27 octubre, 2012

Lecciones de campaña

Lecciones de campaña

Por Alvaro Vargas Llosa
La Tercera me pide, con ocasión de las elecciones municipales de este domingo en Chile, algunas reflexiones sobre mi experiencia en campañas electorales. No es fácil: a diferencia de lo que sucede cuando se echa una mirada retrospectiva a algo, una campaña es por definición una actividad sin secuencia lógica ni orden evidente, un pulso constante entre lo que se tiene planeado y lo que se ejecuta, un balancín emocional en la que uno tiene mucho menos gobierno de las cosas de lo que cree. El problema con extraer lecciones perfectas de una campaña es que ninguna es igual a otra: una campaña no se construye en el laboratorio, sino en la historia en movimiento por tanto tiene poco valor predictor. 

Hecha esta salvedad, vayamos al grano. Me ha tocado participar de forma activa en tres campañas. En las tres hubo elementos de movilización cívica que desembocaron en campaña electoral o se confundieron con ella. En el primer caso, la campaña de mi padre en 1990 fue la prolongación de una de una gran movilización cívica contra la estatización de la banca y las compañías de seguros decretada por el entonces Presidente, Alan García. En la segunda, me tocó acompañar a Alejandro Toledo hasta el triunfo de la primera vuelta en 2001 (me aparté de él en la segunda). Nuestros caminos se habían juntado cuando un año antes el gobierno de Fujimori cometió un fraude electoral contra él y su candidatura se convirtió en un movimiento de resistencia ciudadana. En el último caso, me tocó apoyar a Ollanta Humala en la segunda vuelta porque su candidatura se convirtió -la convertimos- en un movimiento de salvataje de una democracia que corría el riesgo de debilitarse si volvía al poder el fujimorismo. No había pasado el suficiente tiempo desde los años 90 para que eso fuera moralmente aceptable y la candidata, Keiko Fujimori, con mucha diferencia lo mejor que tiene el fujimorismo, estaba rodeada de personas cuya sola presencia contradecía su promesa de hacer un gobierno muy distinto.
La primera lección que aprendí es que no hay campaña ganada o perdida de antemano. Mi padre tenía la elección “ganada” y la perdió en el último momento. Toledo inició su cruzada contra Fujimori con 10 por ciento en las encuestas y lo que tenía al frente no era un gobierno fuerte, sino una mole de cemento que parecía imposible de derribar. Humala se pasó toda la segunda vuelta debajo de Keiko Fujimori en las encuestas (con la excepción de una sola encuestadora) y el “establishment” peruano, casi unánimemente reunido en torno a la candidatura fujimorista, daba por descontada la victoria de Keiko.
El electorado no tiene, en general, profundas convicciones programáticas, principios republicanos de gobierno o sesudas ideas políticas. Tiene más bien intuiciones, ilusiones, temores y muchas nociones recibidas que no han sido necesariamente procesadas. Todo ello le da un sentido frágil -por tanto influenciable- de qué le conviene más. Estirando un poco las cosas, podría decirse que el electorado se parece a un niño. Es maleable, se lo puede asustar o encandilar con relativa facilidad, y la clave está en ganarse su confianza, como hace el extraño que llega a una casa y es recibido por los hijos de la dueña de casa con una mezcla de rechazo protector (desconfianza) y curiosidad por saber si esa presencia le puede traer algo bueno (confianza). Esta es la razón por la que digo que ninguna campaña está “ganada” o “perdida” de antemano. Todo lo que uno hace refuerza o debilita esa desconfianza inicial con que la niña o el niño lo recibe a uno.
La segunda lección clave es que no hay candidato pequeño. Es cierto que esta verdad se aplica más a los países poco institucionalizados que a aquellos, por ejemplo Estados Unidos, donde hay una tradición de partidos fuertes. Pero incluso en Estados Unidos si bien es difícil para un candidato pequeño romper el bipartidismo, se han dado muchos casos de candidatos pequeños que pusieron de cabeza las primarias de ambos partidos. En países menos institucionalizados, esta verdad es del tamaño de una catedral. En 1990 Fujimori parecía pequeño, hasta que se coló en la segunda vuelta. En el año 2000 Toledo parecía pequeño hasta que fue necesario un fraude para impedir su triunfo (luego fue candidato en 2001 al caer Fujimori y ganó). En 2011 Humala parecía pequeño: cuando empezó la carrera, pocos sospechaban que pasaría a la segunda vuelta. ¿Por qué no hay candidato pequeño? Esencialmente porque los electores no tienen que justificar ante un tribunal la razón de sus preferencias. En otras palabras: porque tienen garantizada la impunidad. Ya lo sé: si uno elige mal, paga el precio del mal gobierno. Pero esa culpa está diluida entre muchos electores. El elector individual permanece impune.
La tercera lección es que quien mejor simplifica es quien mejor comunica. El exceso de ideas y de propuestas, y el exceso de explicaciones, suelen tener dos efectos: multiplican los blancos contra los cuales pueden disparar los adversarios y desconcentran el electorado. Dos o tres propuestas -dos o tres ideas- bastan. Hay que tener muchas más, desde luego, pero no para convertirlas en protagonistas de la campaña, sino del gobierno (y sobre todo tener preparados a los equipos para llevarlas a cabo). Hay que huir a toda costa de la tentación de convertir la campaña en una universidad. En 1990 teníamos la idea de hacer pedagogía y de obtener un mandato popular para un conjunto de reformas muy difíciles de realizar. Craso error: no hubo propuesta que no fuese caricaturizada eficazmente y cuya explicación y defensa no nos abriera nuevos frentes. Nos sobraron ideas y nos faltaron símbolos.
En la campaña de Toledo en 2001, en cambio, la idea fuerza era simple: la reconstrucción democrática. En la segunda vuelta de Humala había dos ideas fuerza: la inclusión social (un puñado de programas sociales que el candidato repitió hasta el cansancio) y la “hoja de ruta”, básicamente un compromiso de moderación ideológica.
La cuarta lección es que la política es la gestión de los egos. Con pocas excepciones, los que participan en una campaña juegan un juego de poder, incluso si se trata de una campaña con escasas posibilidades. Es un error común creer que el poder llega cuando se gana. No: el poder es la materia prima de la campaña mucho antes de llegar (o perder). Nadie que quiera ganar puede darse el lujo de administrar mal los egos de quienes pululan por allí. ¿Qué debe hacer? Diría que debe hacerles creer que son más poderosos de lo que en realidad son, pero nunca dejar que esa percepción de sí mismos acabe generando tantos celos en los demás que la explosión de las rivalidades eche al traste todo el esfuerzo.
La quinta lección tiene que ver con los escándalos. No hay campaña sin escándalo. ¿Cómo manejarlos? En general, a menos que no tengan ninguna posibilidad de crecer, enfrentándolos directamente. Uno siempre prefiere ignorarlos, porque le parecen injustos y porque ve la mala intención del adversario y sus aliados. Pero el riesgo es siempre que la evasiva dé más vida de la necesaria al asunto en cuestión. En 2001, hice lo posible, primero en privado y luego en público, para que Alejandro Toledo, a quien sus adversarios acusaban de tener una hija no reconocida, admitiera la verdad y la reconociera. Esto me enemistó con muchos de su entorno, que querían eludir el tema aduciendo que su origen -una acusación orquestada por el jefe del espionaje de Fujimori, Vladimiro Montesinos- la descalificaba. El asunto estuvo cerca de descarrilar la campaña y tuvo un costo político para Toledo, a quien Alan García estuvo muy cerca de ganarle la segunda vuelta. Es más: el delicado asunto siguió minando su figura, al punto que ya en el gobierno Toledo no tuvo más remedio que aceptar la verdad, porque afectaba la gobernabilidad.
La sexta lección es que toda crisis es una oportunidad. Lo corriente, en una crisis de campaña, es ofuscarse, buscar un culpable, querer cambiarlo todo o entercarse y no querer ajustar nada. La pregunta, en una campaña que entra en crisis por una revelación, un movimiento espectacular del adversario o un error grave del candidato propio, debe ser: ¿cuál es el ángulo en todo esto que encierra para mí una oportunidad de mostrar ciertos atributos de estadista que el electorado no ha podido ver en mí todavía? A Ollanta Humala lo acusaron de todo durante la segunda vuelta: de matar, robar, mentir, conspirar. Nunca perdió la templanza: dio la sensación de que tenía condiciones psicológicas y anímicas para procesar la adversidad con temperamento firme.
La séptima lección es que hay que elegir muy bien las peleas. En 1990, Alan García, que temía posibles investigaciones a su gestión si mi padre llegaba al poder, intervino en respaldo de Fujimori muy abiertamente, volcando al Estado a su favor. Ante lo que parecía meses antes de las elecciones la “inevitabilidad” del triunfo de mi padre, García, que no podía ser candidato, decidió que los adversarios de mi padre no podían frenarlo y por tanto empezó a provocar pleitos con él. Mi padre cometió el error de distraerse en esos pleitos, atacando a García cada vez que éste le daba ocasión. Nunca hay que polemizar directamente con nadie que no sea tu contendiente directo. En las elecciones del año pasado en el Perú, Alejandro Toledo, que intentó ser presidente por segunda vez, cometió el mismo error, enfrascándose en polémicas con personajes menores del gobierno de Alan García. Dicho esto, tampoco quiere decir que haya que estar constantemente atacando al adversario verdadero, otra tentación de toda campaña. En la primera vuelta de las últimas elecciones, una de las cosas que mejor sirvió los planes de Humala fue que se mantuvo al margen de toda pelea: mientras sus rivales se trenzaban a golpes verbales, él trotaba (literalmente) por el Perú. Hay que saber cuándo y con quién se pelea.
La octava y última lección es que la prensa no gana elecciones. No hay candidatura que esté contenta con la prensa. Mejor así: lo contrario sería peligroso. No digo con esto que no tenga influencia alguna. La tiene en sentido negativo: la percepción crítica de una figura pública puede acentuarse mucho gracias a (por culpa de) la prensa. Esto puede dificultarle mucho al agraviado o agraviada el proceso de revertir la mala percepción. Pero lo importante es esto: si el público nota una diferencia sustancial entre lo que la propaganda dice de uno y lo que uno proyecta cuando habla o actúa, el problema no será grave. Por eso Toledo pudo obtener la mitad de los votos en 2000, la elección del fraude, cuando Fujimori estaba en el poder y tenía a los medios a su servicio (no confundir con la elección de 2001, una vez caído Fujimori). Lo mismo pasó con Humala en la segunda vuelta el año pasado. Tener a la prensa en contra es grave cuando uno refuerza, con sus hechos y dichos, el estereotipo. De lo contrario, no hay mucho que temer. Recientemente, Romney se ha colocado en posición de ganar las elecciones estadounidenses a pesar de que tiene a la mayor parte de la prensa en contra. ¿Por qué? Porque en los debates proyectó una figura que se parecía poco a la que en los meses anteriores la propaganda del presidente había dibujado de él (un elitista que desprecia a la clase media y un fanático oscurantista).
Dicho todo esto, es importante recordar que no hay ciencia electoral. Los “expertos” lo son sólo a medias y se equivocan tanto como aciertan. Una candidatura exitosa tiene siempre algo de magia, de fenómeno ajeno a toda comprensión racional y explicación lógica. Esto es a un tiempo terrible y hermoso. Puede engendrar monstruos, como en el grabado de Goya, o catapultar a estadistas visionarios. Pero probablemente evitar algunos de los errores mencionados -lo que es mucho más fácil de decir que de hacer- ayude a limitar parcialmente las posibilidades de perder.

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