por Víctor Pavón
Víctor Pavón es Decano de Currículum UniNorte (Paraguay) y autor de los libros Gobierno, justicia y libre mercado y Cartas sobre el liberalismo.
Cuando todo parecía indicar que la voluntad de los venezolanos por terminar con la izquierda autoritaria y populista de Hugo Chávez triunfaría en las urnas, los fanáticos del bolivarianismo se decidieron por torcer la voluntad popular.
Nicolás Maduro apeló con sus seguidores a la vieja
práctica de ser proclamado rápidamente por un abyecto tribunal electoral
sin antes agotar el necesario recuento de votos, solicitado por el
opositor Henrique Capriles, con la debida razón tomando
en cuenta tan estrecho margen de votos. De paso, nuevamente podemos
percatarnos que órganos como el UNASUR no están en condiciones de reemplazar a la OEA, no son confiables. Con la ligereza y rapidez con la que actuaron con Paraguay
cuando lo sancionaron luego de la destitución del entonces presidente
Lugo, los miembros de UNASUR —entre los que se destacan los del eje
bolivariano compuesto por Argentina, Ecuador y Bolivia— raudamente
reconocieron el triunfo de Maduro —el otro miembro del clan, a sabiendas
de las denuncias, del maridaje entre partido y estado, a pesar del
escaso margen de menos del dos por ciento.
No es de sorprendernos lo que Maduro y los bolivarianos están
dispuestos a hacer. El mismo Chávez desde los inicios de su revolución
se fue encargando de seguir el libreto dictado por el castrismo cubano,
cuando Fidel le dijo a Chávez: “la revolución se defiende con sangre”.
Toda revolución, por supuesto, tiene que financiarse, y qué mejor que
con un barril de petróleo en alza en los mercados mundiales, lo que le
permitió al chavismo vanagloriarse de extraordinarios ingresos; pero,
dilapidados en la corrupción de un sistema estatista que solo
redistribuía riqueza, siendo los leales los que formaban la primera fila
de beneficiarios.
Sin embargo, la muerte de Chávez significó el fin del encantamiento
con el régimen. Los bolivarianos venezolanos y también los castristas
cubanos sabían que con un triunfo de Capriles se reventaba la burbuja
que construyeron para sí mismos y con la que viven a costa de sus
pueblos cada vez más oprimidos.
Sucedió que durante esta última y muy corta campaña electoral,
Henrique Capriles envió una señal muy clara sobre lo que sería su
política exterior: romper de una vez por todas con el maridaje con los
hermanos Castro. En realidad, el encantamiento se rompió porque pese a
los ingentes recursos que llenaban las alforjas del estado venezolano
—eufemismo para más bien decir los bolsillos de los leales al régimen—
aquel dinero no se traducía en el pan en las mesas de los hogares.
Los venezolanos se están percatando que la angustia de su diario vivir
con un cada vez más alto costo de vida, una inflación galopante y una
moneda sin poder adquisitivo, tiene una explicación: la culpa de lo que
sucede no se debe precisamente al capitalismo —el enemigo inventado—
es culpa de los mismos gobernantes a quienes se les dio la oportunidad
de gobernar y han decepcionado y mentido.
Los autoritarios, en todas las épocas y lugares, han tenido la idea fija
de que son ellos los elegidos por el destino para “guiar” a la gente,
en una típica actitud determinista de la historia de la que Karl Popper nos enseñara en su monumental obra, La sociedad abierta y sus enemigos.
Precisamente, Maduro, sus seguidores y todo lo que representa el
bolivarianismo son enemigos del hombre libre. Esta gente no está
dispuesta a dejar el poder, aunque el poder se los haya arrebatado el
mismo pueblo. Son aventajados aprendices de su máxima consigna: la
revolución se defiende con sangre.
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