10 abril, 2013

No hace falta corralito

por Pedro Schwartz
Pedro Schwartz es Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia de Madrid y Profesor de Economía de la Universidad San Pablo CEU.
Desde el puente de mando del “Euro”, la oficialidad grita órdenes contradictorias a la marinería para que arranque o detenga diferentes bombas de achique. El capitán y sus lugartenientes acaban de descubrir que el buque estaba mal diseñado. En los años de bonanza lo llevaron a mares peligrosos. Ahora el tifón financiero lo pone en peligro de zozobra. ¿A dónde dirigir el rumbo? ¿Volver al puerto de salida y recomponer el diseño original o seguir mar adentro hacia la Terra Ignota de “más Europa”? Que el euro estaba mal diseñado lo dijimos muchos desde el inicio. Cierto es que una moneda común tiene grandes ventajas como facilitadora de intercambios y freno de políticas populistas, pero al querer imponerla políticamente se ha obtenido el resultado contrario.


El euro se ideó para consolidar la unión política de los europeos. Ahora aparecen en la eurozona dos bandos cada vez más enfrentados: los países del norte, capitaneados por Alemania y Holanda, y los latinos y periféricos, encabezados por Francia. Y, por si fuera poco, la distancia entre el Continente y los británicos aumenta como si los países con historias más o menos recientes de autoritarismo (Salazar, Franco, Pétain, Hitler, Mussolini, Tito, Pilsudski, Horthy, los coroneles griegos… y los sóviets) pudiéramos permitirnos apartar a la democracia liberal más vieja del mundo, aparte de la americana.
No está de más recordar el diseño inicial de la moneda única, tan distinto de la práctica actual. El euro nació con el Tratado de Maastricht como una moneda de nuevo cuño. La emitiría un banco central totalmente independiente de la política y los políticos, solamente dedicado a gestionar el sistema de pagos de la eurozona y de mantener el poder de compra de la divisa común. El Banco Central Europeo (BCE) tendría prohibido conceder créditos o adquirir bonos soberanos de los estados miembro, con la excepción de lo necesario para inyectar o retirar liquidez.
Vista la larga experiencia de que un banco central acaba monetizando la deuda del Tesoro, el propio Tratado de Maastricht y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento firmado después impusieron a los Estados-miembro un máximo de déficit equivalente al 3% del PIB y otro máximo de deuda equivalente al 60%. A la vista está que nada de esto se ha respetado.
Dos defectos y una contradicción han hecho que el euro falle estrepitosamente. El primer error fue creer que la mera existencia del euro haría de la eurozona un verdadero mercado común, en vez de aplazar la imposición de la moneda única hasta el momento en que las economías nacionales hubieran convergido. El segundo fallo fue elegir el Índice de Precios al Consumo como indicador de la estabilidad del valor del euro. Por definición, ese índice no puede incluir los cambios en el valor de los activos inmobiliarios y de los valores de la bolsa, donde unos tipos de interés artificialmente bajos estaban hinchando la burbuja: mejor indicador habría sido el PIB nominal. La contradicción era declarar en el Tratado de Maastricht que ningún Estado-miembro sería rescatado si quebraba y también que “en circunstancias extremas” se podía acudir a rescatarlo: de hecho, nadie se ha atrevido a expulsar un país incumplidor.
Abandonado el diseño original, la propuesta de los soñadores es navegar hacia una federación de Estados europeos, recalando primero en la Banca Única, pasando luego a emitir eurobonos y, por fin, algún día, creando un Ministerio de Hacienda europeo. No haría falta tanta inspección y regulación bancaria si los depósitos inferiores a 100.000 euros no estuvieran totalmente protegidos. Entiendo por otra parte que ciertas mentalidades se entusiasmen con la idea de una gran Tesorería capaz de colocar ríos de deuda pública en el mundo entero, flanqueada por una Hacienda encargada de ingresar impuestos a raudales. Son los mismos que en EEUU creen que apoyan a Obama cuando pide que se eleve el techo de la deuda pública y que se aumenten los impuestos sobre los ricos.
Escollera
En lo inmediato, las medidas tomadas en Chipre y las que se preparan para Eslovenia y Malta indican la escollera en la que seguramente encallaremos. El BCE empieza por salvar a los países en dificultades con descuento de papel a mansalva; luego viene la creación de fondos de estabilidad financiera para combatir la especulación; sigue el envío de la troika para imponer la consolidación fiscal acompañada de “cortes de pelo” a los tenedores de deuda pública e incluso de depósitos bancarios; y la última novedad es un corralito para evitar la huida de capitales.
El corralito podría evitarse si, en vez de limitarla retirada de billetes de los cajeros automáticos y controlar la salida de capitales, se dejara aparecer un mercado de cambio libre entre el euro normal y el euro chipriota. La banca chipriota marcaría con un sello todos los billetes que pusiera en circulación. Las transferencias al extranjero también se harían en dinero “resellado”.
Quienes necesitaran euros normales para comprar fuera o sencillamente para exportarlos acudirían al mercado libre a cambiar su moneda sellada por euros europeos. Por su parte, los exportadores chipriotas repatriarían los euros normales obtenidos y tendrían el incentivo de una ganancia en el cambio. Los residentes en Chipre y los acreedores extranjeros sufrirían un “corte de pelo” automático, sin necesidad de troika alguna. Chipre tendría dos monedas, aunque la competencia de los euros normales frenaría la sobre emisión de euros chipriotas. No hay como permitir que se organice un mercadillo para corregir los errores de la Administración.

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