18 marzo, 2013

El Congreso en su laberinto

Roberto Gil Zuarth

El Congreso en su laberinto
El autoritarismo mexicano coexistió con instituciones formalmente democráticas. No es casual que se le denominara “la dictadura perfecta”. El régimen hegemónico priista cimentaba su legitimidad y resistía los impulsos de cambio en la apariencia democrática: celebraba periódicamente elecciones que no eran justas y equitativas, se sometía al arbitraje de un Poder Judicial no independiente y convivía con un Congreso que recreaba sólo de forma testimonial la pluralidad política del país. El régimen autoritario garantizaba su prevalencia y continuidad a través de poderes que no eran efectivos contrapesos al poder presidencial y de procedimientos en los que siempre imperaba una sola voluntad. Libertades políticas de papel, pluralidad asfixiada, división de poderes como fachada.


El régimen autoritario silenció al parlamento; lo subordinó a la presencia del Presidente. La mayoría monocolor inhabilitó la expresión de la representación política y los controles democráticos a cargo del Congreso. Su función se limitaba a estampar legitimidad popular a decisiones tomadas en Los Pinos. El parlamento mexicano no deliberaba, no modificaba y votaba en los plenos por consigna. Las reformas electorales de la década de los noventa abrieron cauce a la pluralidad e hicieron difícil la conformación de mayorías congresionales. El régimen perdió primero la capacidad de modificar por sí mismo la Constitución. Las elecciones competitivas le expropiaron luego la posibilidad de imponer la legislación ordinaria, especialmente la asignación del presupuesto federal. Surgieron los gobiernos divididos y, con ellos, el poder decisorio se dispersó. Ninguna fuerza política tenía los votos suficientes para sacar adelante las iniciativas legislativas. Tampoco el Presidente. La negociación política se volvió ineludible. Las decisiones legislativas fueron poco a poco reflejando la realidad de la pluralidad. Los controles al poder se activaron e intensificaron. El Congreso cobró vida e importancia. Se inauguró la etapa del co-gobierno congresional.
Pero el gobierno dividido y, por ende, compartido, ha provocado una percepción generalizada de parálisis. Las reformas sobre las que todos coinciden, las reformas por tanto tiempo aplazadas, de las que todos hablan y no se concretan, se entienden paralizadas en una incomprensible dinámica de necias obstrucciones parlamentarias. Al Congreso se le imputa la inmovilidad del país. Es visto como la plaza de las mezquindades de donde sólo emana bullicio improductivo. Frente al voluntarismo presidencial y la clarividencia de cierto activismo social, el Congreso aparece como estorbo a la transformación del país. La pluralidad, antes asfixiada por la unanimidad del régimen hegemónico, ahora es acosada por el imperativo de los resultados. La discusión congresional es ese odioso trámite formal que es necesario acotar, como sea, para poner en movimiento a México. De ahí esta tentación de negociar las decisiones legislativas en espacios paralelos no públicos e imponer al Congreso la prisa de aprobarlas sin corrección alguna. Y es que, en este contexto, el contenido de las piezas legislativas se vuelve irrelevante: lo que tiene, lo que no tiene o lo que es deseable que tenga son meras sofisticaciones que empantanan el consenso. Lo importante es celebrar la materialización de un avance que ha sido obra de un puñado de prohombres bien intencionados. Ya habrá tiempo para corregir los dislates u ocuparse de los aburridos tecnicismos. La facultad constitucional y democrática del Congreso de plantear o modificar una iniciativa o, peor aún, de deliberar sus implicaciones, como traición a la audacia histórica del pacto o a la verdad revelada de la sociedad.
La parálisis legislativa no es consecuencia del hecho de la pluralidad, sino de incentivos. Si múltiples reformas encallaron en la realidad del parlamento sin mayoría se debe, en gran medida, a la actitud de no cooperación del PRI con los gobiernos de la primera alternancia. Pero esa parálisis ha servido de coartada para reducir el papel de contrapeso del Congreso. Las reformas estructurales y las leyes patrocinadas por el activismo social son hoy el pretexto para inhabilitar la deliberación congresional, para impedir el contraste argumentativo entre distintas posiciones y visiones. Dadas su autoría, procedencia e intenciones no es lícito para el Congreso enmendarlas. El Congreso atrapado en el maniqueo forcejeo entre las fuerzas del bien y los oscuros intereses del mal, entre el acrítico sí transformador y el cómplice no conservador. Blancos y negros que jamás pueden reconciliarse. Tonos grises diluidos en el silencio.
La democracia es impensable sin división efectiva de poderes. Pero también es incompatible con la suplantación fáctica de la representación nacional. La restauración autoritaria tendrá más suerte con un Congreso acosado por el voluntarismo transformador. Debe escapar de la trampa de la percepción de eficacia. Reencontrar su dignidad en el laberinto de su pluralidad.
                *Senador de la República

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