Según el viejo dicho, cuanto más caro seas para despedir, más caro serás para contratar. En ningún sitio es esto tan evidente como en el continente europeo.
Incluso con el aumento de las prestación del seguro de desempleo en Estados Unidos al inicio de esta crisis, las prestaciones del estadounidense desafortunado palidecen en comparación con las del europeo medio. Tras perder el empleo, el francés medio puede esperar recibir más de la mitad de su salario en forma de prestaciones de desempleo. Muchos trabajadores europeos ven como estas prestaciones se extienden durante dos o tres años después de su despido, extendiéndose dichas prestaciones indefinidamente en algunos países.
Los periodos de desempleo son consecuentemente prolongados en el continente europeo. Las leyes estrictas que rigen la separación de los empleados de sus compañías (una bonita forma de decir: “Estás despedido”) rebajan la tasa de separaciones del trabajo en estos países. Por desgracia, estas leyes también disminuyen la posibilidad de encontrar trabajo, haciendo que resulte evidente la prolongación de la duración del paro.
Este problema de las masas desempleadas no fue más que una consecuencia desgraciada de un sistema de bienestar social bien desarrollado durante los años del auge. Los cofres del gobierno estaban llenos para pagar enormes prestaciones. A medida que avanza la crisis, los desgraciados efectos colaterales se están convirtiendo progresivamente en un inminente descarrilamiento a medida que aumentan los déficits públicos y los pagos del desempleo tensan las ya tenues finanzas estatales.
La disminución de las prestaciones puede ser una desgracia para los que confían en ellas, pero esos recortes son inevitables. Ya algunos países han aprobado medidas para tratar de llevar más cerca de la sostenibilidad estos sistemas insostenibles. La edad de jubilación se ha extendido para reducir los pagos de la seguridad social y se han recortado las prestaciones de desempleo. La gente ha respondido con manifestaciones, tratando de mantener el nivel de vida por el que han luchado tan duramente durante las pasadas décadas. Por desgracia, no todo lo deseable es factible: el flamante sistema europeo del bienestar es un ejemplo.
Por suerte hay una tabla de salvación. En la mayoría de los países europeos, y especialmente en la periferia golpeada por la crisis, existen grandes economías sumergidas. Aunque la tasa oficial de desempleo en España está en torno al 20%, una porción importante de sus trabajadores realmente tiene empleo, pero fuera de las estadísticas oficiales. Como indico en una nueva colección que he editado, Institutions in Crisis: European Perspectives on the Recession, las economías sumergidas de la periferia europea ofrecen amplias oportunidades (aunque no siempre deseables) de obtener un empleo. Mientras que la economía griega tiene la mayor porción sumergida, estimada en un 25,2% del PIB, los países PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) tienen una media del 21,7% de actividad económica oculta a las estadísticas oficiales. En comparación, se estima que el 14,7% de la producción de Alemania y el 7,8% de la de Estados Unidos se confinan al entorno sumergido.
Si una masa sustancial de trabajadores oficialmente en paro puede consolarse sabiendo que existen muchas oportunidades sumergidas para trabajar, puede ser bueno que indiquemos las razones por las que existe esta opción no oficial. Hans Sennholz, en su obra The Underground Economy, lista como categorías principales de la actividad económica sumergida:
- la parte que evade impuestos,
- la parte que viola leyes o estándares de producción,
- la producción de beneficiarios de transferencias a los que se impide tomar parte en actividades pecuniarias (por ejemplo, perceptores de prestaciones) y
- la producción de extranjeros ilegales.
Las economías sumergidas de Europa han experimentado un gran crecimiento a lo largo de los 30 años pasados, especialmente desde que empezó la crisis. De alguna manera, el crecimiento del empleo no oficial es una respuesta empresarial a unos mercados laborales innecesariamente rígidos y a un exceso de regulación. Las evidencias sugieren que la industria en al menos dos de nuestros principales culpables se ha beneficiado de la expansión de la economía sumergida. El empleo en la creciente economía sumergida ha permitido a las empresas italianas y españolas expandir y contraer la producción más fácilmente ante las demandas del mercado.
Hay un creciente énfasis en reasignar la economía sumergida dentro de la oficial a medida que progresa la crisis de Europa. El método más comúnmente defendido implica auditorías fiscales más frecuentes y mayores multas para incentivar a los empresarios a informar de todos sus ingresos a las autoridades oficiales. El problema con una solución así es que ignora la razón central por la que existe la economía sumergida, y bien puede fortalecer su existencia.
Los empresarios operan en la economía no oficial por dos razones principales: los impuestos hacen que las transacciones oficiales no sean rentables o las regulaciones las hacen imposibles. Las amenazas de aumentar las multas monetarias no hacen nada por aliviar la primera razón, mientras que sólo una reducción en la red de normas y regulaciones reducirá la segunda.
El aumento en multas y auditorías indudablemente reduciría el tamaño de la economía sumergida. Los empresarios, incluso los sumergidos, responderían al aumento en los costes y riesgos reduciendo el ámbito de sus actividades. Esta reducción no se traducirá en un aumento en la actividad del mercado oficial. Sólo aliviando la carga regulatoria e impositiva que afrontan los empresarios estarán éstos más dispuestos a operar en la economía oficial.
En lugar de ver las economías sumergidas de Europa como algo malo, haríamos bien en empezar a verlas como lo que son: una señal importante de que las antiguas políticas intervencionistas han fracasado. Si uno ve como malas de por sí las grandes economías sumergidas, también debe considerar como malas las políticas que generaron su existencia.
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