Ganar batallas, perder la guerra
El País, Madrid
Cada vez que me gana el pesimismo sobre Israel y pienso que la
derechización de su sociedad y sus gobiernos son irreversibles y
seguirán empujando al país hacia una catástrofe que abrasará a todo el
Medio Oriente y acaso al mundo entero, algo ocurre que me devuelve la
esperanza. Esta vez han sido una conferencia de David Grossman, en el
Hay Festival de Cartagena, y el estreno, aquí en Nueva York, en el
cinema del Lincoln Plaza —un sótano que por su programación, su público y
hasta por su olor me recuerda a los queridos cinemas de arte parisinos
de la rue Champollion— del documental The Gatekeepers(Los
Guardianes), de Dror Moreh. Ambos testimonios prueban que todavía hay un
margen de lucidez y sensatez en la opinión pública de Israel que no se
deja arrollar por la marea extremista que encabezan los colonos, los
partidos religiosos y Benjamin Netanyahu.
David Grossman no es sólo un excelente novelista y ensayista; también
una figura pública que defiende la negociación entre Israel y
Palestina, la cree todavía posible y está convencido de que en el futuro
ambos Estados pueden no sólo coexistir sino colaborar en pos del
progreso y la paz del Medio Oriente. Habla despacio, con suavidad, y sus
argumentos son rigurosos, sustentados en convicciones profundamente
democráticas. Fue uno de los seguidores más activos del movimiento “Paz,
ahora”, y ni siquiera su tragedia familiar recientemente padecida —la
pérdida de un hijo militar, en la última guerra en la frontera del
Líbano— ha alterado su vocación y su militancia pacifistas. Sus primeros
libros incluían muchas entrevistas y relatos de sus conversaciones con
los palestinos que a mí me sirvieron de brújula para entender en toda su
complejidad las tensiones que recorren a la sociedad israelí desde el
nacimiento de Israel. Su conmovedora intervención, durante el Hay
Festival, en Cartagena, fue escuchada con unción religiosa por los
centenares de personas que abarrotaban el teatro.
El documental del cineasta israelí Dror Moreh es fascinante y no me
extraña que haya sido seleccionado entre los candidatos al Oscar en su
género. Consiste en entrevistas a los seis exdirectores del Shin Bet, el
servicio de inteligencia de Israel, es decir, los guardianes de su
seguridad interna y externa, quienes, desde la fundación del país, en
1948, han combatido el terrorismo dentro y fuera del territorio israelí,
decapitado múltiples conspiraciones de sus enemigos, liquidado a buen
número de ellos en atentados espectaculares y sometido a la población
árabe de los territorios ocupados a un escrutinio sistemático y a menudo
implacable. Parece inconcebible que estas seis personas, tan
íntimamente compenetradas con los secretos militares más delicados del
Estado israelí, hablen con la franqueza y falta de miramientos con que
lo hacen ante las cámaras de Dror Moreh. Una prueba relevante de que la
libertad de opinión y de crítica existe en Israel. (El director de la
película ha explicado que, al pasar esta por la seguridad del Estado, ya
que aludía a cuestiones militares, sólo recibió dos ínfimas
sugerencias, a las que accedió).
El Shin Bet ha sido muy eficaz impidiendo atentados contra los
gobernantes israelíes tramados por terroristas islámicos, pero no pudo
atajar el asesinato del primer ministro Yitzhak Rabin, el gestor de los
Acuerdos de paz de Oslo, por un fanático israelí. Eso sí, consiguió
evitar el complot de un grupo terrorista de judíos ultra religiosos que
se proponía dinamitar la Explanada de las Mezquitas o Monte del Templo,
lo que sin duda hubiera provocado en todo el mundo musulmán una reacción
de incalculables consecuencias.
“Para combatir al terror hay que olvidarse de la moral”, dice Avraham
Shalom, quien debió renunciar al Shin Bet en 1986 por haber ordenado
asesinar a dos palestinos que secuestraron un autobús. Anciano y
enfermo, Shalom es uno de los más fríos y destemplados de los seis
entrevistados a la hora de describir al Israel de nuestros días. “Nos
hemos vuelto crueles”, afirma. Y, también, que se ha perdido el
idealismo y el optimismo que caracterizaba a los antiguos sionistas. Los
gobiernos de ahora, según él, evitan tomar decisiones de largo aliento.
“Ya no hay estrategia, sólo tácticas”.
Por su parte, Ami Ayalon, que dirigió el Shin Bet entre 1996 y 2000,
lamenta que sus compatriotas no quieran ver ni oír lo que ocurre a su
alrededor. “Cuando las cosas se ponen feas, dice, lo más fácil es cerrar
los oídos y los ojos”. La frase que más me impresionó en todo el
documental la dice él mismo: “Ganamos todas las batallas, pero perdemos
la guerra”. Yo creo que no hay mejor definición de lo que puede ser el
futuro de Israel si sus gobiernos no enmiendan la política de
intransigencia y de fuerza que ha sido la suya desde el fracaso de las
negociaciones con los palestinos de Camp David y Taba.
Contrariamente a lo que se esperaría de estos hombres duros, que han
tomado decisiones dificilísimas, a veces sangrientas y feroces, en
defensa de su país, ninguno de ellos defiende las posiciones de esa
línea fanática y sectaria que encarna el movimiento de los colonos,
empeñados en rehacer el Israel bíblico, o el partido del ex ministro de
Relaciones Exteriores de Netanyahu, Avigdor Lieberman. Aunque con
matices, los seis, de manera muy explícita consideran que la ocupación
de los territorios palestinos, la política de extender los asentamientos
y la pura fuerza militar han fracasado y preludian, a la corta o a la
larga, un desastre para Israel. Y que, por ello, este país necesita un
gobierno con genuino liderazgo, capaz de retirarse de los territorios
ocupados como Ariel Sharon retiró a las colonias de la Franja de Gaza en
2005. Los seis son partidarios de reabrir las negociaciones con los
palestinos. Avraham Shalom, preguntado por Dror Moreh si ese diálogo
debería incluir a Hamás, responde: “También”. Y apostilla, aunque sin
ironía: “Trabajar en el Shin Bet nos vuelve un poco izquierdistas, ya lo
ve”.
Escuché al director de The Gatekeepers la noche del estreno
de su película en Nueva York y las cosas sensatas y valientes que decía
se parecían como dos gotas de agua a las que le había oído, unos días
antes, en Cartagena, a David Grossman. “¿Qué se puede hacer para que esa
opinión pública que no quiere ver ni oír lo que ocurre, se vea obligada
a hacerlo?”, le preguntó una espectadora. La respuesta de Dror Moreh
fue: “El presidente Obama debe actuar”.
Su razonamiento es simple y exacto. Estados Unidos es el único país
en el planeta que tiene todavía influencia sobre Israel. No sólo por la
importante ayuda económica y militar que le presta, sino porque,
enfrentándose a veces al mundo entero, sigue apoyándolo en los
organismos internacionales, vetando en el Consejo de Seguridad todas las
resoluciones que lo afectan, y porque en la sociedad estadounidense las
políticas más extremistas del gobierno israelí cuentan con poderosos
partidarios. Conscientes del desprestigio internacional que sus
gobiernos le han ganado, de las amonestaciones y condenas frecuentes que
recibe de las Naciones Unidas y de organizaciones de derechos humanos
debido a la expansión de los asentamientos y su reticencia a abrir
negociaciones serias con el Gobierno palestino, Israel se ha ido
aislando cada vez más de la comunidad internacional y encerrándose en la
paranoia —“El mundo nos odia, el antisemitismo triunfa por doquier”— y
en un numantismo peligroso. Sólo Estados Unidos puede convencer a
Netanyahu de que reabra las negociaciones y acelere la constitución de
un Estado Palestino y de acuerdos que garanticen la seguridad y el
futuro de Israel. David Grossman y Dror Moreh lo creen así y con
constancia y valentía, en sus campos respectivos, obran para que ello se
haga realidad.
Ojalá ellos y los israelíes que piensan todavía como ellos consigan
su designio de diálogo y de paz. Yo tengo algunas dudas porque también
en Estados Unidos hay muchísima gente que, cuando se trata de Israel,
prefiere taparse las orejas y los ojos en vez de encarar la realidad.
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