28 septiembre, 2012

Foro de desunión

 

El presidente Barack Obama se dirige a los líderes mundiales en la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, el martes pasado.
El presidente Barack Obama se dirige a los líderes mundiales en la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, el martes pasado.
Spencer Platt / Getty Images
Como todos los años en esta fecha, la ciudad de Nueva York se congestiona más de lo usual con la presencia de delegaciones diplomáticas de todo el mundo que acuden a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta vez asisten más de 120 jefes de Estado o de gobierno que, si bien no lo hacen al mismo tiempo (como ocurrió en 1995 para la celebración del cincuentenario del organismo internacional), aumentan necesariamente las horas de trabajo de la policía neoyorquina y del Servicio Secreto de Estados Unidos, encargado este último de la protección del presidente y de los líderes de otros países que vengan de visita. Aunque la ONU tiene fueros de extraterritorialidad, no cuenta con recursos y personal para el gran despliegue policial que exigen las sesiones de la magna asamblea.


Esta cita anual, sin embargo, sirve para resaltar algo que contradice el espíritu mismo de la institución: la ausencia de un consenso mundial para la garantía del entendimiento y la paz ente las naciones. Pese a la vigencia de protocolos internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos, de la cual casi todos los miembros de la ONU son signatarios, el empequeñecimiento del planeta, gracias a la rapidez de los medios de comunicaciones y transporte, ha servido para resaltar las profundas diferencias que perviven en la llamada “aldea global”. La occidentalización del mundo –de la cual la ONU ha sido por décadas la primera avanzada– encuentra una creciente resistencia en otras culturas, sobre todo en las sociedades donde predomina el Islam.
Una buena muestra de estas diferencias ha sido el discurso –ante la Asamblea General– del presidente Obama este martes, en el cual hizo una defensa de la libertad de expresión como un ingrediente consubstancial de la democracia, y el de los presidentes de Egipto, Yemen e Irán al día siguiente, desde el mismo podio, en el que reafirmaron los límites de esa libertad cuando agrede o profana personas, símbolos o creencias religiosas. Las diferencias no pueden ser más obvias y el portazo a los valores de Occidente se produce en el mismo ámbito donde se han propuesto por más de 60 años como regla de las naciones.
Si la comunidad internacional hiciera suyos estos límites a la libertad de expresión que reclaman los líderes del mundo árabe (incluso los presidentes de sus neo democracias) equivaldría a respaldar la intolerancia que extendería rápidamente esos límites a otras personas, símbolos o creencias, no importa cuan seculares puedan ser. Si Mahoma es respetable, ¿por qué no puede serlo también Mao, a quien todavía veneran en China a pesar de haber sido un genocida, o Madonna, o Justin Beaver, que tienen más seguidores fanáticos de los que en su época tuviera el profeta? Si el Corán es sagrado e incuestionable, ¿por qué no ha de serlo también la Constitución de los Estados Unidos o incluso el libro Etiquette de Emily Post, que es una biblia para los que siguen ciertas normas de urbanidad? Aducir que hay algo más sagrado a lo que la libertad de expresión deba subordinarse –con mayores restricciones de las que ya dicta la convivencia civilizada– sería legitimar la mordaza de las tiranías y consagrarla como un principio respetable, en lugar de juzgarla como hasta ahora hacen las sociedades más adelantadas: una rémora de la barbarie y del atraso.
El conflicto entre Occidente y el Islam hace crisis precisamente por el acercamiento que propician la celeridad de las comunicaciones, las mismas que son responsables de los recientes brotes de subversión contra el despotismo en el mundo árabe. Optar por la democracia, como han hecho egipcios, tunecinos y yemeníes, es optar por Occidente donde ese sistema se inventó, se propagó y se impuso; y, en consecuencia, por el repertorio de libertades que le acompañan, la libertad de expresión la primera de ellas, que ninguna sociedad puede dejar de respetar si quiere ser auténticamente democrática y que, por lo visto, es mucho más difícil de aprender que la elección de candidatos mediante el voto. Desafortunadamente, las Naciones Unidas, pese a sus numerosas agencias y su gigantesco presupuesto, sirve para probar, una vez más, el mito de esta unión concebida en base a una inexistente igualdad. La intolerancia bárbara y la tolerancia civilizada no hablan el mismo lenguaje aunque compartan el mismo salón o quieran acercarse mediante cachivaches electrónicos.

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