por Axel Kaiser
Axel Kaiser es Director Ejecutivo de la Fundación para el Progreso (Chile).
"No tengo respeto alguno por la pasión de la igualdad, que a mi juicio no parece más que envidia idealizada". La cita es del escritor estadounidense Oliver Wendell Holmes
y es particularmente útil como introducción al debate en torno a la
igualdad. Pues no hay duda de que Holmes tenía razón cuando identificó
la envidia como uno de los motores centrales del impulso igualitarista
que habita en cada uno de nosotros. Este impulso se encuentra en el
origen de esa común identificación entre la idea de igualdad material y la de justicia
y es, probablemente, una reminiscencia de nuestro pasado tribal en que
la libertad era totalmente inexistente y el individuo se entendía como
parte de un todo orgánico dirigido por una autoridad dictatorial que
velaba por el bien de la comunidad.
Karl Popper vio en ideologías colectivistas como el marxismo y el facismo, y en la filosofía de pensadores como Hegel, Platón y Marx,
un esfuerzo por volver a ese pasado tribal en que el individuo era
aniquilado en función del colectivo. Con el tránsito hacia las
sociedades abiertas y complejas, facilitado esencialmente por el
comercio, las estructuras tribales fueron gradualmente deshaciéndose y
el individuo cobrando cada vez mayor protagonismo. En Occidente, una
fuerza central en el triunfo del individuo sobre el colectivo fue el
cristianismo, una religión auténticamente individualista que planteó,
como ninguna otra antes o después, la idea de que cada ser humano es
único y titular de derechos superiores y anteriores al colectivo.
El mismo cristianismo hizo serios esfuerzos civilizadores en orden a
limitar los efectos de la envidia. Y es que la envidia tiene el
potencial destructivo suficiente para impedir el progreso o derrumbar un
orden social. Cuando esta logra presentarse bajo un manto de moralidad
—disfrazada de justicia por ejemplo—, y en la forma de una teoría
intelectualmente respetable, usualmente termina dominando el clima de
opinión intelectual, definiendo el curso de la evolución social hacia el
conflicto de clases y el estatismo. Instalado ese ambiente, personas
con las mejores intenciones y de intachable integridad caen seducidas
por los ecos de cantos tribales que nos invitan a revivir nuestro pasado
colectivista. Y puesto que es el libre actuar de los seres humanos lo
que origina la desigualdad material, la demanda por mayor igualdad será
inevitablemente una demanda por incrementar el poder y alcance de una
autoridad central —el Estado—, con el fin de que este limite por la
fuerza la libertad individual. Este igualitarismo, que
podemos denominar fáctico, es así completamente incompatible con el
principio cristiano de que cada ser humano es único y tiene un sagrado
derecho a expresar su individualidad en todas las dimensiones posibles.
Un Steve Jobs no puede existir en una sociedad que persigue la igualdad
material —incluida la de oportunidades— como el fin supremo.
El igualitarismo fáctico simplemente se opone al igualitarismo ético
que promueve la máxima libertad individual, como una consecuencia lógica
de la idea de que cada persona tiene el derecho sagrado a perseguir sus
fines. Más aún, el igualitarismo ético tiene justificación precisamente
en el hecho de que los seres humanos somos diferentes. Si todos
fuéramos exactamente iguales, no sería necesaria una regla que nos
obligue a respetar los proyectos y la propiedad ajena, ya que todos
tomaríamos exactamente las mismas decisiones, tendríamos lo mismo y
jamás nos diferenciaríamos del resto.
Afortunadamente no hay dos seres humanos idénticos en el mundo, algo
que en el mercado se expresa con mayor claridad que en cualquier otra
esfera de la vida social. De ahí que los igualitaristas fácticos exijan
restringirlo. Estos no quieren a los Steve Jobs. De lo que se trata para
el igualitarista no es de que todos estén mejor —algo en cuyo logro el
mercado, gracias a gente como Jobs, es insuperable—, sino de que unos no
estén mucho mejor que otros. Para el igualitarista eso es justicia.
Pero bien analizado el tema es difícil no concordar con Holmes y
concluir que, cuando el igualitarista habla de justicia, más bien está
idealizando la envidia.
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