12 marzo, 2013

México: Elbadämmerung o el diabólico ego – por Fernando Amerlinck

Jamás algún político enriquecido obtiene su fortuna por generar riqueza. Si ésta proviene del robo, hay pobreza y pérdida para los robados. Y siendo en México tan común eso, no es raro que se vea con coraje y hasta odio al rico y a la riqueza.
Según versiones antiguas y modernas, el diablo emplea una táctica para atraer víctimas: darles poder y hacerles creer que son importantes. “Seréis como dioses” prometió la serpiente. Los dioses son especiales. Tienen algo único. Son superiores a los mortales. Se merecen más. Más poder, más cosas, más dinero, más bienes, más reconocimiento, más elogios, más faroles. Más de todo. Más justicia, incluso. Son más iguales que los otros no porque sean iguales sino porque son mejores.


Nada más deleitoso para ellos que el poder. Nada más distintivo para quien de veras se cree importante, que controlar lo más exhaustivamente posible a otros (más aún si se queda con su dinero).
Jorge Castañeda, en talante de amigo, lamenta “el ocaso de la diosa del sindicalismo mexicano” (Götterdämmerung, Reforma, 28.2.2013). Ese título —El Crepúsculo de los Dioses— me recordó algo que publiqué en 1995, Marcosdämmerung, acerca de ese postrímero ególatra, el encapuchado de Chiapas. Distintos personajes, idéntico fenómeno: creerse especiales, ignorar limites, cometer excesos, pretender controlar a otros. Marcos, apropiarse hasta de la vida ajena; Elba, del dinero ajeno. En sendos ocasos los que serían dioses se caen de sus torres, reducidos a su poco divina condición de mortales.
Hablaba yo del crepúsculo de Guillén-Marcos:
“En la mitología wagneriana los trágicos dioses llegan a su crepuscular Panteón, mas en la submitología del sureste mexicano los derrota su irrelevancia histórica, su inadmisible oferta de violencia, su demagógica palabrería… Qué subtragedia. El héroe muere como Sansón cuando Dalila le quitó su personalidad, que en las lejanas épocas bíblicas no era un pasamontañas sino una cabellera. La máscara era la persona en el teatro griego; sin ella, el devaluado actor desencapuchado muestra su íntima sustancia de mortal anónimo.”
Hoy en México pelean máscaras y cabelleras contra reformas académicas y trastupijes sindicales: unos encapuchados exigen a golpes “justas demandas” de no mejorar la calidad en escuelas de la UNAM, ciertos maestros se oponen violentamente contra la reforma educativa, y por el lado legal, el poder presidencial decide bajar a esa lideresa de su intocable torre de Neiman Marcus.
Salvo quien defiende sus propias agendas, todos aplaudimos a un presidente que se atreve a imponer la ley y a los jueces que cumplieron con su deber. Por otro lado, las galerías se llenan de iracundos que piden sangre y exigen arruinar a la maestra y que se la carguen con todo. Ya era de lo más antipático de la política mexicana, de modo que el público recibe un paladeable menú: cárcel contra quien se había enriquecido hasta el escándalo, sin antes haber producido nada.
(Jamás algún político enriquecido obtiene su fortuna por generar riqueza. Si ésta proviene del robo, hay pobreza y pérdida para los robados. Y siendo en México tan común eso, no es raro que se vea con coraje y hasta odio al rico y a la riqueza.)
La realidad mortal irremediablemente se impone: nadie puede doblegar la humana condición, por más que el ego opine lo contrario. Triste intercambio: el ego arruina al ser en lo material y en lo espiritual a cambio de, como los dioses, vencer a la muerte; no perder el ser. Si uno es tan especial se cree inmortal y diferente. Sí… mientras no aparezca patéticamente la ineluctable verdad.
Así de precipitosamente se liquidó la prepotencia de la guerrera y apareció una mujer sola, asustada, descobijada de la parafernalia que adornaba su ego y la hacía sentirse invulnerable; “una abuelita desconcertada, confusa e incierta” dice Riva Palacio. Desaparecieron de un tajo el poder y el dinero ilimitado para comprar voluntades y chantajes, para adornar y calzar y vestir el cuerpo, para remendarlo con hojalatería plástica. En la rejilla aparece una guerrera que perdió la guerra, una mujer ordinaria que habla quedo y no reta a nadie. Enferma, además.
No pediré su sangre sino que se le aplique la ley; toda la ley. No me cuadra el ánimo de venganza y desquite, si bien sea explicable la indignación contra los criminales y los ladrones, corruptos y mentirosos. La justicia no impide la piedad, la compasión y la empatía. La sed de justicia nada tiene que ver con el ánimo sádico y vengativo de quien exige la ruina de una mujer corrupta, ineficaz, ignorante, arrogante, que usó su poder para mantener a su gremio en el más ocioso tercermundismo para perjuicio de varias generaciones de niños y de jóvenes.
Peña Nieto, me dice un amigo, asumió la presidencia el 1 de diciembre, pero el 26 de febrero tomó el poder. Espero —aún hay tiempo— que proceda legalmente, no al estilo Cassez o al estilo Hank. Que siga contra otros pero con toda la ley. México es abundoso no sólo en adeptos de Louis Vuitton y Enzo Ferrari sino también en numerosísimos privilegiados paragubernamentales, fuera y dentro de los grandes sindicatos y gobiernos y cámaras legislativas y juzgados y empresas, y de las bandas delictivas de todo pelaje.
Si Peña actúa, siempre cobijado en la ley que juró cumplir, podrá pasar a la historia como uno de los mejores presidentes que haya habido. No un simple ejercitador de una venganza política sino un estadista. Para bien de él, pero sobre todo de mi país, México ya lo merece. Lo que exigimos hoy del presidente es sencillo pero bien difícil: justicia. Justicia, incluso contra los políticos que se creen dioses.

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