Lecciones de campaña
Por Alvaro Vargas Llosa
La Tercera me pide, con ocasión de las elecciones municipales de
este domingo en Chile, algunas reflexiones sobre mi experiencia en
campañas electorales. No es fácil: a diferencia de lo que sucede cuando
se echa una mirada retrospectiva a algo, una campaña es por definición
una actividad sin secuencia lógica ni orden evidente, un pulso constante
entre lo que se tiene planeado y lo que se ejecuta, un balancín
emocional en la que uno tiene mucho menos gobierno de las cosas de lo
que cree. El problema con extraer lecciones perfectas de una campaña es
que ninguna es igual a otra: una campaña no se construye en el
laboratorio, sino en la historia en movimiento por tanto tiene poco
valor predictor.
Hecha esta salvedad, vayamos al grano. Me ha tocado participar de
forma activa en tres campañas. En las tres hubo elementos de
movilización cívica que desembocaron en campaña electoral o se
confundieron con ella. En el primer caso, la campaña de mi padre en 1990
fue la prolongación de una de una gran movilización cívica contra la
estatización de la banca y las compañías de seguros decretada por el
entonces Presidente, Alan García. En la segunda, me tocó acompañar a
Alejandro Toledo hasta el triunfo de la primera vuelta en 2001 (me
aparté de él en la segunda). Nuestros caminos se habían juntado cuando
un año antes el gobierno de Fujimori cometió un fraude electoral contra
él y su candidatura se convirtió en un movimiento de resistencia
ciudadana. En el último caso, me tocó apoyar a Ollanta Humala en la
segunda vuelta porque su candidatura se convirtió -la convertimos- en un
movimiento de salvataje de una democracia que corría el riesgo de
debilitarse si volvía al poder el fujimorismo. No había pasado el
suficiente tiempo desde los años 90 para que eso fuera moralmente
aceptable y la candidata, Keiko Fujimori, con mucha diferencia lo mejor
que tiene el fujimorismo, estaba rodeada de personas cuya sola presencia
contradecía su promesa de hacer un gobierno muy distinto.
La primera lección que aprendí es que no hay campaña ganada o perdida
de antemano. Mi padre tenía la elección “ganada” y la perdió en el
último momento. Toledo inició su cruzada contra Fujimori con 10 por
ciento en las encuestas y lo que tenía al frente no era un gobierno
fuerte, sino una mole de cemento que parecía imposible de derribar.
Humala se pasó toda la segunda vuelta debajo de Keiko Fujimori en las
encuestas (con la excepción de una sola encuestadora) y el “establishment” peruano, casi unánimemente reunido en torno a la candidatura fujimorista, daba por descontada la victoria de Keiko.
El electorado no tiene, en general, profundas convicciones
programáticas, principios republicanos de gobierno o sesudas ideas
políticas. Tiene más bien intuiciones, ilusiones, temores y muchas
nociones recibidas que no han sido necesariamente procesadas. Todo ello
le da un sentido frágil -por tanto influenciable- de qué le conviene
más. Estirando un poco las cosas, podría decirse que el electorado se
parece a un niño. Es maleable, se lo puede asustar o encandilar con
relativa facilidad, y la clave está en ganarse su confianza, como hace
el extraño que llega a una casa y es recibido por los hijos de la dueña
de casa con una mezcla de rechazo protector (desconfianza) y curiosidad
por saber si esa presencia le puede traer algo bueno (confianza). Esta
es la razón por la que digo que ninguna campaña está “ganada” o
“perdida” de antemano. Todo lo que uno hace refuerza o debilita esa
desconfianza inicial con que la niña o el niño lo recibe a uno.
La segunda lección clave es que no hay candidato pequeño. Es cierto
que esta verdad se aplica más a los países poco institucionalizados que a
aquellos, por ejemplo Estados Unidos, donde hay una tradición de
partidos fuertes. Pero incluso en Estados Unidos si bien es difícil para
un candidato pequeño romper el bipartidismo, se han dado muchos casos
de candidatos pequeños que pusieron de cabeza las primarias de ambos
partidos. En países menos institucionalizados, esta verdad es del tamaño
de una catedral. En 1990 Fujimori parecía pequeño, hasta que se coló en
la segunda vuelta. En el año 2000 Toledo parecía pequeño hasta que fue
necesario un fraude para impedir su triunfo (luego fue candidato en 2001
al caer Fujimori y ganó). En 2011 Humala parecía pequeño: cuando empezó
la carrera, pocos sospechaban que pasaría a la segunda vuelta. ¿Por qué
no hay candidato pequeño? Esencialmente porque los electores no tienen
que justificar ante un tribunal la razón de sus preferencias. En otras
palabras: porque tienen garantizada la impunidad. Ya lo sé: si uno elige
mal, paga el precio del mal gobierno. Pero esa culpa está diluida entre
muchos electores. El elector individual permanece impune.
La tercera lección es que quien mejor simplifica es quien mejor
comunica. El exceso de ideas y de propuestas, y el exceso de
explicaciones, suelen tener dos efectos: multiplican los blancos contra
los cuales pueden disparar los adversarios y desconcentran el
electorado. Dos o tres propuestas -dos o tres ideas- bastan. Hay que
tener muchas más, desde luego, pero no para convertirlas en
protagonistas de la campaña, sino del gobierno (y sobre todo tener
preparados a los equipos para llevarlas a cabo). Hay que huir a toda
costa de la tentación de convertir la campaña en una universidad. En
1990 teníamos la idea de hacer pedagogía y de obtener un mandato popular
para un conjunto de reformas muy difíciles de realizar. Craso error: no
hubo propuesta que no fuese caricaturizada eficazmente y cuya
explicación y defensa no nos abriera nuevos frentes. Nos sobraron ideas y
nos faltaron símbolos.
En la campaña de Toledo en 2001, en cambio, la idea fuerza era
simple: la reconstrucción democrática. En la segunda vuelta de Humala
había dos ideas fuerza: la inclusión social (un puñado de programas
sociales que el candidato repitió hasta el cansancio) y la “hoja de
ruta”, básicamente un compromiso de moderación ideológica.
La cuarta lección es que la política es la gestión de los egos. Con
pocas excepciones, los que participan en una campaña juegan un juego de
poder, incluso si se trata de una campaña con escasas posibilidades. Es
un error común creer que el poder llega cuando se gana. No: el poder es
la materia prima de la campaña mucho antes de llegar (o perder). Nadie
que quiera ganar puede darse el lujo de administrar mal los egos de
quienes pululan por allí. ¿Qué debe hacer? Diría que debe hacerles creer
que son más poderosos de lo que en realidad son, pero nunca dejar que
esa percepción de sí mismos acabe generando tantos celos en los demás
que la explosión de las rivalidades eche al traste todo el esfuerzo.
La quinta lección tiene que ver con los escándalos. No hay campaña
sin escándalo. ¿Cómo manejarlos? En general, a menos que no tengan
ninguna posibilidad de crecer, enfrentándolos directamente. Uno siempre
prefiere ignorarlos, porque le parecen injustos y porque ve la mala
intención del adversario y sus aliados. Pero el riesgo es siempre que la
evasiva dé más vida de la necesaria al asunto en cuestión. En 2001,
hice lo posible, primero en privado y luego en público, para que
Alejandro Toledo, a quien sus adversarios acusaban de tener una hija no
reconocida, admitiera la verdad y la reconociera. Esto me enemistó con
muchos de su entorno, que querían eludir el tema aduciendo que su origen
-una acusación orquestada por el jefe del espionaje de Fujimori,
Vladimiro Montesinos- la descalificaba. El asunto estuvo cerca de
descarrilar la campaña y tuvo un costo político para Toledo, a quien
Alan García estuvo muy cerca de ganarle la segunda vuelta. Es más: el
delicado asunto siguió minando su figura, al punto que ya en el gobierno
Toledo no tuvo más remedio que aceptar la verdad, porque afectaba la
gobernabilidad.
La sexta lección es que toda crisis es una oportunidad. Lo
corriente, en una crisis de campaña, es ofuscarse, buscar un culpable,
querer cambiarlo todo o entercarse y no querer ajustar nada. La
pregunta, en una campaña que entra en crisis por una revelación, un
movimiento espectacular del adversario o un error grave del candidato
propio, debe ser: ¿cuál es el ángulo en todo esto que encierra para mí
una oportunidad de mostrar ciertos atributos de estadista que el
electorado no ha podido ver en mí todavía? A Ollanta Humala lo acusaron
de todo durante la segunda vuelta: de matar, robar, mentir, conspirar.
Nunca perdió la templanza: dio la sensación de que tenía condiciones
psicológicas y anímicas para procesar la adversidad con temperamento
firme.
La séptima lección es que hay que elegir muy bien las peleas. En
1990, Alan García, que temía posibles investigaciones a su gestión si mi
padre llegaba al poder, intervino en respaldo de Fujimori muy
abiertamente, volcando al Estado a su favor. Ante lo que parecía meses
antes de las elecciones la “inevitabilidad” del triunfo de mi padre,
García, que no podía ser candidato, decidió que los adversarios de mi
padre no podían frenarlo y por tanto empezó a provocar pleitos con él.
Mi padre cometió el error de distraerse en esos pleitos, atacando a
García cada vez que éste le daba ocasión. Nunca hay que polemizar
directamente con nadie que no sea tu contendiente directo. En las
elecciones del año pasado en el Perú, Alejandro Toledo, que intentó ser
presidente por segunda vez, cometió el mismo error, enfrascándose en
polémicas con personajes menores del gobierno de Alan García. Dicho
esto, tampoco quiere decir que haya que estar constantemente atacando al
adversario verdadero, otra tentación de toda campaña. En la primera
vuelta de las últimas elecciones, una de las cosas que mejor sirvió los
planes de Humala fue que se mantuvo al margen de toda pelea: mientras
sus rivales se trenzaban a golpes verbales, él trotaba (literalmente)
por el Perú. Hay que saber cuándo y con quién se pelea.
La octava y última lección es que la prensa no gana elecciones. No
hay candidatura que esté contenta con la prensa. Mejor así: lo contrario
sería peligroso. No digo con esto que no tenga influencia alguna. La
tiene en sentido negativo: la percepción crítica de una figura pública
puede acentuarse mucho gracias a (por culpa de) la prensa. Esto puede
dificultarle mucho al agraviado o agraviada el proceso de revertir la
mala percepción. Pero lo importante es esto: si el público nota una
diferencia sustancial entre lo que la propaganda dice de uno y lo que
uno proyecta cuando habla o actúa, el problema no será grave. Por eso
Toledo pudo obtener la mitad de los votos en 2000, la elección del
fraude, cuando Fujimori estaba en el poder y tenía a los medios a su
servicio (no confundir con la elección de 2001, una vez caído Fujimori).
Lo mismo pasó con Humala en la segunda vuelta el año pasado. Tener a la
prensa en contra es grave cuando uno refuerza, con sus hechos y dichos,
el estereotipo. De lo contrario, no hay mucho que temer. Recientemente,
Romney se ha colocado en posición de ganar las elecciones
estadounidenses a pesar de que tiene a la mayor parte de la prensa en
contra. ¿Por qué? Porque en los debates proyectó una figura que se
parecía poco a la que en los meses anteriores la propaganda del
presidente había dibujado de él (un elitista que desprecia a la clase
media y un fanático oscurantista).
Dicho todo esto, es importante recordar que no hay ciencia
electoral. Los “expertos” lo son sólo a medias y se equivocan tanto como
aciertan. Una candidatura exitosa tiene siempre algo de magia, de
fenómeno ajeno a toda comprensión racional y explicación lógica. Esto es
a un tiempo terrible y hermoso. Puede engendrar monstruos, como en el
grabado de Goya, o catapultar a estadistas visionarios. Pero
probablemente evitar algunos de los errores mencionados -lo que es mucho
más fácil de decir que de hacer- ayude a limitar parcialmente las
posibilidades de perder.
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