Desesperación social
¿Por qué están proliferando los grupos
armados en la república? ¿Por qué aparecen en diversos estados de la federación
“policías comunitarias”, “policías de autodefensa” y paramilitares de distintas
extracciones y justificaciones?
¿Por
qué en Michoacán, anteayer, el pueblo se atrevió a cercar a un nutrido grupo de
soldados fuertemente armados a los que, por lo visto, ya les perdieron el
respeto? ¿Por qué atan a los representantes del orden alrededor de unos palos
clavados en el piso, los rocían con gasolina y les prenden fuego, como ya
aconteció en el Distrito Federal? ¿Por qué la gente bloquea carreteras, toma
puentes y cancela el paso por las casetas de cobro federales para impedir la
circulación de automóviles y camiones?
¿Por
qué un sector creciente de mexicanos se encuentra cada día más profundamente
sepultado en el escepticismo y desconfía ya de todo tipo de autoridad, la cual,
en un principio, debería conducirse invariablemente de buena fe? ¿Por qué las
masas han resuelto protegerse y resolver sus diferencias con las manos,
ignorando la ley y a quienes dicen defenderla y si no que la patria se los
demande...?
¿Los
mexicanos le creemos a los curas, sobre todo a los pederastas, a los políticos,
a los comentaristas de radio y televisión o a los columnistas de la prensa
escrita? ¿Acaso le creemos a nuestros maestros? ¿A quién le creemos? ¿Tal vez a
los diputados o a los senadores o a los jueces y a los ministros?
El
escepticismo crónico y ancestral que padecemos los mexicanos bien pudo comenzar
cuando los españoles destruyeron brutalmente las instituciones aztecas. Donde
sin duda se encuentra otra probable explicación es en la consolidación de la “dictadura
perfecta” ejecutada puntualmente por Lázaro Cárdenas.
A
partir de ese patético momento en que el jefe de la nación nombraba diputados,
senadores, jueces, ministros y gobernadores ignorando los principios más
elementales de una federación, la promisoria democracia con todas sus
ventajas, se embotelló a todo lo largo del siglo 20.
En
una sociedad cerrada como la diseñada por el general Cárdenas y heredada, sin
duda alguna de Obregón y de Calles, empezó a reproducirse la fenomenología del
agua estancada, en donde proliferan bacterias, virus y miles de agentes patógenos.
México se pudrió.
Las
históricas carencias en materia de impartición de justicia se hicieron más
patentes aún. Si en el México moderno 98 por ciento de los crímenes permanecen
sin ser resueltos, lo anterior no podía sino tener una sola consecuencia: tarde
o temprano, ante la incapacidad, la corrupción, indolencia o la arbitrariedad
de la autoridad, tendríamos que resolver nuestras diferencias con las manos,
tal y como acontecía en el paleolítico tardío.
La
aparición de policías comunitarias, grupos de autodefensa y paramilitares no
puede ser entendida sino como una respuesta de la sociedad deseosa de proteger
sus intereses y su integridad física al costo que sea.
Son
señales de hartazgo ante la impotencia, ante la expansión de la delincuencia y
el señorío incontestable del crimen organizado.
Ante
un Estado incapaz de impartir justicia solo cabe esperar el surgimiento de
movimientos armados. Estamos pagando el precio de 70 años de la dictadura
priista, en donde se gobernaba de acuerdo a los estados de ánimo del
presidente y jamás en términos del sometimiento incondicional a la ley.
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