17 mayo, 2013

EE.UU.: Armado, dominante y peligroso

por Ted Galen Carpenter
Ted Galen Carpenter es vicepresidente de Estudios de Defensa y Política Exterior del Cato Institute y autor o editor de varios libros sobre asuntos internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington's Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002).
El gasto militar de EE.UU. es demasiado excesivo frente a las necesidades legítimas de defensa.
Funcionarios tanto en las administraciones de Bush y de Obama han argumentado que el presupuesto militar de China es excesivo frente a las necesidades legítimas de defensa de ese país. Pero el gasto militar de EE.UU. es mucho mayor que el de China o que el de cualquier otro país. De hecho, el presupuesto militar de Washington para este año, incluyendo el financiamiento para la guerra en Afganistán, es alrededor de seis veces el presupuesto oficial de defensa de China. Considerando que China está ubicada en una región con múltiples preocupaciones de seguridad mientras que el vecindario de EE.UU. es extremadamente estable y pacífico, parecería que es el gasto militar de EE.UU. el que es excesivo frente a las necesidades legítimas de defensa.


Este compromiso excesivo de recursos con las fuerzas armadas no conviene ni a la economía de EE.UU. ni al esfuerzo de minimizar los conflictos internacionales. Este compromiso coloca una carga indebida sobre los contribuyentes estadounidenses mientras que incomoda a otros países y los hace sospechar.
Una nueva infografía del Cato Institute muestra precisamente qué tan groseramente fuera de proporción está el gasto militar de Washington en relación a aquel de otros países. Quizás la estadística más impresionante es que EE.UU. ahora constituye 44 por ciento del gasto militar a nivel global. Dicho de otra forma, EE.UU. gasta casi lo mismo en las fuerzas armadas que el resto de los países sumados. La naturaleza sobredimensionada de las partidas presupuestarias es evidente de otras formas. Veinte por ciento del presupuesto federal de EE.UU. está destinado al gasto militar, mientras que el promedio para los aliados de EE.UU. en la OTAN es simplemente de 3,6 por ciento. Cinco por ciento del PIB anual de EE.UU. es asignado a las fuerzas armadas, pero para los países en la OTAN, Japón y China, esto está muy por debajo de 2 por ciento.
El exorbitante gasto de Washington promueve que los países aliados se beneficien gratuitamente del gasto en defensa de EE.UU. y mantengan sus propios presupuestos de defensa más bajos de lo que serían de otra forma, liberando así recursos financieros para prioridades domésticas. Tal subsidio de facto comprensiblemente le agrada tanto a los líderes políticos como a las poblaciones de esos aliados. Sin embargo, ese subsidio también alienta a los países aliados, especialmente a aquellos en la Unión Europea, a descuidar sus problemas de seguridad en su propia región, esperando que Washington se encargue de su defensa. Y para las naciones que tienen una relación ambivalente o complicada con EE.UU., el efecto de este inflado gasto militar es todavía más negativo.
Los países grandes como China, Rusia e India tienen razones para preguntarse por qué los líderes estadounidenses le dan tanta importancia a aumentar el poder militar de EE.UU. cuando Washington ya tiene una ventaja gigantesca en esa área. Por ejemplo, algunos periodistas y expertos en política exterior en EE.UU. expresan su preocupación acerca de que China desplegó su primer portador de aviones. Pero EE.UU. tiene 11 portaaviones en su flota —y adicionalmente una serie de barcos de combate y de respaldo que conforman las múltiples fuerzas de ataque con cargadores y grupos de batalla. No es solo que EE.UU. tiene muchos más cargadores que cualquier otro país, muchos países (notablemente Gran Bretaña y Francia) que despliegan incluso una cantidad pequeña de tales embarcaciones son aliados cercanos de Washington.
Dada su posición geo-estratégica y sus impresionantes capacidades militares, EE.UU. es probablemente el poder importante más seguro en la historia. Su ubicación es extraordinariamente afortunada, con dos grandes océanos resguardando las costas occidental y oriental y con sus vecinos en sus fronteras norte y sur siendo ambos débiles y amigables. De hecho, no hay un competidor militar serio en cualquier parte del hemisferio occidental. La noción de un ataque a gran escala a EE.UU. desde cualquier base dentro de la región o fuera de ella proviene de fantasías paranoicas. Y si la gran ventaja de las fuerzas armadas de EE.UU. no fuese suficiente para desalentar a un atacante, EE.UU. tiene un importante y sofisticado arsenal nuclear y sistema de envío para actuar como último disuasivo en contra de un potencial agresor.
No solo que EE.UU. reside en un barrio extremadamente seguro, sino que los adversarios declarados que enfrenta en otras regiones son mediocres o relativamente débiles como Irán y la República Democrática de Corea, o son diversos actores no-estatales. Aunque dichos enemigos muchas veces generan miedo entre los estadounidenses, no constituyen una amenaza seria, ni mucho menos una que sea existencial para EE.UU.
Considerando todas sus ventajas, es difícil para EE.UU. justificar mantener su gasto militar a niveles así de elevados y construir fuerzas armadas todavía más potentes. Los países grandes que no son aliados de EE.UU. bien podrían sospechar que el motivo subyacente de Washington al continuar sus abundantes erogaciones militares sería un intento de intimidar a potenciales competidores.
Incluso la naturaleza de gran parte de las unidades de combate de EE.UU. sugiere que el propósito principal es proyectar poder a lo largo de grandes distancias, no defender el territorio estadounidense. Tal estructura de fuerzas solo puede ser justificada como necesaria para la defensa nacional solamente si uno aplica la definición más amplia posible de ese concepto.
Los países más pequeños que ya están en malos términos con EE.UU. tienen todavía más razones para preocuparse acerca de los motivos Washington. Ellos tienen una constante preocupación de que podrían volverse objetos de un cambio de régimen a la fuerza, y como Washington ha adoptado esa estrategia con otras naciones como Irak y Libia, no es una preocupación irracional. Los adversarios de EE.UU. se enfrentan a una situación muy desagradable, dado que no hay manera de que puedan defenderse exitosamente en contra de una campaña determinada y coordinada por parte de las gigantescas fuerzas armadas de EE.UU.
Para ellos, la elección parece ser una clara disyuntiva entre la capitulación ante las demandas de Washington o la adquisición de un disuasivo nuclear. Las acciones de Corea del Norte y de Irán indican que al menos algunos países podrían optar por lo segundo. En un caso clásico de consecuencias no intencionadas, la superioridad masiva de las fuerzas armadas convencionales de Washington, junto con una política exterior beligerante, parece haber creado los incentivos perversos para la proliferación de las armas nucleares, la última cosa en el mundo que los líderes estadounidenses deseaban. 
Una moderación mucho mayor en el gasto militar de EE.UU. beneficiaría tanto a los estadounidenses como a los prospectos de relaciones menos beligerantes entre EE.UU. y otros países. Hoy la cantidad que Washington gasta en las fuerzas armadas cada año es $2.300 (1.760 euros) por persona. La obligación comparativa para el país promedio en la OTAN es de $503 por persona. Para China, es menos de $200 por persona.
Esa disparidad impone una enorme e innecesaria carga financiera sobre los estadounidenses. Si los líderes estadounidenses no insistieran en tratar de micro-administrar los asuntos de seguridad del mundo, entrometiéndose en cada tipo de disputa local o regional, e intentando prevenir que otros poderes jueguen papeles más importantes, el gasto militar de EE.UU. podría reducirse dramáticamente —posiblemente a menos de la mitad de los niveles actuales. Y lo podría hacer sin poner en peligro la seguridad y los intereses económicos esenciales de EE.UU. Un presupuesto de defensa más modesto podría diluir la influencia de Washington en ciertas regiones del mundo, pero eso es un precio que vale la pena pagar.
Especialmente cuando el gobierno estadounidense se enfrenta a déficits presupuestarios crónicos y masivos y a un creciente problema con la deuda, desde hace ratos que llegó el momento de que los líderes de EE.UU. establezcan prioridades de política exterior más prudentes y recorte los compromisos y objetivos insensatos o innecesarios. Una estrategia de seguridad más astuta justificaría un nivel mucho más bajo de gasto militar. EE.UU. debería adoptar un presupuesto militar nuevo y reducido que sea apropiado para las necesidades legítimas de defensa del país en lugar de uno que lo sea para un país con grandiosas ambiciones globales.

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