16 mayo, 2013

La raíz de todas las crisis de deuda soberana


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NUEVA YORK – Ante la crisis crediticia de Grecia, muchos se preguntan si el euro podrá sobrevivir sin una centralización de la política fiscal (algo casi inimaginable). Pero hay una solución más fácil. Los gobiernos no pueden endeudarse irresponsablemente en los mercados de crédito internacionales si no hay alguien dispuesto a prestar irresponsablemente. De modo que las autoridades encargadas de vigilar a los bancos deberían impedir que las instituciones bajo su control otorguen créditos de esa manera.
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Prestar dinero a gobiernos extranjeros es, en muchos sentidos, inherentemente más arriesgado que invertir en títulos de deuda privada no asegurados o en bonos basura. Cuando un ente privado necesita un préstamo, por lo general debe empeñar algún tipo de garantía, por ejemplo, una vivienda. La garantía sirve para limitar el riesgo de pérdida del inversor, a la vez que el temor a perder los activos empeñados incentiva a los deudores a actuar con prudencia.

Pero los gobiernos no ofrecen garantías, y su principal incentivo a devolver lo prestado (el temor de perder acceso a los mercados de crédito internacionales) se deriva de una adicción perversa. Los gobiernos que están obligados a pedir una y otra vez grandes sumas de dinero en el extranjero son precisamente aquellos que muestran una incapacidad crónica de financiarse con impuestos internos o con préstamos en el mercado local. La necesidad imperiosa de recurrir a inversores extranjeros suele ser resultado de un desgobierno profundamente enraizado.
Por lo general, los préstamos mercantiles se rigen por contratos que limitan la capacidad de los deudores para correr riesgos. Las condiciones para la obtención de préstamos o para la emisión de bonos normalmente obligan al beneficiario a tener siempre disponible una cantidad mínima de capital propio o efectivo. Pero los bonos públicos no responden a contratos semejantes.
Además, si un particular tergiversa su situación financiera para acceder a un préstamo bancario, puede acabar en prisión. Y las leyes que rigen los mercados de valores obligan a los emisores de bonos corporativos a informar claramente sobre todos los riesgos posibles. Pero, como nos enseña la caída de Grecia, los gobiernos pueden falsear la realidad descaradamente o cometer fraude contable sin temor a sanciones.
Cuando un ente privado no paga sus deudas, se inicia un procedimiento de quiebra o reorganización bajo la supervisión de un tribunal competente, por el cual incluso los acreedores sin garantías que reclamar tienen alguna esperanza de recuperar una parte de lo invertido. Pero para los estados soberanos no hay procedimientos de quiebra ni una jurisdicción legal donde renegociar sus deudas. Peor aún, cuando los estados colocan títulos de deuda en el extranjero, suelen estar denominados en una divisa cuyo valor no pueden controlar. Por eso, en la mayoría de los casos no pueden apelar a devaluar su moneda en un intento encubierto de reducir gradualmente la carga de la deuda.
Se dice que la deuda pública es más segura, porque los estados pueden recaudar impuestos, mientras que los deudores privados no tienen un derecho legal a recibir ganancias o salarios que les permitan cumplir con sus obligaciones. Pero en la práctica, la capacidad de recaudar impuestos es limitada, además de que es cuestionable el derecho moral o legal de los gobiernos para obligar a futuras generaciones de ciudadanos a devolver sus deudas con acreedores extranjeros.
Es decir que dar prestado a estados soberanos supone riesgos muy difíciles de evaluar, que solamente deberían asumir jugadores especializados y dispuestos a enfrentar las consecuencias. A lo largo de la historia, el crédito soberano fue actividad reservada a unos pocos financistas intrépidos, astutos para los negocios y conocedores de las artes de gobierno. No han faltado casos de préstamos donde se empeñara un puerto o un ferrocarril a modo de garantía (o donde para asegurar la devolución de la deuda se recurriera a la fuerza militar).
Pero después de la década de 1970, el crédito soberano se institucionalizó. El precursor del cambio fue el Citibank, que redirigió un flujo de petrodólares hacia regímenes cuestionables (es famosa la declaración de su director ejecutivo, Walter Wriston, en el sentido de que los países no quiebran). Era un negocio más lucrativo que prestar dinero a clientes tradicionales: unos pocos banqueros podían invertir sumas enormes y apenas tenían que investigar los antecedentes de los solicitantes. Con un pequeño detalle: los gobiernos acostumbrados a obtener crédito fácil a veces no pagan sus deudas.
Más tarde, por los acuerdos de Basilea, los bonos públicos se declararon prácticamente libres de riesgo, lo que estimuló el apetito de los bancos. Estos se dieron un festín con los títulos de deuda de alta rentabilidad relativa de países como Grecia, que exigían apartar muy poco capital. Pero aunque la calificación de la deuda era alta, ¿cómo puede alguien poner valor objetivo a una obligación que no tiene una garantía de respaldo y es prácticamente inejecutable?
Los préstamos bancarios a estados soberanos han sido un desastre por partida doble; por un lado, fomentaron el sobreendeudamiento, especialmente en países con gobiernos irresponsables o corruptos. Además, gran parte del riesgo lo asumen los bancos (en vez de, por ejemplo, los fondos de cobertura); y los bancos cumplen una función central como facilitadores del sistema de pagos, de modo que una crisis de deuda soberana puede hacer estragos. La caída de Grecia puso en riesgo el bienestar no solo de los griegos, sino de toda Europa.
La solución para romper el vínculo entre crisis de deuda soberana y crisis bancarias es muy sencilla: prohibir a los bancos otorgar préstamos cuando la evaluación de la disposición y capacidad de los deudores para pagar indica que dar crédito es un salto al vacío. Esto implica terminar con la deuda soberana transfronteriza (y con instrumentos esotéricos como los títulos de deuda garantizados).
Para aplicar esta sencilla regla, no se necesitaría una gran reorganización de los pactos fiscales europeos, ni crear nuevas entidades supranacionales. Es cierto que los gobiernos tendrían dificultades para obtener préstamos en el extranjero, pero para sus ciudadanos eso no sería una imposición sino una ventaja. Además, reducir el acceso de los gobiernos al crédito internacional (y, por extensión, inducir en ellos una mayor responsabilidad fiscal) tal vez ayude a los deudores a ser más emprendedores y productivos.
Estas restricciones no resolverán la crisis que actualmente enfrentan Portugal, Irlanda, Grecia o España. Pero va siendo hora de que Europa y el mundo dejen de tambalearse entre una solución precaria y la siguiente, para enfrentar los verdaderos problemas estructurales.

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