14 mayo, 2013

La parábola del pobre samaritano

por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard es un reconocido arbitrador latinoamericano y autor de Derecho y economía: El análisis económico de las instituciones legales. Bullard es socio del estudio Bullard Falla y Ezcurra Abogados.
Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó cuando cayó en manos de unos ladrones que lo despojaron de sus pertenencias, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Un sacerdote que bajaba por aquel camino lo vio y pasó de largo. Lo mismo hizo un levita que al verlo también siguió su camino. Un samaritano, que venía por el mismo camino se detuvo y se acercó a preguntarle qué había pasado. En esta historia, a diferencia de la parábola bíblica, (Evangelio de Lucas, capítulo 10 versículos 30-35) el samaritano era pobre.


Debido a su pobreza, el samaritano no tenía un asno para trasladar al herido a donde pudiera ser atendido. No tenía ni una muda de ropa para entregarle ni medicinas para curarlo. Carecía de dinero para dejarlo en una posada que lo acoja y atienda sus heridas. A diferencia de la historia relatada por Jesucristo, la víctima falleció por la magnitud de sus heridas.
Como dijo Margaret Thatcher: “Nadie se acordaría del buen samaritano si solo hubiera tenido buenas intenciones. También tenía dinero”.
El mundo creyó por años que podía resolver los problemas que lo aquejaban sin tener recursos para hacerlo. Por décadas se pensó (y muchos siguen pensando) que tener “buenas” intenciones era suficiente para convertirlas en realidad. Allí está el primer gobierno de Alan García. Allí estaba todo el bloque detrás del Muro de Berlín antes de su caída. Allí estuvieron Gran Bretaña y EE.UU. antes de Thatcher y Reagan. Allí están la Unión Europea y EE.UU. con sus crisis actuales. Allí están Venezuela, Ecuador o Bolivia encaminándose al abismo.
La convicción de que el bienestar es posible solo porque se desea con ganas no es en realidad una convicción. Es una quimera; un monstruo mitológico de tres cabezas que escupe fuego y destruye nuestra esperanza. Esa quimera es el Estado de bienestar.
Margaret Thatcher fue una cazadora de quimeras. Matar ese tipo de monstruos no es una tarea fácil ni popular. La quimera del estado de bienestar nace del cruce de un dragón y una sirena. Las sirenas son esos seres que con cantos hermosos embelesan e hipnotizan a la gente y crean la ilusión de verse hermosas y atractivas. Con ello atraen a los incautos a sus fauces. A todos nos gusta que nos digan que podremos vivir mejor de lo que podemos o ganar más de lo que producimos. Pero eso es un mero espejismo. Y un espejismo muy cruel porque, como los espejismos de oasis en medio del desierto, ofrece regalos que no se pueden entregar y un futuro que no se puede alcanzar.
Por ello no es de extrañar que la Dama de Hierro haya sido tan controvertida, que su partida física haya desatado reacciones tan encontradas y que, tanto populista, socialista, izquierdista o híbrido despotriquen con tanta vehemencia y tan poco fundamento contra ella.
Muchas veces la verdad es dolorosa y hace que confundamos lo duro del mensaje con el mensajero, culpándolo a este último de nuestras desgracias. La verdadera culpa de la desilusión no es la verdad, sino la mentira que nos contaron antes. Margaret Thatcher fue esa mensajera que nos trajo la verdad.
Ella misma se definió. “No soy una política de consenso. Soy una política de fuertes convicciones”. Y es que enfrentar quimeras requiere convicción y eficacia. Como ella misma decía: “En cuanto se concede a la mujer la igualdad con el hombre, se vuelve superior a él”. Así quedó demostrado en Gran Bretaña con sus acciones.
Nos enseñó que el crecimiento y el desarrollo sostenible solo pueden provenir de la iniciativa privada. Enseñó que no se puede ser generoso sin tener nada que entregar. Nos mostró que es el individuo, y no lo social, quien realmente mueve al mundo y hace que avance. Y nos enseñó a no caer en cantos de quimeras. Finalmente, como ella sentenció: “El socialismo fracasa cuando se les acaba el dinero… de los demás”.

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