Espasmos antisistema
- Esta izquierda adánica y radical cree todavía que la riqueza procede de un acto de usurpación que legitima la violencia contra los que más tienen
Sobre
los actos políticos de acoso que se producen nuevamente en España
–recuérdense, además de los que están asociados desde siempre al entorno
de ETA, los que se produjeron durante el año 2006, por ejemplo–, se ha
escrito ya mucho y se ha dicho aún más. Reconforta ver que frente a una
minoría que mezcla en su comportamiento legítimas protestas por lo que
no le gusta con ilegítimas técnicas de acción directa, una gran mayoría
ha sabido diferenciar comportamientos y ha sabido reaccionar. Aunque en
ocasiones lo parezca, lo cierto es que la sociedad española no contempla
ni de lejos ninguna alternativa a la democracia entendida como se
entiende en todo Occidente: votaciones, partidos, parlamentos,
pluralismo, alternancia, respeto a la Ley.
No obstante, no conviene mi-nusvalorar la tensión disruptiva que este tipo de comportamientos genera, porque, contra lo que en ocasiones se piensa, responde a una ideología y a un proyecto político de fondo. Es parte de una visión política de largo recorrido –la que se enseña en la mayor parte de las universidades, por cierto– que a lo largo de su historia sí ha producido efectos graves en las sociedades en las que arraiga.
El origen ideológico de este tipo de espasmos antisistémicos se encuentra en alguien tan leído y citado como Rousseau, quien –destacadamente en «El contrato social»– afirma dos cosas fundamentales que desde entonces son aceptadas como verdades por muchos: primero, que la riqueza proviene de un acto de usurpación de unas personas sobre otras, personas que antes de que se produjera ese robo tenían lo mismo y por ello eran iguales y después, no; segundo, que las leyes, las instituciones y la cultura son creaciones de los usurpadores para consolidar su robo y darle una apariencia de legitimidad. Estas dos ideas –que la riqueza expresa maldad y que el Estado está al servicio de los ricos (por tanto de los malos)– impregnan toda una cultura política que ha adquirido matices más o menos violentos, expresiones más o menos inteligentes, intenciones más o menos fraternas y políticas más o menos divisivas, durante siglos. Rousseau no tiene razón –la riqueza se crea o se destruye, no sólo se transfiere, y el Estado y las leyes no son lo que él dice, no son lo que más beneficia a una minoría sino lo que más beneficia a la inmensa mayoría– pero en ocasiones se dan circunstancias y acontecen hechos que parecen darle la razón y que reaniman cosmovisiones y movimientos políticos herederos de él. Ahora se dan.
Entre nosotros, la herencia rousseauniana –cuyo mejor albacea ha sido el presidente Zapatero– ha dado por resultado una forma de interpretar nuestra historia reciente que puede expresarse así:
1. España no es una nación sino un Estado cuyo origen es la Constitución de 1978.
2. La Transición fue una farsa y la Constitución es una burla.
3. Por detrás de la vida política aparente discurre una vida política real que es esencialmente corrupta y antidemocrática. La forma del poder no muestra el poder sino que lo oculta. Parlamentos, elecciones, magistraturas, y cualesquiera otras instituciones que forman parte del sistema político español son sólo trampantojos que engañan a los incautos que creen que en España las cosas cambiaron en 1978, cuando lo que cambió fue sólo lo necesario para que todo siguiera igual.
4. Puesto que nada ha cambiado pero parece que sí, la política no debe consistir en actuar de buena fe en las instituciones, sino en desenmascarar lo que está pasando, en desvelar el engaño. Una vanguardia activa tiene que abrir los ojos a la mayoría, que aún está engañada.
5. La acción directa, e incluso la violencia política, ha de entenderse como el resultado de la gran mentira política que se denuncia. Quienes han hurtado el poder y la propiedad mediante procedimientos arteros y han diseñado luego unas instituciones represivas, no representativas, no pueden sorprenderse de que haya quien se decida a procurar cambiar las cosas por el único camino que le queda: mediante la violencia. La violencia política es responsabilidad de quienes mandan y no deberían mandar, de quienes se quedan con lo que no es suyo, que empujan a los violentos a una situación desesperada.
¿Rousseau tenía razón?
No obstante, no conviene mi-nusvalorar la tensión disruptiva que este tipo de comportamientos genera, porque, contra lo que en ocasiones se piensa, responde a una ideología y a un proyecto político de fondo. Es parte de una visión política de largo recorrido –la que se enseña en la mayor parte de las universidades, por cierto– que a lo largo de su historia sí ha producido efectos graves en las sociedades en las que arraiga.
El origen ideológico de este tipo de espasmos antisistémicos se encuentra en alguien tan leído y citado como Rousseau, quien –destacadamente en «El contrato social»– afirma dos cosas fundamentales que desde entonces son aceptadas como verdades por muchos: primero, que la riqueza proviene de un acto de usurpación de unas personas sobre otras, personas que antes de que se produjera ese robo tenían lo mismo y por ello eran iguales y después, no; segundo, que las leyes, las instituciones y la cultura son creaciones de los usurpadores para consolidar su robo y darle una apariencia de legitimidad. Estas dos ideas –que la riqueza expresa maldad y que el Estado está al servicio de los ricos (por tanto de los malos)– impregnan toda una cultura política que ha adquirido matices más o menos violentos, expresiones más o menos inteligentes, intenciones más o menos fraternas y políticas más o menos divisivas, durante siglos. Rousseau no tiene razón –la riqueza se crea o se destruye, no sólo se transfiere, y el Estado y las leyes no son lo que él dice, no son lo que más beneficia a una minoría sino lo que más beneficia a la inmensa mayoría– pero en ocasiones se dan circunstancias y acontecen hechos que parecen darle la razón y que reaniman cosmovisiones y movimientos políticos herederos de él. Ahora se dan.
Entre nosotros, la herencia rousseauniana –cuyo mejor albacea ha sido el presidente Zapatero– ha dado por resultado una forma de interpretar nuestra historia reciente que puede expresarse así:
1. España no es una nación sino un Estado cuyo origen es la Constitución de 1978.
2. La Transición fue una farsa y la Constitución es una burla.
3. Por detrás de la vida política aparente discurre una vida política real que es esencialmente corrupta y antidemocrática. La forma del poder no muestra el poder sino que lo oculta. Parlamentos, elecciones, magistraturas, y cualesquiera otras instituciones que forman parte del sistema político español son sólo trampantojos que engañan a los incautos que creen que en España las cosas cambiaron en 1978, cuando lo que cambió fue sólo lo necesario para que todo siguiera igual.
4. Puesto que nada ha cambiado pero parece que sí, la política no debe consistir en actuar de buena fe en las instituciones, sino en desenmascarar lo que está pasando, en desvelar el engaño. Una vanguardia activa tiene que abrir los ojos a la mayoría, que aún está engañada.
5. La acción directa, e incluso la violencia política, ha de entenderse como el resultado de la gran mentira política que se denuncia. Quienes han hurtado el poder y la propiedad mediante procedimientos arteros y han diseñado luego unas instituciones represivas, no representativas, no pueden sorprenderse de que haya quien se decida a procurar cambiar las cosas por el único camino que le queda: mediante la violencia. La violencia política es responsabilidad de quienes mandan y no deberían mandar, de quienes se quedan con lo que no es suyo, que empujan a los violentos a una situación desesperada.
¿Rousseau tenía razón?
En
el fondo, ¿qué creen quienes forman parte de este movimiento político?
Creen que Rousseau tenía razón cuando escribió esto: «El rico, acuciado
por la necesidad, concibió finalmente el proyecto más meditado que jamás
haya entrado en mente humana: fue emplear en su favor las fuerzas
mismas de quienes lo atacaban, hacer defensores suyos de sus
adversarios, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que
le fuesen tan favorables como contrario le era el derecho natural [...]:
"Unámonos", les dijo, "para proteger de la opresión a los débiles,
contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le
pertenece [...]".Tal fue, o debió ser, el origen de la sociedad y de
las leyes, que dieron nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas al
rico, destruyeron sin remisión la libertad natural, fijaron para siempre
la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una hábil
usurpación un derecho irrevocable y sometieron desde entonces, para
provecho de algunos ambiciosos, a todo el género humano al trabajo, a la
servidumbre y a la miseria».
No tienen razón, pero hay que evitar hacer cosas que den a entender que la tienen. Y algunas se hacen.
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