30 septiembre, 2012

Tender a subir, o subir a tender



Tender a subir, o subir a tender
 
Fernando Amerlinck

Hay personas y familias que con el paso del tiempo tienden a subir, mientras que otras suben a tender. Eso que dice un amigo mío lo aplico a los países: algunos parecen nacidos para perder y otros parecen destinados al éxito.

Pensar así tiene un tufo a predestinación. Y me niego a ella porque soy liberal (sostengo el valor supremo de la libertad individual). Rechazo las condenas históricas, receta infalible para tropezarse en la misma piedra babosa, precipitarse al mismo bache, retozar en iguales demagogias; siempre con la esperanza pequeñita de que si hago lo mismo de siempre, ya no fracasaré (como siempre).
 
La libertad rompe ese ciclo perverso. La libertad no hace milagros; sólo tiene consecuencias. Varios países subieron al primer mundo en una generación. En mi niñez Alemania y Japón estaban hechos jirones y Corea era un solo país, atrasadísimo. En mi juventud Corea del Sur era muy inferior a México, y la banca mexicana era mejor que la española. China era un muy cultural campo de concentración. Defecaban en los elevadores los habitantes de un puerto mugroso llamado Singapur, tan ingobernable que Malasia lo expulsó en 1965. Y como dijo Kundera, media Europa estaba secuestrada.

Al revés, Argentina fue muy próspera hasta que llegaron los Perón, y Cuba competía con ventaja en América hasta que se hizo “territorio libre”. Estados Unidos le prestaba a todo el mundo y su moneda estaba ligada fijamente al oro; hoy es el mayor falsificador de la historia, y es con mucho el mayor deudor.

Busco un denominador común para esos casos de éxito y fracaso, y no me cuesta encontrarlo: la libertad, inseparable de la responsabilidad. La pequeña idea paralela de la libertad es el relajo, el desmadre, la falta de seriedad. Ningún pueblo es grande si es irresponsable; si no se respeta a sí mismo ni respeta el derecho ajeno; si no da valor a la palabra dicha y escrita. Quien decae lo hace tras perder la dignidad, el decoro y los valores que le habían dado sustento.

Hablo también de la libertad aplicada a las cosas: la propiedad privada. Y la propiedad sobre las obras, creaciones e inventos sólo es posible en un estado de derecho (que NO es lo mismo que un estado con leyes, si desde policías hasta jueces las incumplen o toman entre los dientes). En un estado de derecho se gobierna con la Ley, con L de Libertad.

En Inglaterra —precursora en casi todo desde hace cuatro siglos— no inventaron las patentes pero sí las pusieron en práctica por ley en un ambiente de respeto a la palabra. A partir de 1624 se protegieron los derechos de propiedad intelectual, que luego de 1750 convirtieron a ese gran país en un hervidero de inventores e innovadores; de molinos, fabricas y talleres; de constructores de canales y puentes, trenes y barcos. Vino la única revolución útil para su pueblo: la industrial.

No había allí gente más inteligente que en Francia, Holanda o Alemania. En Francia los inventores hacían juguetitos, cajas de música y mecanismos automáticos para disfrute de los rectores de la invención: la realeza, la corte. En Inglaterra los inventores pusieron platos en la mesa de la gente, ropa en su cuerpo, comida y bienes provenientes de todo el mundo. Se mejoró drásticamente la condición material de todo un pueblo, y del planeta. Lo narra bellamente Jacob Bronowski (The Ascent of Man, BBC, 1974).

El valor incomparable de la libertad pertenece al único soberano en una sociedad civilizada: el individuo. No hay “soberanía nacional” donde un soberano es rector de la acción ajena. Los acólitos del culto soberanista —religión que se profesa en plazas públicas y cámaras legislativas— han llenado de piedras leyes y reglamentos, hacen planes de desarrollo y cobran carísimo su “servicio público” de rectoría que estorba la auténtica soberanía: la individual.

La receta del éxito sólo la ignoran los economistas keynesianos: permitir la libre acción humana, sin excesivos impuestos ni estorbos, ni intervención extralógica de las instancias estatales, manipulación de la moneda, y necesidad de que un burócrata dé permiso discrecional de trabajar, invertir y arriesgar. ¿Son acaso mérito estatal los podios del Checo Pérez, los atletas paralímpicos, los tenores mexicanos, las exportadoras de coches, los estudios de Gabriel Zaid, Ernesto de la Peña y Raúl Ortiz, y cien etcéteras? ¿No son, más bien, mérito individual logrado con independencia o hasta a pesar del gobierno?

Se abre una esperanza y espero que no sólo sea sueño. Nada deseo más para Peña que el éxito. Su gobierno podría significar un eslabón en el camino de México, si se limita a no estorbar; no meter la mano de más en el bolsillo del pueblo contribuyente; no endeudar; no privilegiar a nadie (dijo que no tendrá amigos). Nada mejor esperaría de Peña, que implantar como política nacional una divisa:

LIBERAR LA ENERGÍA CREADORA DE LOS MEXICANOS

Una política nacional de libertad nos puede convertir, en una generación, en un país decente en dónde vivir. Ya con nuestra estabilidad económica, un México sin estorbos oficiales puede ser una potencia sostenible y crecer aceleradamente. Está en sus manos, y también en las del Legislativo, donde su partido sabe imponer mayorías. Si una política liberal no se transforma en instituciones incluyentes de mercado que estimulen la innovación e inviertan en el talento y habilidades de la gente, de poco servirá (Daron Acemoglu, Why nations fail, Crown, 2012).

Si bien no es omnipotente, el ámbito de acción de un presidente es colosal. Si Enrique Peña logra transformaciones hacia la libertad del mexicano, podrá ser de los mejores mandatarios que hayamos tenido. Pero si no…

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