Adiós a Margaret Thatcher
Por Alvaro Vargas Llosa
No es una ironía menor,
en mi vida personal, que la muerte de Margaret Thatcher me pillara a
punto de hacer una intervención pública en la Bolsa de Comercio de la
ciudad de Córdoba, en Argentina. Tuve que decidir, en pocos minutos,
entre dos opciones igualmente dolorosas. ¿Debía decir dos palabras en
memoria de la ex Primera Ministra británica a la que, con ciertas
discrepancias en asuntos puntuales, admiré mucho en líneas generales y a
quienes varios de los invitados extranjeros en aquel evento habían
admirado también? Si lo hacía, sería inevitable ofender a algunos
argentinos en el auditorio, para quienes el trauma de las Malvinas sigue
vivo. Si no lo hacía, estaría eludiendo un elemental deber de
conciencia.
Lo hice, procurando ser breve y expresar sentimientos de respeto con
los argentinos que pudieran tomarlo como una descortesía.
Inevitablemente, ofendí a algunas personas que me expresaron su malestar
con agresividad. Los comprendo y respeto. Pero a lo que iba: la ironía
consiste en el contraste entre esto y un hecho que me sucedió al
estallar la guerra de las Malvinas en 1982. En aquella ocasión, siendo
estudiante, casi fui linchado por un grupo de ingleses que, después de
oírme hablar español, me abordaron a la salida de un metro en un Londres
lluvioso y me preguntaron de dónde era. Al decirles que era peruano, me
preguntaron si “eso” estaba cerca de Argentina. No tuve tiempo de
explicar la naturaleza exacta de nuestra vecindad mediata con Argentina
porque se armó una gritería que pudo acabar en una tragedia si no fuera
porque intervinieron algunas personas para pedir calma.
Cuento esto porque, además de ser una anécdota curiosa, es también
una forma de graficar lo polarizante que fue y sigue siendo la figura de
Thatcher. Las escenas ocurridas esta semana en algunos lugares del
Reino Unido -en Brixton, en el sur de Londres, en Glasgow y en Belfast-,
donde se celebró la muerte de la Dama de Hierro con cantos y bailes,
contrastan terriblemente con los elogios ditirámbicos que le llueven a
la difunta desde muchas partes del mundo, pero sobre todo del mundo
conservador. El juicio implacable de argentinos que no le perdonan el
hundimiento del Belgrano contrasta a su vez con el de liberales que
creen que ella representó la cara democrática de unas reformas que hasta
ese momento se asociaban en parte con la dictadura de Pinochet (a quien
ella, en uno de sus errores más notorios, respaldó insistentemente
cuando fue detenido en Londres por razones nacionalistas, esencialmente
relacionadas con el apoyo que le ofreció en Las Malvinas). Y así
sucesivamente.
Thatcher era tan consciente de lo mucho que polarizaba a la opinión
pública que ella misma pidió al gobierno de su país no ser objeto de
unos funerales de Estado, como lo fue Winston Churchill, sino de unos
funerales con honores militares, es decir un homenaje menor aunque
importante. Quería ahorrarse, en el más allá, la indignidad de un debate
humillante en la Cámara de los Comunes sobre la conveniencia de darle
los máximos honores fúnebres de Estado, me imagino, y escenas como las
ocurridas en Brixton, Glasgow y Belfast esta semana.
Los sondeos, sin embargo, indican algo interesante. Una mitad de los
británicos aprueban su figura pública mientras que la desaprueba un
tercio del país. El saldo, pues, es favorable. Sus adversarios
laboristas y liberal-demócratas han sido respetuosos con su memoria,
salvo alguna excepción, y los muchachos que festejaron su fallecimiento
son tan jóvenes que no tuvieron ninguna experiencia directa de sus tres
gobiernos consecutivos. Los más exaltados no suman más de unos cuantos
centenares de personas, en cualquier caso.
Aunque estos jóvenes no tuvieran experiencia directa de ella, es
obvio que se ha transmitido de generación en generación, en ciertos
círculos, la idea de Thatcher como bestia negra del socialismo y el
humanismo, que no son la misma cosa, pero que en lo que respecta al
juicio sobre ella en gran parte resultan siéndolo. Recuerdo a mis
amigos, jovencísimos, odiando a Thatcher por cosas que tenían que ver
con la decadencia del país bajo el laborismo de los años 70 y me veo a
mí mismo, por ejemplo, incómodamente silencioso en medio del bullicio
general cada vez que, en un concierto de reggae u otra música “étnica”,
como se la llamaba a veces, en los años 80, el vocalista o la vocalista
la nombraba con odio para provocar expresiones de rechazo contra ella en
el auditorio. Recuerdo, muy específicamente, un concierto del célebre
instrumentalista nigeriano Fela Kuti nada menos que en la Britxton
Academy, alrededor de la cual se habían producido, en 1981, grandes
escenas de violencia por el rechazo de la comunidad afro-caribeña contra
una recesión que no era culpa de Thatcher sino de la dinámica económica
que ella había heredado.
A mí, que era un rebelde, me parecía que ella lo era también. Pero
entre los jóvenes británicos, donde su respaldo era mínimo, constituía
la imagen misma de lo establecido, una confusión absurda dado todo lo
que ella estaba en ese momento cambiando y cambiaría en el largo plazo
en un país que estaba apesadumbrado y había perdido el nervio creativo.
Por lo pronto, Thatcher convirtió al Partido Conservador, que era un
club aristocrático, en un espacio meritocrático, donde la movilidad
social y no el origen, donde el esfuerzo y no la herencia, decidían
quién subía y quién bajaba. Su ascenso al control del partido en 1975
había estado acompañado de una resistencia tenaz entre los viejos
“tories” que, con el propio ex Primer Ministro Ted Heath a la cabeza,
odiaban la idea de la hija de un simple tendero de Grantham haciéndose
con la batuta de la gran fuerza de la derecha británica (y que fuera
mujer, por supuesto, era casi tan grave como eso). En pocos años, el
partido de los oligarcas se volvió el partido de los “cockneys” que
hablaban con el acento del sur de Londres y venían del mundo obrero.
Allí estaban todavía los oligarcas, pero despojados de buena parte de su
poder. Los nuevos chicos del barrio hablaban, vestían y actuaban como
clasemedieros recientes.
Cualquier observador progresista tendría que valorar eso,
independientemente de que comparta o no su visión de la economía. Y
tendría que valorar esto también: la gran colaboración que prestó al
propio laborismo, ayudándolo a abandonar su anquilosada ideología y sus
estructuras obsoletas. Y obligándolo a modernizarse con tanto éxito que
Tony Blair acabó gobernando dos años más que ella (y luego siendo
sucedido por otro laborista, Gordon Brown, que mantuvo el gobierno
durante tres años más).
Ese reinado de 15 años del laborismo no hubiera sido posible, y
ciertamente no en los términos en que se dio, sin el thatcherismo. Eso
lo sabe bien el propio Blair, que por ello ha sido generoso, desde la
trinchera del adversario, en sus declaraciones públicas acerca de la
Dama de Hierro esta semana. Thatcher humilló de tal forma al laborismo
de Michael Foot y Neil Kinnock, que forzó a esa gran organización
política a transformarse. El resultado fue el nuevo laborismo de Blair
y, gracias a que Blair preservó gran parte del legado de su adversaria,
la famosa “tercera vía”. Aunque fue un académico quien le dio impulso
inicial -Anthony Giddens-, el laborismo de Blair, que cosechó los frutos
económicos de Thatcher y pudo redistribuir riqueza y agrandar en algo
el Estado gracias a la prosperidad producida por las reformas anteriores
a él, le dio vigencia mundial a esa versión de la centroizquierda. Así
muchos líderes emblemáticos, desde Bill Clinton en los Estados Unidos
hasta Lula da Silva un tiempo después, se sintieron a gusto con esa
sombrilla en la que se volvió común colocarlos. La Tercera Vía, es decir
el socialismo europeo y latinoamericano puesto al día, y el
“liberalismo” estadounidense renovado (el término es equívoco), son
hijos directos de Thatcher.
Los mayores éxitos económicos de Thatcher vinieron en cierta forma
después de que en 1990, tras la traición del conservador Goeffrey Howe
en la Cámara de los Comunes, ella abandonase el poder. Pero la dinámica
que a mediados de la década del 2000, pasado el período de John Major,
dio al Reino Unido su lozanía económica bajo el laborismo de Blair venía
de atrás. De unas reformas que había costado Dios y su ayuda llevar
adelante en los años 80 porque el socialismo que había erigido el Estado
del Bienestar desde fines de la Segunda Guerra Mundial había
desembocado en la decadencia de los años 70. Gracias a las reformas de
los 80, por ejemplo, fue posible, ya bajo el gobierno de Blair, que la
renta per cápita británica superase a la francesa por primera vez en
mucho tiempo.
Como sabemos hoy, Thatcher le dobló el brazo al sindicalismo marxista
que controlaba las minas de carbón sin reparar en el drenaje de
recursos que era esa actividad cara e improductiva en aquel momento;
redujo el gasto público, que representaba 47 por ciento del PIB, a 39
por ciento; diseminó la propiedad entre quienes ocupaban las viviendas
subvencionadas por las municipalidades y privatizó los teléfonos, el
gas, las aerolíneas y la electricidad, en muchos casos mediante un
accionariado difundido que abrió las puertas del capitalismo a muchos
ciudadanos de clase media y clase media baja. También desreguló ciertos
mercados. En áreas como la defensa aumentó el gasto público, pero la
disciplina la llevó a reducir la proporción de la economía que consumía
el Estado aun cuando gracias al dinamismo productivo los ingresos
fiscales se triplicaron durante su gestión.
Todo eso renovó la economía británica. Es cierto, como se ha dicho,
que la producción manufacturera decayó -representaba 17 por ciento del
PIB cuando asumió el poder y 15 por ciento cuando lo dejó-, pero eso
venía de atrás y era el resultado inevitable de la evolución hacia la
economía de los servicios. Algo parecido ocurrió en los Estados Unidos
en esa época y en años recientes. También es cierto que aumentó el
porcentaje de personas que estaban bajo la media del ingreso, pero lo
verdaderamente importante es que ese ingreso subió para casi todos
sustancialmente.
El carácter de Thatcher -que los soviéticos atraparon en el apelativo
Dama de Hierro- era inflexible en ciertas cosas. Por eso aguantó a pie
firme el embate de los sindicalistas dirigidos por Arthur Scargill y por
eso también resistió la huelga de hambre de los presos del grupo
terrorista IRA que se inmolaron en la cárcel norirlandesa de Maze. Su
famosa frase the Lady is not for turning (“esta dama no cambiará
el rumbo”), un juego de palabras que hacía referencia a una famosa obra
de teatro de Christopher Fry, resultó, en el congreso conservador de
1980, emblemático de esa determinación implacable que le dio fama de
mujer insensible. Pero quizá su más grande decisión de política exterior
después del envío de la Armada durante la guerra de las Malvinas
desmiente dicha imagen. Me refiero a su decisión de entenderse con
Mijail Gorbachov, a quien la derecha de Occidente veía como un lobo
disfrazado de cordero y de quien desconfiaba. En ese acto de
flexibilidad, de acomodo, de capacidad para entender que el enemigo
tiene voz humana, está resumida la otra cara de Thatcher, que sus
enemigos nunca quieren recordar. Si no hubiese sido porque ella dijo que
se podía “hacer tratos” con Gorbachov, acaso Ronald Reagan no hubiera
negociado, en los términos en que acabó haciéndolo, con él: la derecha
norteamericana no se lo hubiera permitido.
Otro aspecto que el progresismo internacional debería valorar en ella
fue su amor por las ideas. Se dice, a menudo, que era una ideóloga. No
era un animal ideológico sino un animal político al que le gustaban las
ideas, que es muy distinto. Antes de ella, el conservadurismo y el
laborismo habían renunciado al mundo de las ideas en la política
británica; sólo importaba lo que representaban por inercia, no lo que
pensaban. Thatcher, que se nutrió de las ideas del Institute of Economic
Affairs, que leyó a una gama de escritores que iban desde Edmund Burke,
padre del conservadurismo, hasta el Nobel Friedrich Hayek, tuvo siempre
un respeto por el mundo intelectual que no fue correspondido. Algunos
intelectuales -como Hugh Thomas, el historiador e hispanista- formaron
parte de su círculo de consejeros en algún momento, pero en pocas áreas
de la vida social estuvo más concentrado el odio a ella que en el mundo
académico. Sin embargo -otra vez-, lo cierto es que le prestó un
servicio a la política en su país a derecha e izquierda porque a partir
del renacimiento de la política basada en las ideas tanto una como la
otra adquirieron una dimensión reflexiva de la que carecían.
El aspecto ético de su “premierato” también merece ser valorado por
sus enemigos. Vivimos una era de corrupción extendida, de uso del poder
en beneficio propio, de escasa separación entre intereses públicos e
intereses privados a izquierda y derecha. Su conducta personal fue
ética, quizá porque esa moral calvinista que tanto asustaba a sus amigos
y enemigos le dictó una cierta forma de entender la función pública.
Algo de esos valores, que pudieran parecer anticuados, hace falta en el
mundo de hoy a gritos. En la Europa de los escándalos y los excesos, de
los “pelotazos”, como se dice en España, y la riqueza fácil, en la
Europa de la burbuja, hubiera sido útil recordar la filosofía
mesocrática y modesta de esta hija de tendero que creía en ahorrar,
gastar poco, trabajar mucho y no abusar de los placeres terrenales. La
burbuja que ha dejado a Europa en estado calamitoso no hubiera sido
posible en los términos en que sucedió si la ética de Thatcher hubiera
estado presente cuando ella, ya aislada del mundo real por la
enfermedad, se recluyó en el mundo mental que Meryl Street trató tan
prodigiosamente en su interpretación de La Dama de Hierro.
Muchos de sus admiradores le reprochamos no pocas cosas, entre ellas
su excesivo nacionalismo, que creo que fue un factor más importante que
su desconfianza de la burocracia de Bruselas en su crítica al proceso de
integración europea (crítica de la que el célebre discurso de Bruges en
1988 fue parte central). Pero incluso en eso el tiempo le ha dado no
poca razón. La crisis que vive Europa desde 2007/8 en parte ha puesto de
manifiesto las debilidades de una integración europea que se hizo sobre
bases poco firmes y apresuradamente. Seguramente en la corrección de
esas deficiencias graves en los años venideros la enseñanza de Thatcher,
aun cuando no reconocida públicamente, será un factor.
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