Roberto Gil Zuarth*
“Me
siento como Sísifo: empujando la piedra hacia la cima de la montaña para
luego volver a empezar”. Con esa voz trémula, frágil y profundamente
cálida que lo acompañaría en sus últimos días, Alonso me explicaba,
pocos días antes de su cumpleaños, la difícil prueba de voluntad a la
que se sometía para enfrentar su enfermedad. Cuando parecía derrotarla,
regresaba inclemente una y otra vez. Pero Alonso volvía a emprender la
marcha cima arriba. Ese ejemplo quiso dejar hasta al final: la
conciencia de una lucha, la libertad que da un propósito.
Alonso siempre tuvo un gis en la
mano. Era, ante todo, un universitario: un hombre entregado a su
vocación pedagógica sin otro límite que su curiosidad. No perdía ocasión
para explicar la evolución de una institución, la racionalidad de un
modelo, el peso de un personaje en el devenir de los acontecimientos.
Celoso del dato que pusiera a prueba la validez de un argumento, Alonso
nunca cedió a la pretensión de explicar los hechos políticos desde la
abstracción cuantitativa. Creía que la historia era la gran institutriz
de la política. Por ahí empezaba siempre a desentrañar su objeto de
estudio. Se sumergía en los sucesos con el rigor del biólogo. No había
para él detalle irrelevante por contingente que fuese. El sitio de una
tribuna incidía en el diálogo político tanto o más que la disposición de
las personas. Creía que la función de las instituciones era modelar los
comportamientos humanos, y por eso se ocupaba en develar sus
engranajes. Pero su intención no era meramente descriptiva sino moral:
entender a las instituciones era el primer paso para cambiarlas y
orientarlas a fines socialmente útiles.
Y a cambiar instituciones dedicó
buena parte de su vida profesional. Vivió la transición democrática
desde el escritorio del académico. No tengo duda de que le hubiera
gustado vivirla desde la política. Explicó la transición como un largo y
gradual proceso de institucionalización de la pluralidad sin la
recurrente y maniquea anteojera de creer que el cambio político tenía
propietarios. Por el contrario, afirmaba que el arribo de la democracia
era una contribución colectiva y, por tanto, que su consolidación era
deber de todos. Alonso era eso, un demócrata militante, en la academia
y en la política. Sabía apartarse de sus afinidades al momento de
decidir un caso, lo mismo como autoridad electoral que como responsable
de la transparencia. Sentía el deber de medir las implicaciones de cada
circunstancia y de razonar sus posiciones. Tenía convicciones firmes,
las defendía con las formas de un caballero decimonónico, pero siempre
las sometía al ácido de la ética de la responsabilidad. Estaba
convencido de que la deliberación era el antídoto a la parcialidad y a
las limitaciones del conocimiento. Debatía para convencer y escuchaba
para aprender. Nunca renunciaba a convencer o a ser convencido, a cruzar
la brecha que lo separaba de las convicciones del otro, a aceptar que
quizá no tenía razón, a pactar un equilibrio que dejara razonablemente
satisfechas a las partes. Alonso era también eso, un parlamentario fuera
del parlamento.
Alonso siempre será la mejor
expresión de la identidad panista, de esa identidad que aprecia la
libertad y que aspira a la justicia. Conocía como pocos la historia del
partido y por eso estaba convencido de su futuro. Insistía
recurrentemente en que el partido había dejado de hacer política hacia
adentro. Y él no entendía a la política como confrontación, sino
precisamente como el instrumento civilizatorio para superarla. Nuestro
mayor problema, decía, es que nos hemos vuelto perezosos: hemos
renunciado a fijarnos un propósito común, a debatir y entendernos entre
nosotros. Se fue con la convicción de que los mejores días del PAN están
por venir. Y, estoy seguro, se fue con la nostalgia de no poder ser
parte de ellos.
Albert Camus encontraba la
conciencia del ser humano en ese breve instante en que la piedra vuelve a
rodar cima abajo. Sísifo sabe que su destino le pertenece, que es dueño
de sus días. “La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un
corazón de hombre”. Y como Camus imaginó a Sísifo, hay que imaginarse a
Alonso Lujambio feliz.
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