por Axel Kaiser
Axel Kaiser es Director Ejecutivo de la Fundación para el Progreso (Chile).
En su autobiografía, John Stuart Mill contó que por un tiempo llegó a desear que el socialismo y las diversas doctrinas contrarias a la propiedad privada
se esparcieran entre las clases populares no porque él las considerara
verdaderas, sino porque creía que ésa sería la única forma de infundir
el suficiente temor en las clases altas como para forzarlas a educar a
la población sobre los perniciosos efectos de ataques injustos a la
propiedad privada.
Mill creía que en una democracia las élites no podían darse el lujo
de considerar irrelevante lo que las mayorías pensaran del sistema
económico que las regía, aun cuando éste las beneficiara. El filósofo y
economista inglés entendió así algo que resulta totalmente ajeno al
mundo de la economía y políticas públicas actual; a saber, que en el
largo plazo ninguna institución subsiste si el clima de opinión
intelectual ya no les es favorable. En palabras de Mill: "cuando los
instruidos en general han llegado a reconocer un arreglo social,
político o cualquier institución como buena y otra como mala, una
deseable y otra condenable, mucho ha sido hecho para otorgar a una o
quitar a la otra la preponderancia de la fuerza social que le permite
subsistir". (Essays on Politics and Society).
La cuestión relevante en este contexto no es de funcionamiento, sino
de imagen. Basta con que se haya logrado crear la percepción de que un
arreglo económico o social determinado es malo o injusto para que éste
tenga sus días contados. Contrario a lo que se suele creer, en estas
materias no es el interés lo que mueve primeramente a los hombres, sino
sus convicciones. El mismo Mill diría que una persona con convicciones
es un poder social tan formidable como noventa y nueve personas con
intereses, criticando como superficiales a aquellos que despreciaban las
ideas y creencias como fuente de poder en los asuntos humanos. Y es que
la lógica que impera en una sociedad no es la misma que la que
predomina en una compañía. Mientras en la primera, especialmente si hay
democracia, son criterios ideológicos los más relevantes a la hora de
determinar si una institución se mantiene o desecha, en la segunda son
razones puramente utilitarias lo que define la suerte de su modelo de
negocios y de su administración. Esto no significa que el funcionamiento
sea irrelevante para que un sistema económico sea respaldado por las
mayorías.
El asunto es que los resultados y el proceso mismo también deben ser
percibidos como justos. Si el sistema económico chileno —mal llamado
"modelo"— nunca ha estado tan amenazado y cuestionado, a pesar de que el
chileno medio jamás ha estado mejor que hoy, es precisamente porque la
sensación de injusticia en torno al sistema se ha instalado en el
ambiente. En parte no menor, esto ha sido fabricado durante al menos una
década y media de persistente trabajo por parte de intelectuales
"progresistas" y también muchos conservadores cuya fe tiende a demonizar
al mercado y a endiosar al Estado contra toda evidencia. Desde sus
cátedras, libros y espacios en los medios, ellos han tenido éxito frente
a un adversario confiado en que los buenos resultados bastarían para
sostener el sistema y que se limitó a refutar argumentos de justicia con
gráficos y estadísticas. Pero dado que el ser humano es mucho más que
una calculadora de costos y beneficios —algo que, a pesar de su
utilitarismo, el mismo Mill mostró entender—, los primeros, mucho mejor
formados en cuestiones de ética, historia, filosofía y humanidades en
general, han ganado la disputa.
La consecuencia ha sido la aceptación casi transversal de la idea de
que el actual "modelo" económico debe ser reemplazado por un esquema
mucho más estatista e intervencionista. Así las cosas, la pregunta ya no
es si Chile va a entrar o no en un camino estatista, sino hasta dónde
lo va a recorrer. Y eso dependerá de qué tanto los pocos que todavía
creemos en una sociedad de personas libres y responsables recojamos la
lección de Mill y logremos explicar no solo los nocivos efectos del
camino por el que estamos transitando actualmente, sino fundamentalmente
por qué nuestra propuesta, la de la libertad, es la más justa.
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