22 marzo, 2013

Argentina: De Bergoglio a Francisco – por Vicente Massot

El almuerzo, de suyo cordial, que mantuvieron el lunes el Papa y la presidente de la Nación Argentina, fue una exigencia mitad del protocolo y mitad del hecho de que ambos nacieron en estas playas. Más allá, pues, de la gélida reacción de Cristina Fernández cuando fue puesta en autos de la elección del cardenal Bergoglio como sucesor de Pedro, correspondía sentarse a los mismos manteles y hacer como si entre ellos todo hubiera sido miel sobre hojuelas.
En su condición de jefe de estado ella había hecho oídos sordos, en el pasado, a varios pedidos de audiencia del cardenal primado. Ahora los papeles se invertían y la actriz de reparto era la señora. A la viuda de Kirchner poner cara de buena, sofrenando la ira que parece ser una  característica familiar, le cuesta bastante. Pero, sea dicho en honor a la verdad, esta vez no fingió.


Desde el momento en que decidió viajar a Roma supo que las ínfulas —que son parte esencial de su personalidad— y esa manía de obrar como maestra Ciruela, en la Ciudad Santa debería archivarlas. Ya había quedado expuesta, ante una ciudadanía alborozada por el nombramiento de Bergoglio, cuando se permitió en el discurso en Tecnópolis marcarle la cancha al Pontífice, no sin antes darle piedra libre a las facciones más extremosas de su movimiento para que enderezaran críticas furibundas —y, bueno es recordarlo, canallescas— a expensas del recién nombrado.
Durante las primeras veinticuatro horas, luego de conocida la noticia, cuanto salió de las usinas gubernamentales en términos de discursos presidenciales, declaraciones ministeriales y opiniones de distinto tipo —desde las de Horacio Verbitsky hasta las de Estela de Carlotto y Hebe de Bonafini— trasparentó la verdadera índole del kirchnerismo. Inútilmente provocativo, socarrón y pendenciero, optó por torearlo al Papa como si se tratase de uno de los tantos miembros del arco opositor o un enemigo al cual vapulear empleando todos los medios disponibles.
Por eso no llamó la atención que el house organ de Balcarce 50, a través de la pluma de Verbitsky, insistiera en vincularlo con la desaparición de personas en épocas del último gobierno militar. Acusación, ésta, que los defensores de los derechos humanos —es una forma de llamarlos— hicieron inmediatamente suya y propalaron a los cuatro vientos. No hay más que leer la nota de Jon Lee Anderson, en el New Yorker, acerca del tema para darse cuenta hasta dónde corrió la versión del Bergoglio represor.
Salvo un distraído a conciencia, cualquiera podría darse cuenta de que Página 12 —que depende del erario público para subsistir— jamás publicaría algo así, en esta particular circunstancia de la vida nacional y de la del catolicismo en general, si no fuese con la venia de la Casa Rosada. Ni Verbitsky, ni la Bonafini, ni la Carlotto ni tampoco Luis D’Elía habrían cargado lanza en ristre contra Francisco de no contar con el visto bueno oficial. Puede que acrediten independencia en otras cuestiones y que no necesiten pedir permiso para expresarse como lo hacen de manera habitual. Pero en este caso lo que había en juego era mucho más delicado. No se trataba de llenarlo de insultos a Jorge Rafael Videla por sus desafortunadas declaraciones a un periodista español o de insultarlo, cuando todavía lo estaban velando, a José Alfredo Martínez de Hoz. El objeto de sus críticas era Jorge Bergoglio, convertido —contra todos los pronósticos previos— en Papa de la mañana a la tarde del pasado miércoles 13, y aclamado por buena parte de los argentinos.
Es cierto que desde las entrañas del kirchnerismo se hicieron escuchar, tanto como para compensar los exabruptos ya relatados, otras voces. Gabriel Mariotto, por ejemplo, y Guillermo Moreno se mostraron eufóricos en razón del carácter “peronista” (sic) de Bergoglio. Más moderados fueron Julián Domínguez, Emilio Pérsico y buena parte de los gobernadores pertenecientes al Frente para la Victoria. Hubo, en este orden, de todo como en botica. Algo que, tratándose del peronismo en sus infinitas variantes, no es de extrañar.
¿Cambió, acaso, la forma de pensar de la presidente luego del almuerzo antes mencionado? —En absoluto. Cristina Fernández debió darse cuenta de que, aunque su marido había decidido no asistir al sepelio de Juan Pablo II, en esta oportunidad quedarse en Buenos Aires tendría consecuencias que podrían resultar catastróficas en punto a su imagen. Hay asuntos con los que conviene no jugar a tontas y a locas. Bastante había hecho la viuda de Kirchner, a contramano de la gente, los días miércoles y jueves de la semana pasada para insistir en esa estrategia de confrontación o displicencia ante la asunción de Bergoglio. El más grave de los ataques acaba de tomar estado público por obra y gracia de dos notas que en El Cronista publicó el periodista Roman Lejtman. Dan cuenta de una gestión clandestina, en la que habrían intervenido Esteban Caselli y Leandro Sandri, para torpedear la candidatura de Bergoglio en el conclave cardenalicio.
Todo hace suponer que la versión es cierta y seria, lo cual revela la osadía inaudita del kirchnerismo. Suponer que las cosas en nuestro país puedan cambiar de buenas a primeras, por el hecho de que el primer Papa no europeo en más de doce siglos resultó ser argentino, es pecar en un doble sentido: por ignorantes y por presuntuosos. Está por verse qué tipo de renovación, si acaso alguna, traerá aparejado el pontificado de Francisco. Cada vez que hay fumata blanca comienzan a correr, como reguero de pólvora, interpretaciones de todo tipo, tamaño y color respecto de lo que el nuevo vicario de Cristo debería hacer. Y sobre el particular se permiten opinar, como si tal cosa, católicos, protestantes, judíos, musulmanes —aunque, de todos, estos últimos son los más juiciosos porque mucho no les interesa el tema— rivalizando en soberbia intelectual.
Nada va a cambiar demasiado entre nosotros. Es maravilloso y misterioso, a la vez, que un compatriota haya llegado hasta esos topes, pero Francisco no es Dios ni tampoco el Espíritu Santo. Es un hombre de carne y hueso que deberá cumplir una misión universal delicadísima. En todo caso, las modificaciones que eventualmente se produzcan aquí —en términos de un rejuvenecimiento de la espiritualidad— dependerán más de un conjunto de católicos mayoritariamente mistongos —como nos definió, alguna vez, el Padre Leonardo Castellani— que de Jorge Bergoglio. En esto será conveniente dejar de lado el tachín, tachín, bobalicón.
El gobierno, cediendo a una suerte de pulsión autorreferencial que forma parte de la segunda naturaleza de los argentinos y, al mismo tiempo, preso del conspiracionismo que siempre lo ha caracterizado, creyó que el nombramiento de Bergoglio anticipaba la apertura de un nuevo frente de lucha. Nada más alejado de la realidad. El flamante Papa tiene entre las manos el manejo de la Iglesia Católica y poco, si acaso algún tiempo, le podrá dedicar a nuestro país.
Las diferencias entre los Kirchner y Jorge Bergoglio vienen de años y no resultan novedad. Basta desandar la historia de los últimos años para que salten a la vista sin necesidad de explicaciones ulteriores. No obstante, hay que entender que una cosa era ser Cardenal primado de la Argentina y otra, abismalmente distinta, Sumo Pontífice de la catolicidad toda. El Episcopado nacional mantendrá seguramente sus posiciones y el oficialismo las suyas, sin que el escalamiento de aquellas diferencias —si se producen— deban atribuirse a Francisco. Lo único que no puede permitirse Cristina Fernández es ignorar o atacar al Pontífice porque ello resultaría suicida. Pero de esa necesidad la presidente ya ha tomado nota.
El papel del Papa en la política doméstica no será, ni mucho menos, decisivo. Suponer que Francisco —mediando su inmensa autoridad espiritual y su poder— vaya a querer meterse en los asuntos de la política nativa porque es argentino, o porque no comulga con el kirchnerismo, es no entender el salto cualitativo que va de lo que era Bergoglio a lo que es Francisco.

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