28 septiembre, 2012

CDR: ¿representación ciudadana o control político?

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Cdr
La caldosa hecha con leña recolectada por algunos vecinos, las banderitas colgadas a mitad de la cuadra y los gritos de ¡Viva! al llegar la medianoche. Un ritual que se repite con mayor o menor entusiasmo cada 27 de septiembre a lo largo de la Isla. Víspera del aniversario 52 de la fundación de los Comités de Defensa de la Revolución, los medios oficiales se vuelcan a conmemorarlo, un tema musical intenta enardecer a quienes forman parte de la organización con más miembros en todo el país y se desempolvan viejas anécdotas de gloria y poder. Pero más allá de esas formalidades, que se repiten idénticas cada año, se percibe que la influencia de los CDR en la vida de los cubanos va en picada. Atrás quedaron los tiempos en que todos éramos “cederistas” y los letreros -con la figura de un hombre blandiendo el machete- se veían todavía relucientes sobre las fachadas de algunas casas.

En medio del actual desvanecimiento de su protagonismo, vale preguntarse si los comités han sido más una polea de transmisión del poder a la ciudadanía que una representación de ésta ante el gobierno. Los hechos dejan espacio a pocas dudas. Desde que fueron creados en 1960, tuvieron una base eminentemente ideológica, marcadamente delatora. El propio Fidel Castro aseguró durante el discurso en que anunció su nacimiento que:

“Vamos a implantar, frente a las campañas de agresiones del imperialismo, un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria que todo el mundo sepa  quién vive en la manzana y qué relaciones tuvo con la tiranía; y a qué se dedica; con quién se junta; en qué actividades anda”.

Esas palabras del Máximo Líder ya son difíciles de encontrarlas reproducidas en su totalidad, en los sitios web o en los periódicos  de circulación nacional. En parte, porque, a pesar de su incondicionalidad al Comandante en Jefe, los actuales editores de estos espacios saben de sobra que un lenguaje así desentona totalmente en este siglo XXI. O sea, lo que parecía una enaltecida alocución revolucionaria dicha en el balcón del Palacio Presidencial, tiene a la luz de hoy todos los visos del despotismo partidista, del autoritarismo más burdo. Un Big Brother anunciado y cumplido. Si aquellas palabras movieron a  exaltación a principio de los sesenta… ahora a muchos sólo les provocan una mezcla de terror, asco y vergüenza ajena.

El lado más “dulce” de los CDR, ese que siempre se narra en los informes oficiales, habla de una fuerza popular ocupada en recolectar materia prima, ayudar en la vacunación de infantes, promover las donaciones de sangre y custodiar los barrios de la delincuencia. Dicho así, parecería un apolítico comité vecinal presto a resolver los problemas de la comunidad. Créanme que detrás de esa fachada de representatividad y solidaridad se esconde un mecanismo de vigilancia y coacción. Y no lo digo desde la lejanía de mi butaca, o desde el desconocimiento de un turista que se pasa dos semanas en La Habana. Fui de esos millones de niños cubanos que acopiamos pomos vacíos o cartones, cortamos la hierba y repartimos productos contra los mosquitos en los CDR de todo el país. Fui también de los vacunados contra la polio y hasta degusté algún que otro plato de caldosa en las fiestas de esta organización. En fin, que me crié como un pichón de cederista, aunque cuando llegué a la adultez me negué a militar dentro de sus filas. Viví todo eso y no me arrepiento, pues ahora puedo decir a conciencia y desde adentro que todos esos momentos hermosos se empequeñecen con los malos tratos, las injusticias, las delaciones y el control que nos han dejado a mí y a otros millones de cubanos los llamados comités.

Hablo de tantos jóvenes que no pudieron entrar a la universidad, en los años de mayor extremismo ideológico, por una mala opinión de su presidente del CDR. Bastaba que durante la verificación que hacía el centro escolar o laboral, algún cederista dijera que aquel individuo no era “lo suficientemente combativo” para que no fuera aceptado en un mejor empleo o en una plaza universitaria. Fueron precisamente estas organizaciones barriales las que con más fuerza organizaron los oprobiosos mítines de repudio que se cometieron en 1980 contra los cubanos que decidieron emigrar por el puerto de El Mariel. Y hoy también resultan la cantera principal de los actos represivos contra Damas de Blanco y demás disidentes. No han funcionado nunca como una fuerza aglutinadora y conciliadora de la sociedad, sino como un ingrediente fundamental en la exacerbación de la polarización ideológica, la violencia social y la creación de odios.

Recuerdo a un joven que vivía en mi barrio de Cayo Hueso, tenía el pelo largo y oía música rock. El presidente del CDR le hizo la vida tan difícil, lo acusó de tantas atrocidades por el simple hecho de querer mostrarse tal y como era, que finalmente terminó preso por “peligrosidad predelictiva”. Hoy, aquel intransigente vive con su hija en Connecticut, después de haber tirado por el lodo la vida y el prestigio del frikie de mi cuadra y de otros tantos. También me consta que varios grandes negociantes del mercado ilegal asumían algún cargo en los comités para usarlo como tapadera a sus actividades ilícitas. Tantos que llevaban el “frente de vigilancia” y eran a su vez los más grandes revendedores de tabaco, gasolina o alimentos de la zona. Salvo raras excepciones, no conocí personas éticamente alabables que dirigieran un CDR. Más bien primaban en ellos las bajas pasiones humanas: la envidia ante el que podía prosperar un poco más, el resentimiento por el que había logrado crear una familia armoniosa, tirria hacia el que recibía remesas de sus parientes en el extranjero, ojeriza para todos los que decían sus opiniones con sinceridad. Esos dobleces, esa ausencia de valores y esa acumulación de rencores han sido una de las causas fundamentales de la caída en desgracia de los CDR.

Porque la gente se cansa de esconder la bolsa para que el vecino delator no la vea desde su balcón. La gente se cansa de que frente a su casa el gastado cartel con una figura de amenazante machete sea la fuente de parte de su falta de libertad cotidiana. La gente se cansa de pagarle una cotización a una organización que en los momentos en que se le necesita se pone del lado del patrón, del estado, del partido. La gente se cansa de 52 aniversarios, unos tras otros, como un deja vú gastado y pesadillesco. La gente se cansa. Y la forma de expresar ese cansancio es con una bajísima asistencia a las reuniones de los CDR, dejando de ir a las guardias nocturnas para “patrullar” las cuadras, incluso evitando ir a tomarse la –cada vez más desabrida- caldosa de la noche del 27 de septiembre.

Si quedan dudas de por qué la gente se cansa, vayamos al propio discurso de Fidel Castro en aquella jornada de 1960, cuando reveló desde el primer momento el objetivo de su torva criatura: “Vamos a establecer un sistema de vigilancia colectiva. ¡Vamos a establecer un sistema de vigilancia revolucionaria colectiva!"

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