La década kirchnerista: de las promesas de apertura a la búsqueda del poder absoluto
Por Eduardo Aulicino
Los historiadores, algunos por veleidad y otros por el rigor que
reclama el oficio, suelen contradecir el almanaque a la hora de definir
épocas, procesos, edades: rechazan ajustar las referencias que abren y
cierran períodos históricos al exacto comienzo y final de décadas o
siglos. Con mirada optimista, podía pensarse que el siglo XX de la
política argentina no terminaba en el mismo momento que lo indicaba el
calendario, sino tal vez en la brutal crisis de 2001 o en el intento de
recuperación iniciado en 2003. Podía pensarse en un reencuentro con la
política y a la vez, en un replanteo profundo de su papel, con
partidos licuados y campo abierto para reconsiderar su relación con la
sociedad y también con el poder. Podía pensarse, pero las señales de
estos días hablan de otra cosa. El kirchnerismo remite al pasado más de
lo que se supone: celebra diez años en Olivos, pero no puede decirse
en un sentido profundo que sea una década inaugural.
La
experiencia kirchnerista y su actual versión cristinista exponen más
continuidades que rupturas con lo que decían dejar atrás. Podría
graficarlo un simple juego de imágenes: de aquel Néstor Kirchner
inicial, tratando de abrazarse a la gente y con la frente herida por
una cámara de fotos en uno de esos remolinos, al gesto patético de
manipular el fútbol para tratar de tapar las denuncias de corrupción de
un programa de TV. Pero hay bastante más que eso: aunque las formas,
los gestos y los ruidos dicen bastante, mucho más expresa la estructura
de la concepción K del poder.
Un ejemplo para desarmar y analizar su interior es la reforma judicial, convertida en una obsesión de Olivos en paralelo con la eterna escalada sobre los medios. El eje de ese paquete de leyes es la desvirtuación final del Consejo de la Magistratura. Y esa movida tiene al menos tres costados elocuentes. Uno es el objetivo central de manejar la Justicia con el control absoluto del organismo decisivo para coronar o destituir jueces.
Otro,
resolver la integración del Consejo mediante un mecanismo electoral
viejo y regresivo, que le concede la mayoría absoluta a la primera
fuerza electoral, un tercio a la segunda y nada a las restantes
minorías. Y en tercer lugar, se destaca la esperanza de jugar este poder
en función del plan reeleccionista.
Poder legislativo vertical, Justicia controlada, prensa alineada y Poder Ejecutivo ilimitado: la proyección del modelo santacruceño, que algunos consideraban intransferible a escala nacional, no está consagrado pero ha avanzado de manera visible, junto con el fenómeno degradante de la corrupción. Lejos queda la imagen o juego de imágenes inicial de Néstor Kirchner, que sugería consolidar su poder para salvar un problema de origen –la deserción de Carlos Menem en la segunda vuelta electoral, que le impidió una convalidación mayor en las urnas–, con promesas de apertura como la transversalidad y el impulso a una nueva Corte Suprema, hoy colocada en el territorio de los enemigos.
El esfuerzo por la perpetuación en el Gobierno se asocia al pasado de manera directa, acompañado por la concepción de poder absoluto. Es bastante más que la idea del presidencialismo plebiscitario: se vincula con el mecanismo inicial del sistema presidencial argentino, con impronta casi monárquica, que cedió luego y en alguna medida a los avances democráticos con incorporaciones como el sistema proporcional para distribuir legisladores nacionales, pero que mantiene mecanismos, reforzados, de centralismo nacional y dominio creciente sobre los poderes provinciales y municipales.
En paralelo, el modelo político kirchnerista profundizó la crisis de los partidos, por práctica directa y por propias debilidades de las fuerzas opositoras frente a un esquema de poder excluyente y extendido. No se trató de recrear formas de organización ni de alentar confluencias, como sugería en sus inicios, sino que se montó sobre la vieja estructura de jefes territoriales, que amalgama cada vez más organización partidaria con Estado, y utiliza la estructura estatal para imponer políticas y alineamientos. Ni siquiera las fuerzas “nuevas” creadas o alentadas desde el poder son ajenas a ese sistema, que conlleva la trampa de la subordinación como modo de supervivencia.
Con ese entramado
interno como sustento, se montó además un discurso que condena
cualquier modo de cuestionamiento a la espera y la prueba de los turnos
electorales. Cristina Fernández y su cadena de repetidores suelen
descalificar a cualquier crítico con el desafío a formar un partido y
competir en las elecciones. Es una chicana, pero describe concepciones
regresivas. Curioso progresismo: ¿qué deberían hacer las organizaciones
intermedias de la sociedad? ¿que debería hacer cualquiera en los dos
años que median entre un turno electoral y otro? ¿por qué no alentar,
en cambio, formas de democracia semidirecta para someter a la voluntad
popular decisiones trascendentes? Olivos prefiere anquilosar el sistema
electoral tradicional, que cristaliza resultados al menos por dos años
frente a realidades sociales dinámicas y cambiantes.
Las
aguas siempre se mueven. Hay quienes ven síntomas de agotamiento, de
final de ciclo político. Puede ser, pero aún en ese caso, el
interrogante es si se tratará de un final de época.
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