aníbal, Argentis y Adelis, hoy todos colocados con regalías en altos
puestos de la Administración. De la niñez de Sabaneta, nuestro héroe se
trajo una herida interior, el recuerdo de aquel día en que no le dejaron
entrar en el colegio por llevar alpargatas, raíz de su odio de clase,
según los exégetas. Por lo demás, en Caracas el muchacho tuvo sueños de
béisbol y finalmente sus ansias de apostolado desembocaron en la
academia del ejército.
Hay que imaginar a Hugo Chávez poseído por el rayo de Changó. Al final, ese ha sido su destino. Bajo el genio de este orisha
se ha encaramado en la mesa del rico Epulón y desde allí ha comenzado a
echar toda clase de bienes, pasteles, caramelos, licores y frutas
confitadas sobre el panorama infinito de la pobreza venezolana,
investido a medias de Papá Noel y de Robín de los Bosques. La posesión
de Changó, amo del trueno, le fuerza a derramarse a sí mismo en
palabras, arengas, versos, amenazas y chascarrillos, en medio de un
turbión que arrastra en el mismo viento la justicia social y la
corrupción, el desmadre y la inspiración irracional de la caridad.
“¡Viva Dios y viva Chávez!”, le grita la parte del pueblo que le
pertenece. Y Chávez se crece bajo su propia excitación y se lleva por
delante el cáncer, la patria, Simón Bolívar, Cuba, el petróleo, a
Epulón, y al final de todo acaba cantándole a Lázaro una ranchera
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