19 marzo, 2013

¿Un Papa reformista?



¿Un Papa reformista?
Sus críticas más interesantes contra el kirchnerismo no fueron las que se están recordando en la prensa mundial, por ejemplo en relación con el matrimonio gay, al que se opuso en su momento con claridad, sino las que se referían al abuso de poder, el enriquecimiento fácil, la corrupción y la estridencia prepotente.


Me decía un amigo que el miércoles pasado, al saberse que Jorge Mario Bergoglio era el nuevo Papa, alguien que había leído distintos resúmenes biográficos preguntaba insistentemente en las redes sociales: “Total, ¿es de izquierda o de derecha?”
No resulta nada incoherente que un jesuita escape a los moldes estrechos de una definición ideológica y desconcierte por sus aparentes contradicciones: por algo los jesuitas, quizá la orden mejor formada intelectualmente, se han ganado fama universal de espíritus disimulados. Además, ha habido en América Latina jesuitas a los que se percibía como de izquierda y jesuitas a los que se veía como parte del “establishment”de la derecha (además de la compleja historia que une a la orden con el continente). Pero lo cierto es que hay elementos para todos los gustos que apuntan, en el Papa Francisco, a una personalidad y una historia más ricas e interesantes de lo que la rápida información periodística ha sugerido en estos días con respecto al ex arzobispo de Buenos Aires.
Las denuncias constantes por parte de Bergoglio contra el kirchnerismo, a las que el gobierno argentino respondió con dureza y la izquierda peronista con ferocidad a lo largo de años, parecerían situarlo en la derecha política. Pero su discurso contra el poder, el dinero y el privilegio en la Argentina de los Kirchner tenían un aire más bien a hombre de izquierda: hubieran podido ser pronunciadas, verbatim, por dirigentes del PT brasileño, por ejemplo. Su oposición al matrimonio gay sancionado por el gobierno federal tras la ley del Congreso lo sitúan en el conservadurismo. Pero su respaldo a las uniones civiles decretadas por el intendente de Buenos Aires, Mauricio Macri, algo que Morales Solá recordaba en “la Nación” esta semana, lo colocan del otro lado: fue implacablemente atacado por la derecha católica por eso mismo.

La actuación internacional de Bergoglio también combina elementos en apariencia contradictorios. En la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y el Caribe, la gran concentración de obispos del continente que tiene lugar cada cierto número de años, Bergoglio forcejeó tenazmente con la derecha, especialmente el Opus Dei, que quería dejar su huella en el documento final y debilitar la influencia de otras corrientes. En última instancia, se impuso él, que controló ese pronunciamiento como redactor principal. En este sentido, el nuevo Papa parecería estar a la izquierda de la derecha extrema en el espectro eclesiástico. Sin embargo, su defensa apasionada de la ortodoxia doctrinal de la Iglesia, que le valió muchas críticas en su país, especialmente en los cruces de espadas valóricos, lo sitúa en el conservadurismo.
Las reacciones internacionales a su elección han reflejado esa dualidad compleja que transmite el perfil público del hoy Papa Francisco. El teólogo suizo de izquierda Hans Kung, un feroz y conocido crítico de Benedicto XVI, celebró la elección de Bergoglio y comparó su espíritu rebelde con el de Francisco de Asís, el hombre pugnaz que se enfrentó a los cardenales que rodeaban a Inocencio III y el humilde que dejó las riquezas de la familia de comerciantes en la que había nacido para hacerse pobre. Pero la prensa de izquierda ha dado amplio espacio a la denuncia proveniente de Argentina que habla de una complicidad de Bergoglio con el secuestro de dos sacerdotes por parte del régimen militar. Complicidad, dicho sea de paso, que muchos admiradores de Bergoglio insospechables de tener debilidad por la junta militar niegan. El propio Pérez Esquivel, Nobel de izquierda conocido por sus denuncias contra la derecha argentina, incluyendo a la Iglesia, ha dicho que no es justa la acusación y que Bergoglio no colaboró con la junta.
¿Qué es, pues, exactamente el nuevo Papa? Me atrevería a afirmar que Francisco es un jesuita intelectual, pero un franciscano temperamental, es decir un hombre que desconfía íntimamente del poder. Sus críticas más interesantes contra el kirchnerismo no fueron las que se están recordando en la prensa mundial, por ejemplo en relación con el matrimonio gay, al que se opuso en su momento con claridad, sino las que se referían al abuso de poder, el enriquecimiento fácil, la corrupción y la estridencia prepotente. En ese sentido, desbordó al kirchnerismo por su izquierda, no por su derecha, como cree cierta izquierda peronista. Si se lee con atención el documento de la reunión continental de obispos antes mencionada -que tuvo lugar en Aparecida, Brasil-, se observa una crítica al neoliberalismo que tiene incluso algunas vagas resonancias de la Teología de la Liberación (sin mencionar, por supuesto, esta asociación, que puede no haber sido demasiado consciente).
Además de esto, Francisco es un conservador doctrinal, sí, pero, quizá debido a su formación de jesuita, también un hombre en el que la cultura atenúa el dogmatismo. Por eso, por ejemplo, apoyó las uniones civiles de Macri, y por eso la derecha más extrema en Argentina nunca se ha sentido del todo cómoda con él. Ha leído -y enseñado- demasiada literatura para ser un espíritu exageradamente dogmático, como dice la propaganda de sus otrora adversarios.
Un tercer elemento, crucial para entender bien qué hizo atractivo para el Colegio Cardenalicio elegir a este hombre de 76 años después de la renuncia de un Papa vencido por la edad, es su condición excéntrica. Literalmente excéntrica: estuvo siempre, a diferencia de Leonardo Sandri, el otro cardenal argentino del que se hablaba como posible sucesor de Benedicto XVI, muy distante de la Curia. Distante física y emocionalmente. En un momento en el que la Curia ha visto sus bonos caer en picada por la sucesión de escándalos y las revelaciones -esas que llevaron al propio Benedicto a recusarla crípticamente en las declaraciones de despedida-, la condición marginal de Bergoglio es un atributo. Lejos de Roma, este pastor de sandalias metafóricas que ha preferido siempre la sencillez de la calle al boato de los palacios arzobispales, este ciudadano de a pie que hecho su obra en las villas miseria de su país, según dan fe innumerables testigos, puede ser, parecen creer algunos cardenales, el que tenga la suficiente independencia frente al poder concentrado en la Ciudad del Vaticano para sacudir el árbol. Las expresiones duras de Bergoglio, en años recientes, contra “la vanidad” que se ha apoderado de las máximas esferas de la Iglesia apuntan a un espíritu reformista, a una rebeldía desde abajo contra la descomposición en la cumbre.
Todo esto tiene implicaciones múltiples, en distintos lugares y de distinta naturaleza, lo mismo espiritual que política e institucional. ¿Qué significa para América Latina en términos políticos, por lo pronto? Implica un Papa que le disputa al populismo de izquierda el discurso de la pobreza y la denuncia del statu quo, pero que lo hace desde una posición que no puede confundirse con la extrema derecha, ni por temperamento ni por antecedentes ni por ubicación en el espectro de la propia Iglesia. Lo que no han conseguido ni la izquierda democrática, que ha sido prudente en casa pero ha estado a la sombra del chavismo en temas continentales, ni la derecha, que se siente intimidada a escala regional y practica un cierto seguidismo, lo consigue quizá ahora Francisco simbolizando una alternativa al populismo desde un discurso socialcristiano.
Por otro lado, ¿qué auguran estos antecedentes para la propia Iglesia latinoamericana? En cierta forma, nos hablan de una victoria del centrismo tras las épicas pugnas entre la izquierda y la derecha eclesiásticas en esta región del mundo. Después del Concilio Vaticano II, hubo un auge de la izquierda, si podemos llamarla así estirando un poco la liga, en la Iglesia del continente. El símbolo de eso fue la Teología de la Liberación, por supuesto. Su gran momento vino en 1968, cuando, convocada en un inicio por el obispo chileno Manuel Larraín con ayuda del brasileño Helder Cámara, tuvo lugar la conferencia de obispos latinoamericanos de Medellín. Bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, que había finalizado pocos años antes, los obispos hicieron en esa conferencia continental una declaración con clara intencionalidad política que partió a la Iglesia en dos. Argumentando que el subdesarrollo conspiraba contra la paz y denunciando la injusticia social como un elemento que conducía a la violencia, parecieron condonar la lucha armada, o por lo menos la opción que tomaron muchos sacerdotes por ella.
La reacción era inevitable y ella vio a la derecha de la Iglesia, con el apoyo de Juan Pablo II a partir de su ascenso en 1978, enfrentarse a la Teología de la Liberación. El cardenal Ratzinger, por cierto, fue el punta de lanza de esa reacción desde la Congregación para la Doctrina de la Fe. El resultado cristalizó en la conferencia de obispos latinoamericanos de Puebla en 1979, en la que el cardenal colombiano López Trujillo jugó un papel clave, en coordinación con el Vaticano. Allí se denunció la “manipulación política” de las “comunidades eclesiásticas de base”, un claro ataque a la izquierda eclesiástica. Para la siguiente conferencia general de episcopados del continente, que tuvo lugar en Santo Domingo en 1992, ya la izquierda “liberacionista” estaba derrotada en la Iglesia aun cuando seguía siendo una presencia real, por supuesto, en el continente. Había dejado, a pesar de su derrota, una huella notoria. Aunque dijo que no era “exclusiva ni excluyente”, el documento final habló de una “opción preferente por los pobres”.
¿Qué tiene todo esto que ver con Bergoglio? Pues que el nuevo Papa simboliza el escenario posliberacionista, en cierta forma, para decirlo en lenguaje dialéctico hegeliano, la síntesis de la tesis izquierdista y la antítesis derechista (Bergoglio preferiría hablar, más sencillamente, de un regreso a la doctrina original). Es decir: desde la derrota de la Teología de la Liberación, la división en la Iglesia no ha sido tanto entre la izquierda y la derecha, sino entre la derecha moderada o la centroderecha, por un lado, y una derecha pura y dura por el otro. Bergoglio simboliza a la centroderecha en ese espectro, por así decirlo. Otra forma de expresarlo, siempre en términos simplistamente ideológicos, sería: el nuevo Papa está a la izquierda de la derecha. Por eso aventuré, en una columna anterior a la fumata blanca del miércoles, que, aunque Bergoglio sería un factor clave si el nuevo Papa era latinoamericano, en su fuero interno el Papa que había renunciado, Benedicto XVI, preferiría quizá a alguien como el hondureño Rodríguez Maradiaga.
Por último, está la gran cuestión: ¿podemos esperar del Papa reformas en Roma? Puedo equivocarme pero muchas cosas en este conservador doctrinal que es temperamentalmente un franciscano, políticamente un centrista y curricularmente un hombre de la periferia, excéntrico a la Curia, apuntan a una mezcla de Juan XXIII en su diálogo con la modernidad y de Juan Pablo II en su diálogo con la calle.
Dos cosas son urgentes en la Iglesia Católica hoy. Una tiene que ver con esa noción difusa y multiforme que es la modernidad: ¿cómo reconciliarse con ella, adaptarse a ella? La otra es el gobierno de la Iglesia, el aparato político-administrativo que encierra la Curia. Lo primero requiere algo mucho más ambicioso que unas cuantas homilías: acaso un nuevo concilio modernizador como el que convocó Juan XXIII y tuvo que terminar Pablo VI. Pero, por encima de todo, exige una actitud del Pontífice. Pedirle que renuncie de golpe a todo lo que la Iglesia cree no es realista ni serio. Pero pedirle que, con prudencia, inteligencia y firmeza, vaya llevando de la mano a su institución hacia una adecuación de ciertos dogmas que la hagan más libre, incluyente y tolerante no sólo no es pedirle demasiado sino que es el grito de los tiempos que corren. Lo segundo, reformar el gobierno, o sea la Curia, requerirá también una actitud distinta, pero sobre todo independencia frente a la gente que desde el primer instante rodeará al nuevo Papa. No necesita Francisco ser un genio administrativo para lograrlo porque la parte operativa la pueden ejecutar otros. Lo que necesita es tener muy claro qué hay que reformar y a quiénes confiar la dimensión práctica.
Desde hace mucho tiempo, Argentina sólo produce titulares alrededor del mundo por las malas razones. Qué bueno sería que, además de haberle dado a su país un Papa, Bergoglio, hoy Francisco, acabe dándole también a un gran reformista.
Cuando les dijo a los cardenales, poco después de ser electo, “que Dios les perdone por lo que han hecho”, quizá Francisco estaba haciendo algo más que una broma.

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