España: Estado omnipresente
Son muchos los muros mentales que los
individuos derriban cuando cambian su concepción del mundo
(cosmovisión). Algo parecido recuerdo que me sucedió a mí cuando allá
por 1996, en un curso de verano de la entonces Cánovas del Castillo,
apareció Jesús Huerta de Soto blandiendo loas al anarcocapitalismo.
Aquello no me convirtió políticamente en nada, pero fue tal el shock
que recibí que me hizo ver que el "sistema" en que vivimos es un marco
político, o sea, humano, que normalmente asumimos por defecto, pero
que, por el contrario, hay que poner en cuestión y observar con el
máximo recelo. Ya llegaba con la idea de que el liberalismo era un buen
camino, máxime para una persona solitaria, poco gregaria y nada
"igualitarista" –en tanto observadora de la variedad de
personalidades y fines en los seres humanos–, pero el problema,
descubrí allí, es el Estado: el Estado omnipresente.
Ese Estado que recibimos por defecto penetra por todos los poros de nuestra piel y no somos conscientes de ello hasta que algún shock
derriba nuestro muro mental. Por supuesto que sabemos que está ahí,
pero lo creemos imprescindible y, sobre todo y peor aún, totalmente
neutro. Lo asumimos, en suma, como una institución en el sentido de
Menger. Como el lenguaje, las buenas (o malas) maneras, el Derecho, el
folclore, el mercado, etcétera. Muchas discusiones hay, por cierto,
respecto de si una institución que se deriva de hechos violentos se
puede concebir como tal según la visión mengeriana. A mí se me antoja
que separar lo "violento" de lo "no violento" en el origen de una
institución cuya evolución está influida por interacciones de miles de
personas a lo largo de mucho tiempo es más que difícil, pero los amigos
del sólo vale lo "blanco" o lo "negro" seguramente lo tengan más claro.
Tan sólo pensemos en los idiomas. Mucha tela que cortar...
Así que, como norma "particular",
reflexiono sobre esto como cuando los hijos, al alcanzar su pubertad,
se rebelan contra los padres (o los mayores), a quienes precisamente
increpan por educarles en el uso de unas instituciones que ellos no han
creado. Este espíritu de derrumbar muros es ideal, en especial, si se
trata de "instituciones" perversas que contribuyen a la desintegración
de los lazos pacíficos que estrecharían los seres humanos caso de
serles permitido. Hablamos de enfrentarse al poder: a aquellos que
ejerzan coacción sistemática, institucional.
Los incentivos perversos que genera el
Estado son innumerables a múltiples niveles. Que haya un 25% de
desempleo en España no se debe sólo a la crisis. Italia acaba de
alcanzar su cifra récord de casi el 11%. En Irlanda, se mueve en cerca
de un 15%, y en Portugal es de un 15,4%. Así no hay manera de que el
Estado español recaude ni de que se aligere de gastos sociales, como
las prestaciones por desempleo. Recordemos que España está en el puesto
36 del Índice de Libertad Económica (Heritage Foundation ),
por detrás de Jordania, Botswana, Georgia o Emiratos Árabes Unidos.
Creamos o no en estos índices, éste tiene la virtud de destacar
elementos clave que apuntalan la libertad económica, como son el "rule
of law" (derechos de propiedad y baja corrupción), gobierno limitado
(gasto público y libertad fiscal), eficiencia regulatoria (libertad
empresarial, laboral y monetaria) y apertura de mercados (libertad
comercial, de capitales y financiera). No nos extraña, viendo estas
categorías, estar donde estamos en España. Pensemos, por otro lado, que
el sistema productivo en España –y en cualquier otro lugar– no crea
sólo dos facciones enfrentadas: personas productivas y clase política.
Podríamos identificar al menos hasta cinco: productivos, adormecidos,
clase política, lobbies (incluyendo sindicatos, funcionarios,
etc.), parásitos. Quiénes están soportando el peso de las reformas
fiscales de "a una subida de impuestos por mes", los dos primeros
grupos. Los primeros lo harán... hasta que aguanten. Los capitales (no
sólo de ellos, sino de políticos y lobbies) ya están huyendo. Y
las personas acabarán yendo detrás de su dinero buscando mejores
destinos para crear riqueza, encontrar oportunidades y no ser
expoliados. Los adormecidos empiezan a espabilar porque la presión
derivada de su endeudamiento, los despidos y la dictadura fiscal es ya
insoportable. Sobre qué acaben haciendo, dependerá en buena medida de
qué discurso abracen en su despertar. Y en ésas estamos.
Este es un país que nunca ha querido
trabajar. Y en este país en plena liquidación, aún menos. Estamos
ante un juego de suma negativa, porque la tarta mengua a marchas
forzadas. Cada día es más pequeña. Cada día, la deuda se come más
producción presente y futura. Y la producción presente y futura, a
fecha de hoy, no deja de encogerse. Estamos ante un sálvese quien
pueda, un esquilmar a propios y extraños (a los dos primeros grupos,
principalmente) a sabiendas de que el pastel se está consumiendo. No es
de extrañar. Quien nunca ha sabido ni querido producir, siempre ha
buscado esto. Pero antaño la tarta aún parecía crecer. El statu quo estaba servido entre fuerza productiva, parásitos, lobbies
y Estado, que tenía sus arcas a rebosar. Y ahora qué pasa, los que sólo
consumen y nada producen siguen haciendo aquello en que se
especializaron tiempo atrás, pero ahora los nervios, el ansia por
trincar y las malas expectativas futuras les llevan a blandir derechos
sociales y luchar entre ellos como fieras para repartirse lo que quede
del pastel. Y los demás, a verlas venir. A buscar planes B, economías
sumergidas o lo que sea.
El Estado, históricamente, se ha movido
en varios niveles. Obviamente, no hemos llegado hasta aquí, hasta este
colapso del Estado de Bienestar, de un día para otro. En su
refundación, se trató de un estado gendarme (o "estado mínimo"),
guardián del orden público. La Revolución Americana de finales del
XVIII es un buen ejemplo de ello. Otra Revolución de la misma época, la
Revolución Francesa, sentaría los posos del segundo estado, el
estado democrático o social, que se desarrollaría enormemente ya en el
XX.
En 1913, Leon Duguit, líder de la
Escuela de Derecho Público de Burdeos, definió los servicios públicos
como: "toda actividad cuyo cumplimiento debe ser regulado, asegurado y
controlado por los gobernantes, porque es indispensable para la
realización y desarrollo de la interdependencia social y porque es de
tal naturaleza que no puede ser asegurada completamente más que por la
intervención de la fuerza gobernante". Esta definición es pertinente en
tanto da cabida a casi cualquier cosa, como ha acabado por suceder.
Se ha puesto en bandeja la legitimidad
de la tiranía a que estamos sometidos. Mientras dé el presupuesto,
mientras no se destruya absolutamente el tejido productivo y unos
puedan seguir viviendo de los otros, los tentáculos del poder lo
asumirán todo.
De esta forma, llegamos al último paso
que el Estado acabó por dar impulsado por la anterior Gran Depresión:
el "estado planificador o regulador". Controlar la moneda, intensificar
y optimizar (a ojos de la Hacienda Pública) el sistema fiscal y
dirigir la economía eran el último reducto que les permitiría penetrar
aún con más fuerza en el sistema productivo nacional y ganar tiempo
para que unos sigan viviendo de los otros, con el soporte teórico y
científico de aquello que en realidad sólo sale de las vísceras:
institucionalizar la rapiña, el colectivismo y el resentimiento ante el
éxito de nuestro vecino. De este tercer estado, surge el servicio
público de carácter económico: eléctricas, transporte, telefonía,
espacio radioeléctrico, etc. Servicios públicos, pues, son todos:
sanidad, justicia, policía, educación, pero se sumaron a los anteriores
los de carácter económico, principalmente, desde mediados del XIX,
alternando desde entonces fases de privatización, pero por medio de
sistemas concesionales, y nacionalizaciones.
A partir de aquí, el engaño, a saber,
los muros que han esculpido en nuestro cerebro en piedra, ha sido
apoteósico. Muchos se han llegado a creer que porque una empresa deje
de ser de titularidad pública ya no es servicio público, o, como los
llaman ahora para suavizar el impacto y confundir aún más, servicio de
interés general. Incluso muchos piensan que siendo ciertos servicios de
titularidad privada, pero no recibiendo transferencias públicas,
entonces ya no se puede hablar propiamente de que son monopolio legal.
La clave no es, aun siendo importante, sólo lo anterior: titularidad y
transferencias públicas. La clave para determinar que un servicio de
carácter económico está siendo ofrecido en régimen de monopolio estatal
legal es el tercer factor: la regulación. No nos olvidemos de la
tercera clase de estado: el "Estado planificador, regulador y
redistribuidor".
Esto es fundamental debido a que la
propia legislación, que en muchos casos se enmascara como leyes de
competencia, procura promover dos resultados: redistribución de la
riqueza y de la propiedad. De nuevo, limitaciones a nuestras libertades
como individuos productivos o consumidores. Piénsese en la regulación
de horarios comerciales para favorecer a los pequeños comercios. Los
hipermercados o los comercios son a priori privados (no titularidad
pública); además, no se transfiere dinero público a los pequeños
comerciantes para compensarles porque el "pez grande se come al chico".
Lo que se hace es regular en favor de los pequeños. Qué coste para el
consumidor: mucho porque no puede probar alternativas que pudieran
serle de mayor utilidad (y a menor coste). Pero qué coste para el
contribuyente: aparentemente, ninguno. Cuál es el problema entonces.
Riqueza y propiedad. Cómo se articula la distribución de la riqueza a
gran escala: se encamina de hipermercados y consumidor al pequeño
comercio. Cómo lo hace la distribución de la propiedad: los comercios
–sea el que sea– no pueden explotar su equipo capital tanto como
desearan. ¿A quién pertenece ese local en realidad?
Lo mismo si hablamos de urbanismo y los
límites a las alturas de viviendas, por ejemplo, en Madrid. O la
catalogación de suelo urbano frente a rústico. O la legislación
laboral. O la prohibición de fumar en la hostelería... O tantas y
tantas cosas. La arbitrariedad es brutal.
Y de esta arbitrariedad regulatoria que
fagocita y anquilosa todo el sistema productivo (recuérdese el Índice
de Libertad Económica) tampoco querrá la clase política desprenderse en
estas épocas de vacas exiguas. Porque sólo devolviendo propiedad y
dejando que la riqueza se encamine a sus legítimos dueños en tanto los
consumidores rubrican con sus compras una propuesta de valor exitosa
del productor, se podrá volver a la "senda del crecimiento" (según
jerga política al uso). Crecimiento que ayudaría a recaudar más y
gastar menos a la propia Administración, vaya por delante. Pero no,
seguirá exprimiendo limones (agentes productivos y despistados) hasta
que no haya una gota que extraer para mantener este cambalache de
parásitos y jetas (hasta la próxima devaluación previa salida del
euro). Estado omnipresente.
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