Internacional
ABC regresa a Panmunjom, la última frontera de la Guerra Fría, escoltado por soldados de Kim Jong-un
A la derecha, una enorme bandera norcoreana ondea en un
mástil a 160 metros de altura sobre los campos de cultivo y las casas de
Kijong-dong. En Corea del Norte lo llaman el «pueblo de la paz», pero en el Sur lo han apodado el «pueblo de la propaganda»,
porque podría ser sólo un decorado desde el que se estuvieron emitiendo
proclamas revolucionarias hasta 2004. A la izquierda, una bandera
surcoreana algo más pequeña, de casi 100 metros, preside Daeseong-dong,
el «pueblo de la libertad», cuyos 200 habitantes viven protegidos por
las tropas estadounidenses del vecino Campamento Bonifas.
En plena Zona Desmilitarizada del Paralelo 38, este es el paisaje que ve cada día Kim Myung-hak, un teniente del Ejército norcoreano
que sirve de guía a los turistas extranjeros que viajan desde Pyongyang
para visitar el puesto fronterizo de Panmunjom, la última frontera de
la Guerra Fría. «Esta herida aún abierta simboliza la tragedia que sufre
nuestro país, dividido desde hace 60 años», se lamenta el oficial nada
más pasar el puesto de control, donde no falta la típica tienda de
«souvenirs» que vende desde el «mejor ginseng del mundo» hasta
«merchandising» comunista.
Escoltado por dos soldados armados y con el casco calado
hasta las cejas, nos advierte de que «la situación es muy tensa ahora»
por la escalada militar entre ambas partes. En las últimas semanas, el régimen dirigido por Kim Jong-un ha
declarado el estado de guerra, vigente en realidad desde el fin de la
contienda entre las dos Coreas en 1953, y puesto en alerta a sus tropas
más cercanas a la frontera con el Sur, que en Panmunjom está a sólo unos
metros de distancia y separado únicamente por una raya en el suelo.
Repitiendo el duelo de las banderas, los soldados de uno y otro lado se desafían con la mirada tras las casetas azules de la ONU donde ambos bandos se reúnen para negociar.
«Incidente del hacha»
«Para mí es un honor servir a mi país en primera línea,
pero también una gran responsabilidad porque debemos mantener la sangre
fría para que ninguna escaramuza desencadene una guerra que nadie
quiere», reconoce el teniente antes de recordar algunos episodios
violentos del pasado. Entre ellos destacan el «incidente del hacha», que
en 1976 costó la vida a dos militares estadounidenses que pretendían
cortar un árbol que les nublaba la vista de su puesto de vigilancia, y
la deserción en 1984 de un traductor ruso, que acompañaba a una
delegación y aprovechó para salir corriendo y huir al otro lado. Cuando
17 soldados norcoreanos penetraron en el Sur para atraparlo, se desató
un tiroteo que acabó con tres de ellos muertos, junto a uno del bando
contrario.
Rodeado por un grupo de turistas occidentales, el teniente
Kim vigila el moderno pabellón del Sur, al que tampoco han dejado de
acudir los visitantes traídos por las agencias de viajes del otro lado.
Así lo comprobó este corresponsal a principios de mes, cuando viajó al
Paralelo 38 desde Seúl tras estallar la crisis por las amenazas
nucleares de Corea del Norte. «¿Por qué los imperialistas americanos
quieren negociar ahora?», nos pregunta el militar antes de congratularse
por el fin de las maniobras conjuntas entre Estados Unidos y Corea del Sur.
Aunque su fecha de conclusión estaba prevista de antemano para mañana
martes, el teniente se deja llevar por la propaganda y lo interpreta
como una victoria del mariscal Kim Jong-un.
En su discurso del 31 de marzo ante el Comité Central del
Partido de los Trabajadores, el joven dictador norcoreano abogó por «una
nueva línea estratégica para desarrollar paralelamente la construcción
económica y las fuerzas armadas nucleares», que «nunca serán renunciables a cambio de dinero».
«Con el desarrollo nuclear podemos asegurarnos el progreso económico»
Sus palabras suenan huecas cuando, a la vuelta de Panmunjom, la carretera revela con toda su crudeza la realidad de la vida en
Corea del Norte: bueyes arando la tierra, mujeres lavando la ropa en
los ríos y campesinos acarreando sobre sus espaldas fardos de leña para
calentarse con hogueras por falta de electricidad. Aunque con menos
horas de apagones, la élite de Pyongyang también sufre dichos cortes.
Pero, con la luz yéndose y viniendo cada dos por tres, eso
no le impide a una docena de clientes de un restaurante con karaoke
terminar la noche entonando el tema «Veámonos otra vez», que trata sobre
la reunificación de Corea. Con el pin de los Kim en la solapa, que el
régimen sólo concede a sus más fieles adeptos, los jóvenes cantan a sus
hermanos del Sur «Quedaos aquí y que estéis bien» para cerrar la herida
del Paralelo 38.
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