Alvaro Vargas Llosa
Las propuestas de reforma migratoria del presidente Barack Obama y la
“Banda de los Ocho” del Senado son un paso en la dirección correcta.
Pero pierden de vista la lección de la experiencia: El futuro importa
tanto como el presente.
Esto significa que muchas personas de origen extranjero podrían encontrarse nuevamente fuera de la ley en unos pocos años.
Las reformas propuestas fortalecerán la seguridad fronteriza,
entrañarán medidas severas contra los empleadores que contraten a
inmigrantes ilegales, permitirán una vía hacia la obtención de la
ciudadanía a millones de extranjeros indocumentados e incrementará el
número de visas disponibles para ciertos grupos de personas,
favoreciendo a algunos —los graduados de carreras técnicas avanzadas,
por ejemplo— sobre otros. Pero estas decisiones serán tomadas por
políticos, no por el mercado. Un enfoque más flexible, en sintonía con
las necesidades de la economía, sería mejor.
Las reformas propuestas son una película que en cierta forma hemos
visto antes. Mientras que los avances tecnológicos harán más eficaces
que en el pasado la verificación por parte de los empleadores y la
interdicción fronteriza, las iniciativas actuales no difieren mucho de
la amnistía otorgada por el presidente Ronald Reagan en 1986. Los
principales elementos son los mismos: la legalización condicional,
patrullas fronterizas mejoradas y sanciones para los empleadores.
Sin embargo, esa ley es vista hoy día como un fracaso, no por lo que
hizo en su momento sino por lo que no pudo hacer en el nuestro.
Necesidades imprevistas
Las reformas de la era Reagan no previeron la manera en que las
necesidades del mercado sortearían las nuevas restricciones, generando
los aproximadamente 11 millones de trabajadores indocumentados que
residen en la actualidad en los EE.UU.. Lo mismo había ocurrido con las
leyes anteriores, en particular la Ley de Inmigración y Nacionalidad de
1965, que eliminó las cuotas de origen nacional e hizo hincapié, tal
como lo hace hoy la propuesta de Obama, en la reunificación familiar.
Los legisladores y sus electores precisan entender tres cosas.
Primero, el número de inmigrantes necesarios para cubrir puestos de
trabajo en los Estados Unidos —desde la recolección de fruta hasta la
escritura de códigos informáticos— es imposible de predecir. Segundo,
los EE.UU. no serán invadidos por trabajadores indocumentados si se
adoptase un sistema más flexible en lugar de establecer cupos
migratorios predeterminados. Tercero, los actuales inmigrantes no
suponen un peligro económico o cultural para los EE.UU., como no lo
hicieron los de los siglos 19 y comienzos del 20, igualmente
hostilizados en su momento.
La idea de que un sistema más flexible abriría las compuertas es
ilógica. En la primera parte de la última década, alrededor de 800.000
inmigrantes indocumentados entraron a los EE.UU. cada año. Para el año
2010, la migración neta desde México, el principal país de origen, se
había reducido a cero. La razón principal no fue el fortalecimiento de
la patrulla fronteriza sino la desaceleración de la economía. Lo mismo
había ocurrido después de pincharse la burbuja de las empresas
punto.com.
Patrones similares se aprecian en otras partes. En España, un destino
importante para los latinoamericanos y africanos del norte, la
migración ha dado un giro irónico: miles de españoles parten en masa
actualmente hacia el norte de Europa y América Latina.
La proporción de personas de origen extranjero en los EE.UU., cerca
del 13 por ciento hoy día, es similar a la de otros períodos de la
historia estadounidense. Hasta la década de 1920, alrededor del 15 por
ciento de la población era de origen extranjero. Los promedios del siglo
19 y 20 son del 10 por ciento.
La idea de que los inmigrantes quitan puestos de trabajo a los
ciudadanos, en lugar de cubrir las necesidades de la economía, también
es falsa.
Allí tenemos el caso de Arizona. Antes de 2008, los extranjeros
indocumentados constituían el 10 por ciento de la fuerza laboral de
Arizona, unos 3 millones y pico de personas. Pero el desempleo era
apenas del 4 por ciento. En otras palabras, estaban llenando un vacío,
no desplazando a los ciudadanos del lugar.
En cuanto al peligro cultural planteado por la inmigración, el mito
también impera. Los trabajadores indocumentados muestran actualmente
patrones similares de aculturación a los del pasado. Como regla general,
la asimilación es fuerte en la segunda generación y se completa en la
tercera.
Hogares similares
Los valores de los inmigrantes se alinean estrechamente con los de la
mayor parte de los hogares estadounidenses. La abrumadora mayoría de
los latinos que han llegado desde 1990 son cristianos, principalmente
católicos. La mitad de todos los inmigrantes indocumentados viven con un
cónyuge y un hijo. Mientras que la proporción de hogares con un solo
padre de familia entre los ciudadanos es de un tercio, entre los
inmigrantes indocumentados es del 13 por ciento. Casi el 12 por ciento
de los inmigrantes son trabajadores por cuenta propia, porcentaje
similar al que se da entre los ciudadanos.
Los legisladores deberían prestar atención a estas realidades cuando
discutan y sancionen la nueva ley migratoria, creando un sistema que
facilite el ingreso para los inmigrantes de distintos niveles de
cualificación acorde con las necesidades de la economía.
Si lo hacen, se sorprenderán de ver cómo la marea de inmigrantes fluctúa naturalmente. A veces, los números apenas se notarán.
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