por Lorenzo Bernaldo de Quirós
Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.
El debate entre la austeridad y el crecimiento
planteado por el nuevo Presidente de Francia y, en buena medida, en la
última reunión del G-8 es una falacia. Desde esta premisa es preciso
responder a una cuestión: ¿Qué se entiende por complementar los planes
de estabilización y de reformas con medidas para impulsar el
crecimiento? La contestación a esa pregunta es aumentar el gasto público, lo que es un descomunal error. Su carrera alcista en la mayoría de los Estados de la UE a lo largo de la Gran Recesión no ha servido para reactivar la economía, sino para generar insostenibles volúmenes de déficit y de deuda.
Aunque alguien creyese todavía en la efectividad de las estrategias
keynesianas para relanzar el consumo y la inversión, léase Hollande, el
margen para aplicarlas es inexistente porque los inversores no están
dispuestos a financiarlas y porque hacerlo mediante subidas de
impuestos, a las rentas altas, medias o bajas, da igual, sólo sirve para
profundizar en la recesión. Además, la naturaleza contractiva del
keynesianismo fiscal se agudiza cuando el sistema bancario no tiene
capacidad de suministrar crédito. En este escenario, una mayor demanda
de financiación pública restringe y encarece la ya cara y escasa
disponible para el sector privado lo que agrava la pendiente recesiva.
De nuevo, la Gran Depresión avala esa tesis. La expansión del gasto público iniciada por Herbert H. Hoover y, continuada con mayor intensidad, por Franklin D. Roosevelt
no sacó a los EE.UU. de la Gran Depresión. Igual suerte corrieron los
grandes Estados de la época que adoptaron fórmulas similares. No hay
ejemplos de programas de esa naturaleza que hayan logrado arrancar a
ningún país de un estado de recesión/depresión, salvo los poco
recomendables de la Alemania nazi y del Japón Imperial. Aunque ambos
países emprendieron gigantescos planes de rearme y de obras públicas,
los motores de la reactivación fueron la disminución por decreto de los
salarios reales, la aplicación de políticas monetarias muy laxas, la
fuerte depreciación del marco y del yen y el cierre de sus fronteras.
Las dos potencias del Eje se convirtieron en economías de facto cerradas
y planificadas. ¿Es ese un objetivo deseable para Europa?
La teoría y los hechos muestran que una agenda pro-crecimiento basada en
el gasto público es impracticable en economías abiertas cuando se
aplica desde umbrales de déficit/deuda percibidos como infinanciables
por los mercados. Así pues, la implantación a escala continental del keynesianismo hidráulico
exigiría introducir controles de capitales para evitar su fuga hacia
áreas extracomunitarias, medidas proteccionistas para que las
inyecciones de gasto público no se viesen neutralizadas por una crisis
de balanza de pagos o las dos cosas a la vez. Esto conduciría a la
constitución de una fortaleza europea con un efecto letal para
las perspectivas económicas de la UE en el medio plazo y que además no
resolvería el problema central: quién paga los programas de gasto.
Hay quien considera que eso podría lograrse a través de la emisión de
eurobonos, es decir, de la mutualización del riesgo soberano, y se
equivoca. Esta iniciativa pone sobre el tapete tres preguntas
elementales: ¿Estarán los Estados con finanzas públicas sólidas
dispuestos a pagar más cara su financiación e incluso a aceptar el pago
de la deuda de aquellos que no sean capaces de hacerlo? ¿La existencia
de una garantía de pago europea no se convertirá en un mecanismo para
que los Estados indisciplinados persistan en su indisciplina porque el
riesgo de impago se ha trasladado al conjunto de los Estados de la
Eurozona? ¿Los mercados querrán adquirir unos títulos que en la
versión, de por ejemplo Hollande, están destinados a mantener o elevar
los desequilibrios financieros de los Estados en espera de una
reactivación económica que no se producirá? No parece probable.
Ante este panorama, la tentación de financiar el alza de los desembolsos
del sector público con la maquina de imprimir billetes del Banco Central Europeo
se dispara, lo que sería muy grave. La apelación a la banca central
para convalidar los excesos presupuestarios de los gobiernos ha sido la
fuente de la mayoría de los procesos inflacionarios registrados a lo
largo de los tiempos. En la OCDE fue el origen de la estanflación de mediados de los años 70 y 80 del siglo pasado, de las hiperinflaciones latinoamericanas etc.
Ahora bien, la crítica de algunos economistas liberales a recurrir al
BCE para evitar el desplome del sistema de medios de pago o la
bancarrota de uno varios o muchos estados de la UE ante su imposibilidad
de obtener recursos en los mercados entre el período que transcurre
entre la estabilización y el crecimiento carece de fundamento y obedece a
una visión maximalista ajena a la realidad. Desde los viejos
monetaristas como Irving Fisher hasta los modernos, como Milton Friedman, pasando por el propio Hayek
aconsejaron la apelación a la banca central para conjurar la conversión
de una recesión en una depresión o, como diría, Hayek para impedir una
deflación secundaria que llevase a un dilatado período depresivo. La
idea de dejar que la depresión siga su curso, como el instrumento para
purgar las malas inversiones generadas por una excesiva creación de
crédito, sería un desastre.
Esa opción es compatible con considerar que el sistema bancario de
reserva fraccionaria es una fuente crónica de inestabilidad
macroeconómica y que sería fundamental sustituirle por otro: un modelo
de reserva bancaria del 100 por 100 o por la competencia entre bancos
emisores de moneda. Sin embargo, ese debate de fondo no puede ni debe
conducir a una situación en la que se permanezca de brazos cruzados ante
la posibilidad de un hundimiento generalizados del sistema económico.
La idea de cuanto peor mejor es una estupidez teórica y un suicidio
político.
La revuelta contra la austeridad y las reformas es el resultado
inevitable de la irracional obsesión alemana en impedir al BCE operar
como prestamista de última instancia. Este
comportamiento cerril ha introducido a los Estados dispuestos a
ajustarse en una trampa mortal, en una espiral recesiva producida por
una asfixia de liquidez que se explica como un fracaso de la disciplina
presupuestaria y de la liberalización de la economía. Ante la torpe
tozudez de Merkel, los viejos fantasmas del socialismo y del radicalismo
rojo y negro han salido de sus tumbas. Un error técnico de manual, no
permitir al banco central actuar al modo de la Reserva Federal
estadounidense o del Banco de Inglaterra, ha generado una corriente de
opinión cuya consolidación y crecimiento puede ser nefasta para el
presente y para el futuro de Europa. Alemania está dinamitando la
estrategia liberal frente a la crisis. Si las alternativas al drama
europeo son el estatismo de la izquierda y la extrema derecha, se abre
un escenario estremecedor.
El crecimiento económico de Europa exige estabilidad presupuestaria,
menores niveles de impuestos y de gastos, mercados abiertos a la
competencia y sistemas financieros sanos capaces de canalizar el crédito
hacia la economía real. No hay atajos hacia la prosperidad y, desde
luego, es un camino seguro hacia la decadencia persistir en mantener un
modelo socio-económico incapaz de adaptarse a la globalización. No hay
alternativa. O la UE rompe con el estatismo o se acabó...
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