22 marzo, 2013

Opinión: Un cadáver insepulto – por Andrés Molano-Rojas

En todo el mundo la política está llena de cadáveres insepultos.  Unos se exhiben con ostentación, ya sea para recordar los sueños de una pasada grandeza o para mantener vivo el recuerdo hasta volverlo tradición y por ahí, de paso, legitimidad.  Otros  permanecen expuestos por pura necrofilia (o quizá mejor decir necropolítica), y otros tantos por locura, como dicen que hizo la reina doña Juana con el cuerpo de Felipe el Hermoso por las comarcas de España.  Unos ganan batallas después de muertos, como el Cid Campeador; y están también aquellos que, como el de Hugo Chávez, son paseados una y otra vez por las calles para recordarle a fieles y detractores que las seguirán habitando, deambulando por ellas como un fantasma entre las ruinas de la democracia.


Pero quizá el más curioso tipo de cadáver insepulto es el de aquellos líderes que habiendo agotado ya su hora en la historia se niegan contumazmente a abandonar la escena política, y aferrados a su protagonismo insisten en perpetuarse indefinidamente, totemizándose en vida y confundiendo sin pudor alguno la suerte de sus pueblos con la suya propia.
No cabe duda de que de no haber muerto “prematuramente”, Chávez habría entrado -tarde o temprano- a engrosar esta última categoría, al lado de sus idolatrados Fidel y Raúl, y de Robert Mugabe, mandamás impenitente de Zimbabue, poco conocido en estas latitudes pero con quien más de una vez cerraron filas Chávez, los Castro, Lukashenko, Bashir y otros más en apoyo de causas como la supervivencia del régimen de Bachar el Asad.  Este Mugabe llegó al poder en 1980, cuando Zimbabue era una de las naciones más promisorias de África, y hoy gobierna con puño de hierro un país económicamente deshecho, socialmente fracturado, políticamente volátil, y sometido a un denso régimen de sanciones que va desde la prohibición de viajar que pesa sobre el propio Mugabe y sus áulicos, hasta embargos de armas y de “equipos de represión interna”.
Con la reforma constitucional votada el pasado fin de semana, Mugabe ha logrado imponer a su país el lastre de su propia descomposición, al asegurarse el estatus eventual de presidente vitalicio y la impunidad absoluta por todo cuanto haya hecho durante su mandato  -un privilegio que ha extendido a todos sus secuaces-.
Lo curioso es que incluso la oposición ha ponderado positivamente el referendo, quizá más con resignación que con convencimiento, como quien se acepta pactar con el diablo ante la imposibilidad de hallar una salida al infierno.

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