por Hana Fischer
Hana Fischer es analista política uruguaya.
Lo más suave que se puede decir acerca de la actitud de los gobernantes latinoamericanos hacia Venezuela, es que la misma resulta asombrosa.
Lo más increíble, es que entre los presidentes de esta parte del mundo
encontramos una diversidad variopinta: desde demócratas de credenciales
indiscutibles, como por ejemplo Sebastián Piñera (Chile); otros, cuya
adhesión a los valores republicanos es más dudosa, como sucede con José
Mujica (Uruguay) u Ollanta Humala (Perú); y finalmente, aquellos que han
instaurado en sus respectivas naciones sistemas dictatoriales, por
medio de la desnaturalización de los mecanismos democráticos. Entre
éstos últimos, podemos mencionar a Evo Morales (Bolivia), Rafael Correa
(Ecuador), Daniel Ortega (Nicaragua) y los Kirchner (Argentina). Es por
esta razón que encontrar la causa de tal actitud, no es sencillo. Aunque
es claro, que a todos no los mueven los mismos motivos.
En América Latina, el primero en instaurar una “demo-dictadura” fue Alberto Fujimori
en el Perú en la década de 1990. Pero es indudable, que quien —en
ancas de la fabulosa riqueza petrolera— llevó ese sistema a su máxima
expresión e incluso, se dio el lujo de “exportar” ese modelo, fue Hugo Chávez, el difunto ex presidente de Venezuela.
Es irrefutable —para todo aquel crea que el sistema democrático es algo
mucho más complejo que la simple emisión del voto popular— que la
Venezuela chavista, con el correr del tiempo, se tornó en un sistema
dictatorial. Paso a paso, y con el apoyo logístico e ideológico de los
hermanos Castro, se fue desmantelando el andamiaje republicano, que
esencialmente consiste en la limitación del poder del “soberano”: se
eliminaron los pesos y contrapesos; la separación de poderes; la
protección de los derechos individuales; la libertad de prensa,
expresión y opinión; la independencia del Poder Judicial y de los
órganos de control como, por ejemplo, el Consejo Nacional Electoral.
Lo único que permaneció en pie con el fin de presentar una “fachada”
democrática, fue la realización de elecciones en forma periódica. Pero
nadie puede creer realmente que fueron “limpias”, “transparentes” o
“justas”. Hubo un clima de temor y amedrentamiento antes, durante y
después de cada elección. Como “advertencia” velada hacia los que
estaban disconformes con el chavismo, estaba el recuerdo de la suerte
corrida por aquellos que se “atrevieron” a votar en contra de Chávez en
el referéndum revocatorio del 2004: la pérdida irrecuperable de
cualquier tipo de trabajo, con la consiguiente imposibilidad de seguir
viviendo en su tierra natal. No obstante, el sistema tenía cierto apoyo
popular, debido a que Chávez era un líder carismático.
Hugo Chávez nunca definió a su gobierno como una dictadura. Eso no debe
sorprender. Tampoco lo hicieron los gobernantes de las ex “repúblicas
democráticas” europeas de la era soviética, ni Fidel Castro en Cuba, ni
los de la Unión Soviética, ni los militares latinoamericanos de las
décadas 1970-1980. Por el contrario, unánimemente autoproclamaban (ellos
y sus acólitos) que su gobierno representaba la más “genuina” de las
democracias. No obstante, si tiene ojos de lobo, orejas de lobo, dientes
de lobo, patas de lobo y cuerpo de lobo, no tenemos más remedio que
concluir, que estamos frente a un lobo.
Frente a esa situación que rompe los ojos, el silencio —cuando no la
simple y llana complicidad— de los otros países de la región, es
llamativa. Esos mismos gobernantes, que con tanta indignación alzaban
sus voces cuando Honduras o Paraguay, actuando de acuerdo a lo que
establecían sus respectivas constituciones, quitaron del poder a
presidentes que se extralimitaron en sus facultades legales, ¿no tenían
nada que decir acerca de lo que estaba ocurriendo en Venezuela?
Pero lo que era un gris oscuro se tornó negro, cuando Chávez se
enfermó de cáncer. Desde entonces, hasta la más débil mascarada de
respeto a la constitución venezolana, cayó. Todo lo que ocurrió a partir
de ese momento, demostró que en Venezuela gobernaba un autócrata, con
veleidades de emperador. Hasta se dio el lujo de designar a su “delfín”;
el agraciado, fue Nicolás Maduro.
Un sucesor, que carecía de las aptitudes necesarias para ganar una
elección, aún contando con todo el aparato y los recursos del estado
petrolero. Fueron tan flagrantes las anomalías ocurridas el 14 de abril,
día en que se realizaron los comicios, que la oposición (que a pesar
del clima de terror que se vive en Venezuela, recibió la mitad de los
votos emitidos, según las propias cifras oficiales) impugnó el
resultado. Un “heredero” —que junto con sus compinches— carece de la
cintura necesaria para disfrazar a una dictadura de democracia. Son la
fuerza bruta en acción; “gorilas” que aplastan a golpes toda oposición,
como lo demuestran los hechos de pública notoriedad ocurridos
recientemente en el parlamento venezolano, cuando se les negó la palabra
y golpeó con fiereza a diputados electos por el pueblo, por la simple
razón de que no eran chavistas.
A pesar de los hechos mencionados, todos los presidentes
latinoamericanos se apresuraron a reconocer los resultados oficiales.
Incluso, el martes 7 de mayo, Maduro vino en visita oficial a Uruguay y
fue agasajado por Mujica con un almuerzo. En la tarde se reunió con
Tabaré Vázquez —ex presidente y con seguridad, el candidato de la
izquierda para la próximas elecciones— en la embajada de Venezuela.
Luego, fue homenajeado como visitante “ilustre”, recibiendo las llaves
de la “Ciudad de Montevideo” por parte de la intendenta Ana Olivera.
Esta lamentable situación, nos retrotrae a las décadas de 1970 y 1980,
cuando brutales dictaduras militares gobernaban en nuestros países. Por
aquel entonces, Venezuela era una rara avis en el concierto
latinoamericano, porque allí reinaba una genuina y estable democracia.
Recordamos bien la actitud de los venezolanos, tanto de gobernantes como
del conjunto de la población, que en esos difíciles momentos, los
izquierdistas chilenos, uruguayos, argentinos y de otras partes del
mundo, eran recibidos con los brazos abiertos por esa generosa nación.
Ese país hizo de caja de resonancia, de todos los reclamos y denuncias
de los perseguidos políticos de cualquier signo. Y es que para los
venezolanos, los principios morales estaban por encima de la ideología.
Es por ese motivo que nos indigna tanto, la ingratitud y falta de
reciprocidad de los gobernantes latinoamericanos, hacia los que en este
momento son perseguidos, humillados y maltratados de todas las formas
imaginables, en la hermana República de Venezuela.
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