Por eso Keynes propuso como primera medida para combatir la crisis bajar cuanto antes los impuestos. Si dejamos más dinero en el bolsillo del contribuyente, pensó, tal vez se anime a desprenderse de algún billete cuando pase delante de un escaparate. Por lo demás, volver a Keynes, esto es, reducir la presión fiscal, no debiera resultar incompatible con el imperativo de corregir el déficit a medio plazo. Como ya ha dicho alguien por ahí fuera, la consolidación fiscal tiene que ser un maratón, no un sprint. Empeñarse en ir demasiado deprisa en esa carrera es simplemente un suicidio. Véase, si no, el ejemplo de Portugal.
Y, ya puestos, compárese con el de Irlanda, país que adoptó un plan mucho más pausado de ajuste y, ¡oh casualidad!, resultó ser el único que creció algo en 2012. Al cabo, entre las pocas cosas que saben los economistas sobre cómo funciona el mundo está el efecto de los multiplicadores fiscales. Ningún organismo económico serio discute que, hoy, disminuir en un euro el gasto público se traduce en una reducción automática del PIB. Y más de cien años de historia les han enseñado que subir los impuestos o reducir la inversión estatal es peor para el crecimiento que disminuir el gasto corriente. Hasta ahí el consenso. Es sabido que Keynes nunca fue keynesiano: cuando las circunstancias cambiaban, no sentía reparo alguno en modificar su opinión. Cuánto tendrían que aprender de él los contemporáneos.
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