por José Luis Sardón
José Luis Sardón es Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) de Lima.
Debido a la revitalización de la economía británica que llevó a cabo durante los diez años que gobernó el Reino Unido (1979-1989), Margaret Thatcher
—fallecida en Londres esta semana— califica como una de las grandes
estadistas del siglo XX. En 1975, poco antes de que llegara al poder, Henry A. Kissinger
dijo: “Bretaña es una tragedia; se ha hundido en prestarse, mendigar,
robar”. A fines de los 1980s, gracias a las reformas realizadas por
ella, el Reino Unido había vuelto a ser una de las economías más
pujantes del mundo. Quizás no haya mejor manera de agradecer su
inspirador ejemplo, sin embargo, que recordar lo que la sacó del poder,
para aprender tanto de sus triunfos como de sus derrotas.
En 1982, luego de su victoria en Las Malvinas, Thatcher obtuvo una
amplia mayoría en la Cámara de los Comunes. Ello le permitió emprender
un ambicioso programa de privatizaciones y de liberalización de la
economía británica, eliminando las barreras legales y burocráticas que
impedían el acceso de los pobres al mercado. Sin embargo, luego de las
elecciones de 1987, con una mayoría menos holgada, terminó siendo
presionada a renunciar, por las protestas que originó la reforma tributaria
que pretendió llevar adelante. Esta reforma consistía, esencialmente,
en sustituir los impuestos progresivos por un impuesto per cápita, es
decir, igual para todos los ciudadanos. El monto de este impuesto se
determinaría dividiendo el presupuesto a cubrir entre el número de
ciudadanos de la respectiva circunscripción.
Con razón, Thatcher hizo notar que los impuestos progresivos implican
que los ricos paguen no más sino mucho más que los pobres. Si el
impuesto a la renta, por ejemplo, tuviera una tasa única, quien gana más
pagaría más que quien gana menos; sin embargo, si la tasa se va
elevando conforme los ingresos aumentan, quien gana más termina pagando
mucho más que quien gana menos. Así, al desalentar alcanzar niveles de
ingresos mayores, la tributación progresiva puede tener un grave efecto
desmoralizador sobre los agentes económicos.
La manera de evitar que esto ocurra, argumentó Thatcher, es
instituyendo un impuesto igual para todos, basado en que todos reciben
los mismos servicios del Estado. Inicialmente, este impuesto fue
establecido a nivel de los gobiernos locales; sin embargo, como éstos no
redujeron sus presupuestos, su monto terminó originando las protestas
la llevaron a renunciar. Ello no habría ocurrido si el impuesto igual
hubiese sido establecido junto con un límite a su monto, pero Thatcher
quiso apostar a que los propios gobiernos locales rebajarían sus
presupuestos en el tiempo. La fuerte reacción social impidió que la
curva de aprendizaje tuviera lugar.
En el Perú, ocurre que no sólo la mayoría de impuestos son
“progresivos” sino que —gracias a una resolución del Tribunal
Constitucional de hace unos años— incluso los arbitrios municipales
pueden llegar a serlo. En el objetivo de reducir la desigualdad, todo
parece valer, inclusive empobrecer a todos. Sin duda, esto frena un
mayor despegue económico del país, puesto que desalienta el trabajo y la
creatividad empresarial de los peruanos. Para superarla, sin embargo,
las ideas y experiencias de Margaret Thatcher —protagonista de la
libertad, si es que los hay— debieran servir como crucial referente.
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