01 octubre, 2012

Alonso Lujambio

Roberto Gil Zuarth*

“Me siento como Sísifo: empujando la piedra hacia la cima de la montaña para luego volver a empezar”. Con esa voz trémula, frágil y profundamente cálida que lo acompañaría en sus últimos días, Alonso me explicaba, pocos días antes de su cumpleaños, la difícil prueba de voluntad a la que se sometía para enfrentar su enfermedad. Cuando parecía derrotarla, regresaba inclemente una y otra vez. Pero Alonso volvía a emprender la marcha cima arriba. Ese ejemplo quiso dejar hasta al final: la conciencia de una lucha, la libertad que da un propósito.

Alonso siempre tuvo un gis en la mano. Era, ante todo, un universitario: un hombre entregado a su vocación pedagógica sin otro límite que su curiosidad. No perdía ocasión para explicar la evolución de una institución, la racionalidad de un modelo, el peso de un personaje en el devenir de los acontecimientos. Celoso del dato que pusiera a prueba la validez de un argumento, Alonso nunca cedió a la pretensión de explicar los hechos políticos desde la abstracción cuantitativa. Creía que la historia era la gran institutriz de la política. Por ahí empezaba siempre a desentrañar su objeto de estudio. Se sumergía en los sucesos con el rigor del biólogo. No había para él detalle irrelevante por contingente que fuese. El sitio de una tribuna incidía en el diálogo político tanto o más que la disposición de las personas. Creía que la función de las instituciones era modelar los comportamientos humanos, y por eso se ocupaba en develar sus engranajes. Pero su intención no era meramente descriptiva sino moral: entender a las instituciones era el primer paso para cambiarlas y orientarlas a fines socialmente útiles.
Y a cambiar instituciones dedicó buena parte de su vida profesional. Vivió la transición democrática desde el escritorio del académico. No tengo duda de que le hubiera gustado vivirla desde la política. Explicó la transición como un largo y gradual proceso de institucionalización de la pluralidad sin la recurrente y maniquea anteojera de creer que el cambio político tenía propietarios. Por el contrario, afirmaba que el arribo de la democracia era una contribución colectiva y, por tanto, que su consolidación era deber de todos. Alonso era eso, un demócrata militante, en la academia y en la política. Sabía apartarse de sus afinidades al momento de decidir un caso, lo mismo como autoridad electoral que como responsable de la transparencia. Sentía el deber de medir las implicaciones de cada circunstancia y de razonar sus posiciones. Tenía convicciones firmes, las defendía con las formas de un caballero decimonónico, pero siempre las sometía al ácido de la ética de la responsabilidad. Estaba convencido de que la deliberación era el antídoto a la parcialidad y a las limitaciones del conocimiento. Debatía para convencer y escuchaba para aprender. Nunca renunciaba a convencer o a ser convencido, a cruzar la brecha que lo separaba de las convicciones del otro, a aceptar que quizá no tenía razón, a pactar un equilibrio que dejara razonablemente satisfechas a las partes. Alonso era también eso, un parlamentario fuera del parlamento.
Alonso siempre será la mejor expresión de la identidad panista, de esa identidad que aprecia la libertad y que aspira a la justicia. Conocía como pocos la historia del partido y por eso estaba convencido de su futuro. Insistía recurrentemente en que el partido había dejado de hacer política hacia adentro. Y él no entendía a la política como confrontación, sino precisamente como el instrumento civilizatorio para superarla. Nuestro mayor problema, decía, es que nos hemos vuelto perezosos: hemos renunciado a fijarnos un propósito común, a debatir y entendernos entre nosotros. Se fue con la convicción de que los mejores días del PAN están por venir. Y, estoy seguro, se fue con la nostalgia de no poder ser parte de ellos.
Albert Camus encontraba la conciencia del ser humano en ese breve instante en que la piedra vuelve a rodar cima abajo. Sísifo sabe que su destino le pertenece, que es dueño de sus días. “La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre”. Y como Camus imaginó a Sísifo, hay que imaginarse a Alonso Lujambio feliz.

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