09 mayo, 2013

Los derechos de propiedad y la teoría de los contratos, Murray Rothbard

Los derechos de propiedad y la teoría de los contratos, Murray Rothbard

Capítulo XIX del libro La Ética de la Libertad de Murray Rothbard.
ContratosEl derecho de propiedad implica el derecho a hacer contratos sobre la propiedad: a entregarla a cambio de los títulos de propiedad de otra persona. Por desgracia, muchos libertarios fieles al derecho de concertar contratos sostienen que el contrato es en sí mismo un valor absoluto y afirman, por consiguiente, que todo contrato voluntario, del tipo que sea, debe ser legalmente exigible y ejecutable en una sociedad libre. Su error consiste en que no aciertan a ver que el derecho a contratar es una consecuencia directa del derecho de propiedad privada y que, por tanto, los únicos contratos exigibles (es decir, respaldados por la sanción de las coacciones legales) deben ser aquellos en los que la negativa de una de las partes a cumplir lo acordado implica un robo de la propiedad de la otra parte. En suma, que el contrato sólo es exigible cuando su incumplimiento significa un robo implícito de la propiedad. Y esto únicamente puede ocurrir si mantenemos que sólo son válidamente exigibles los contratos en los que se registra una transferencia de títulos de propiedad, de suerte que la negativa a actuar según lo contratado significa que la parte incumplidora retiene para sí la propiedad de la otra parte contratante sin su consentimiento (robo encubierto). De ahí que esta doctrina —genuinamente libertaria— de los contratos exigibles haya recibido la denominación de teoría «de la transferencia de títulos» en los contratos.1


Aclaremos este punto. Supongamos que López y Pérez hacen un contrato, en virtud del cual el primero entrega al segundo, en el acto, 1.000 dólares, a cambio de un pagaré que obliga a Pérez a devolver a López 1.100 dólares al cabo justo de un año. Nos hallamos, pues, ante un típico contrato de deuda. Aquí ha ocurrido lo siguiente: López ha transferido su título de propiedad de 1.000 dólares actuales a Pérez a cambio de la transferencia, al cabo de un año, de un título de propiedad de 1.100 dólares de Pérez a López. Imaginemos ahora que, al cumplirse el plazo, Pérez se niega a pagar. ¿En virtud de qué debería ser exigible y ejecutable este pago, según la legislación libertaria? La legislación actual (que luego se analizará con mayor detalle) sostiene unánimemente que Pérez debe pagar los 1.100 dólares porque ha «prometido» hacerlo, y esta promesa crea en López la expectativa de que recibirá esta suma. Pero nosotros sostenemos que una simple promesa no es una transferencia de títulos de propiedad. Puede ser, desde luego, moral cumplir las promesas hechas, pero en un sistema libertario no puede ser función o cometido de la ley (ni de la violencia legal) exigir por la fuerza la moralidad (en este caso el cumplimiento de lo prometido). Afirmamos que Pérez debe pagar a López los 1.100 dólares porque ha concertado con él transferirle estos títulos de propiedad, y no pagarle significa que es un ladrón, que roba propiedades de López. En resumen, la transferencia original de los 1.000 dólares de López no fue absoluta, sino condicional, condicionada al pago de 1.100 dólares por parte de Pérez al cabo de un año. De ahí que la negativa a pagar sea un robo encubierto de la legítima propiedad de López. Pasemos ahora al examen de las implicaciones de la teoría del contrato hoy prevalente, basada en la «promesa» o en las «expectativas». Supóngase que A promete casarse con B. B comienza a hacer grandes proyectos e incurre en elevados gastos para preparar la boda. En el último minuto, A cambia de parecer, violando, por tanto el presunto «contrato». ¿Cuál debería ser la función de una institución legal ejecutora en la sociedad libertaria? Por lógica, los firmes partidarios de la teoría de la «promesa» de los contratos razonarán del siguiente modo: A ha prometido voluntariamente a B casarse con él (o ella). Esta promesa ha creado en la otra parte la expectativa de matrimonio; por consiguiente, debe hacerse cumplir este contrato. A tiene la obligación de contraer matrimonio con B.
A cuanto sabemos, nadie ha llevado tan lejos la teoría de la promesa. El matrimonio forzado es una forma tan crasa y evidente de esclavitud involuntaria que ningún teorizador, y mucho menos un libertario, ha prolongado la línea lógica hasta este extremo. Es claro que la libertad y la esclavitud impuesta son totalmente inconciliables, son magnitudes diametralmente opuestas. Pero, ¿por qué no, si se admite que todas las promesas son contratos exigibles y ejecutables?
Nuestro sistema legal ha empleado y, por supuesto, invocado una forma más suavizada para imponer por la fuerza el matrimonio prometido. El antiguo «quebrantamiento de promesa» obligaba al incumplidor a pagar los daños y perjuicios derivados del incumplimiento, es decir, en nuestro caso, los gastos generados por las expectativas de matrimonio. Pero aunque en esta versión no se llega a tanto como a una esclavitud involuntaria, no es menos inválida. No puede hablarse de títulos de propiedad en los casos de promesas y expectativas; aquí hay sólo estados de opinión subjetivos, que no implican transferencias de títulos ni, por tanto, robo implícito. No debe, pues, exigirse por la fuerza el cumplimiento de tales promesas y, de hecho, en los últimos años los pleitos por «incumplimiento» no cuentan con el apoyo de los tribunales. Lo importante aquí es que aunque a los libertarios les resulta más soportable la imposición forzosa del pago de daños y perjuicios que la imposición forzosa del cumplimiento de una promesa, ambas surgen del mismo nulo principio.
Desarrollemos más a fondo nuestro argumento de que no debería imponerse por la fuerza el cumplimiento de meras expectativas o promesas. La razón básica es que la única transferencia válida de títulos de propiedad en la sociedad libre es aquella en la que cada propiedad es, de hecho, y dada la condición de la naturaleza humana, enajenable. Son enajenables todas las propiedades físicas que una persona posee, es decir, que pueden entregarse o transferirse de la propiedad y el control de un dueño a otro. Puedo dar o vender a otra persona mis zapatos, mi casa, mi coche, mi dinero, etc. Pero hay otras cosas, indudablemente vitales, que por ley natural, y en virtud de la propia esencia humana, son inalienables, porque es imposible prescindir de ellas, aunque se quiera. Así, por ejemplo, una persona no puede enajenar su voluntad y, más en particular, su control sobre su cuerpo y su mente. Todo ser humano posee el control de ambas cosas. Todo ser humano tiene el control de su voluntad y de su persona y está, si así quiere decirse, como «pegado» a esta inherente e inalienable propiedad de sí mismo. Y dado que su voluntad y el control sobre su persona son inalienables, también lo son sus derechos a controlar esta voluntad y esta persona. Sobre esta base descansa la famosa afirmación de la Declaración de Independencia, que proclama que nadie puede ser despojado de los derechos humanos naturales. Es decir, no se puede renunciar a ellos, ni siquiera aunque su propietario lo quiera.
Como Evers señala, la defensa filosófica de los derechos humanos «se fundamenta en el hecho natural de que todos los hombres son propietarios de su propia voluntad. Carece, pues, de valor probatorio filosófico recurrir a derechos como los de la propiedad y la libertad contractual, basados en la absoluta autoposesión de la propia libertad, y usar estos valores derivados para destruir su propio fundamento».2
De ahí la imposibilidad, en la teoría libertaria, de imponer el cumplimiento de los contratos de esclavitud voluntaria. Supongamos que Pérez llega al siguiente acuerdo con Empresas González: Pérez obedecerá, por el resto de sus días, todas las normas, bajo todas las circunstancias, que Empresas González quiera imponerle. En la teoría libertaria no hay nada que impida la firma de este acuerdo. Pérez se pone al servicio de Empresas González y ejecuta ctiantas órdenes le imparte esta entidad. El problema surge cuando, en una etapa posterior, Pérez cambia de parecer y decide marcharse. ¿Habría que obligarle a cumplir su anterior y voluntaria promesa? Nuestra posición —afortunadamente ahora también asumida por la actual legislación— es que aquella promesa no era un contrato válido (es decir, exigible y ejecutable por la fuerza). No hay en tal acuerdo transferencias de títulos, ya que Pérez no puede nunca y bajo ningún concepto enajenar el control sobre su cuerpo y sobre su voluntad. Y al ser inalienable, el contrato es inválido y no se le puede aplicar por medios coactivos. Aquel acuerdo fue una simple promesa, a la que puede tal vez sentirse moralmente obligado, pero de la que no se pueden derivar deberes legales.
De hecho, obligar al cumplimiento de esta promesa sería una esclavitud mucho más coactiva que la del matrimonio forzoso de nuestro ejemplo anterior. Pero, ¿se podría al menos requerir de Pérez que indemnice a Empresas González por los daños y perjuicios causados, medidos de acuerdo con las expectativas derivadas de su promesa de ponerse al servicio de la Compañía de por vida? También a esta pregunta la respuesta es negativa. Pérez no es un ladrón encubierto. No se ha apoderado de ninguna propiedad de Empresas González y retiene siempre, en cambio, la titularidad sobre su cuerpo y sobre su persona.
¿Qué decir de las defraudadas expectativas de Empresas González? Debe darse aquí la misma respuesta que en el caso del pretendiente o la novia decepcionados. La vida es siempre incertidumbre, permanente riesgo. Algunos individuos son mejores «empresarios» que otros, es decir, saben prever con mayor sagacidad el desarrollo de las acciones humanas y el curso de los acontecimientos del mundo. Las perspectivas del novio/novia, o de Empresas González, son el lugar genuino del riesgo en esta materia. Si sus expectativas se ven defraudadas significa que han sido poco perspicaces y tendrán en cuenta esta experiencia cuando tengan que volver a entrar en tratos con futuros Pérez o con incumplidores de promesas de matrimonio.
Si, pues, no puede exigirse el cumplimiento coercitivo de promesas y expectativas, sino sólo de los contratos en los que hay transferencias de propiedad, podemos ya pasar a ver la aplicación de las contrapuestas teorías sobre los contratos en un importante ejemplo, tomado de la vida real. ¿Debe aplicárseles a los desertores del Ejército y a los llamados «insumisos» amnistía total por sus actos? Los libertarios, contrarios al servicio militar obligatorio, porque lo consideran una forma de esclavitud forzosa, no tienen la menor dificultad en pronunciarse a favor de la exoneración total de quienes se niegan a ir a los cuarteles. Pero, ¿qué decir de los que se alistan voluntariamente en el Ejército (y dejando aquí aparte el caso de quienes se alistan como única opción posible frente al servicio obligatorio)? Los teóricos de la «promesa» se verán en la estricta necesidad de pedir castigos para los desertores y exigir su reincorporación obligatoria a las fuerzas armadas. Los teóricos de la transferencia de títulos insistirán, por el contrario, en que todo ser humano tiene el derecho inalienable —enraizado en la naturaleza misma de las cosas— de controlar su cuerpo y su voluntad. Propugnarán también, por tanto, que el alistamiento es una mera promesa, cuyo cumplimiento no puede imponerse por la fuerza, dado que a todas las personas les asiste el derecho a cambiar de opinión, en cualquier momento, sobre el modo de disponer de su cuerpo y de su voluntad. Por consiguiente, estas al parecer mínimas y abstrusas diferencias en las teorías de los contratos pueden implicar, e implican de hecho, vitales diferencias en la política nacional.
En los Estados Unidos, salvo la clamorosa excepción de las fuerzas armadas, todos gozan hoy día del derecho a abandonar su puesto de trabajo, sean cuales fueren las promesas hechas o los «contratos» fijados con anterioridad.3 Desdichadamente, si bien los tribunales se niegan a obligar a que el contrato de empleo incluya el deber de alcanzar unos resultados personales específicos (en otros términos, se niegan a esclavizar al trabajador) prohiben a estos trabajadores realizar, durante la vigencia del contrato, trabajos parecidos para otros empresarios. Si alguien ha firmado un contrato para trabajar como ingeniero en ARAMCO durante cinco años y a continuación renuncía y abandona el empleo, los tribunales no le permiten aceptar durante este lapso de tiempo un empleo similar en otra compañía. Debería quedar claro que la prohibición de aceptar este empleo es sólo el primer paso hacia la esclavitud coercitiva y que no se la debería tolerar de ningún modo en una sociedad libertaria.
¿No tienen entonces los empleadores ningún recurso contra los cambios de parecer? Por supuesto que los tienen. Pueden, si quieren, hacer inscribir en las listas negras a los trabajadores errabundos y negarse a darles empleo. Esta conducta tiene perfecta cabida en el área de sus derechos en una sociedad libre. Lo que no entra en sus derechos es recurrir a la violencia para impedirles trabajar voluntariamente para algún otro.
Debería permitirse también otro recurso. Supóngase que Pérez, al firmar un contrato voluntario para trabajar de por vida a las órdenes de Empresas González, recibe a cambio, en pago de estos esperados servicios futuros, un millón de dólares. Es aquí evidente que la compañía no ha transferido los títulos de propiedad de este millón de una manera absoluta, sino condicionada a la prestación de por vida de los servicios de Pérez. Éste sigue conservando su derecho absoluto a cambiar de opinión, pero, si lo hace, pierde el derecho a conservar la suma recibida. Si la retuviera, cometería un robo contra los propietarios de Empresas González y estaría obligado a devolver esa cantidad, más los intereses. Los títulos de propiedad sobre el dinero eran y son alienables.
Pongamos ahora otro caso, aparentemente más difícil. Supongamos que un célebre actor se compromete a estar presente en un teatro en una fecha determinada. Por las razones que fueren, no acude a la cita. ¿Estaba obligado a ello, aquel día o en algún momento posterior? Ciertamente no, pues esto sería esclavitud forzosa. Pero, ¿debería al menos indemnizar a los propietarios del local por los gastos de publicidad y otros en que incurrieron para anunciar con la adecuada antelación su presencia? Una vez más, la respuesta es negativa, porque el acuerdo fue una simple promesa del actor que afecta a su inalienable voluntad, y que puede modificar en cualquier momento. Como los dueños del teatro no le han transferido ningún título de propiedad, nada les roba (ni a los dueños ni a ningún otro), ni se le pueden, por tanto, reclamar indemnizaciones por daños y perjuicios.
Es deplorable que los propietarios del local, confiados en que el actor cumpliría lo acordado, hayan realizado considerables gastos e inversiones ahora perdidos, pero era un riesgo que asumían. No pueden esperar ahora que se obligue al actor a pagar su falta de previsión o su escaso olfato empresarial. Son ellos quienes deben afrontar el castigo por haber depositado demasiada confianza en el actor. Puede considerarse más moral cumplir las promesas que quebrantarlas, pero toda imposición coactiva de este código moral es en sí misma —y siempre que vaya más allá de la prohibición del robo y de la agresión— una invasión de los derechos de propiedad del actor y resulta, por consiguiente, inadmisible en la sociedad libertaria.
Digamos, una vez más, que obviamente, si el actor ha recibido algún pago anticipado de los dueños del teatro, apropiarse de esta suma sin haber cumplido su parte en el contrato sería un robo encubierto contra los propietarios y, en consecuencia, se le debería obligar a devolverla.
Los utilitaristas que se sienten alarmados por las consecuencias de esta doctrina deberían advertir que muchos, si no todos, estos problemas derivados de las promesas podrían solucionarse fácilmente en la sociedad libertaria exigiendo al prometiente en el contrato original una fianza de incumplimiento. En una palabra, si los propietarios del teatro desean evitar los riesgos de la posible ausencia, deberán negarse a firmar el acuerdo salvo que el actor consienta en depositar la mencionada fianza en caso de incumplimiento por su parte. En esta nueva situación, el actor, por el hecho mismo de concertar su futura presencia, acuerda también transferir una determinada suma a los dueños si no acude a la cita. Como el dinero es enajenable, y como un contrato de este tipo responde a nuestro criterio de transferencia de títulos, nos hallaríamos ante un contrato perfectamente válido y de exigible cumplimiento. El actor debería declarar lo siguiente: «Si no me presento en el teatro X en tal y tal fecha, entregaré a los dueños del local la suma de… dólares.» Si no entrega la fianza de incumplimiento acordada, cometería un robo contra la propiedad de los dueños. Pero si éstos no han tomado la precaución de exigir esta fianza como parte del acuerdo, serán ellos quienes tendrán que asumir las consecuencias.
En un importante artículo, A.W.B. Simpson ha hecho notar que las fianzas por cumplimiento fueron norma habitual durante la Edad Media y en las primeras fases de la Edad Moderna y no sólo en el capítulo de los servicios sino en todo tipo de contratos, incluidos los de ventas de tierras y las deudas monetarias.4 Estas fianzas evolucionaron en el mercado hasta convertirse en penalizaciones voluntarias o fianzas de incumplimiento en virtud de las cuales cada una de las partes contratantes se obligaba, por su propia voluntad, a desembolsar, de ordinario, el doble de la suma debida en el caso de que no pagara en el futuro su deuda o no cumpliera lo pactado en la forma y fecha convenidas. Esta penalización voluntariamente asumida actuaba como aliciente para cumplir el contrato. Así, si A convenía en venderle a B una parcela de tierra a cambio de cierta suma de dinero, cada uno de los contratantes se obligaba a pagar una cierta cantidad (de ordinario, como se acaba de indicar, el doble del valor de la obligación contractual) en caso de incumplimiento de lo acordado. Si la deuda era monetaria, quien debía 1.000 libras convenía en pagar 2.000 a su acreedor si no le entregaba las 1.000 el día estipulado. (O, para hablar en términos más precisos, la obligación de pagar 2.000 libras estaba condicionada a la entrega de 1.000 en una fecha determinada. De ahí el término de «fianza condicional de incumplimiento».) En el anterior ejemplo de contrato de prestación de servicios personales, y suponiendo que la no comparecencia del actor le hubiera ocasionado al dueño del teatro una pérdida de 10.000 dólares, el primero debería firmar una «fianza penal de incumplimiento» por la que se comprometería a pagar 20.000 dólares al dueño del local si no se presentaba el día acordado. En este tipo de contratos, el propietario queda a cubierto, ya que no se trata ya del cumplimiento coactivo de una simple promesa. (No es necesario, por supuesto, que la penalización convenida sea el doble del valor estimado; puede ser cualquier suma, acordada entre las partes. Doblar la cuantía fue la norma habitual en la Edad Media y primeros tiempos de la Europa moderna.)
A lo largo de su artículo, Simpson hace un recorrido por el curso de la historia ortodoxa de la evolución de la moderna legislación contractual y expone el punto de vista de que la teoría del assumpsit —que hacía que, más allá de la simple promesa, los contratos fueran exigibles, aunque con compensación— era necesaria para poder establecer un sistema eficaz de cumplimiento como suplemento de los toscos conceptos de los derechos de propiedad de la ley común. Simpson demuestra que la generalización del assumpsit en los siglos XVI y XVII no fue el resultado de la nueva atención prestada al mundo de los contratos en los negocios, sino que surgió como consecuencia de la sustitución de las fianzas de incumplimiento, que aunque habían sabido satisfacer de modo adecuado y durante siglos las necesidades de los negocios, habían entrado ya en un rápido declive. Nuestro autor afirma que la fianza de cumplimiento proporcionaba un instrumento de considerable flexibilidad para manejar los convenios y contratos, ya fueran sencillos o complejos. Tenía asimismo, desde el punto de vista formal, eficacia suficiente para precaver frente a fraudes y también sencillez bastante para llevar a cabo con comodidad las transacciones comerciales. Además, durante los siglos en que fue aplicada, casi ningún acreedor se tomaba la molestia de acudir a los tribunales en demanda de daños y perjuicios (mediante un «mandato judicial de ejecución de pacto») puesto que éstos ya estaban fijados de antemano en el acuerdo mismo.
Como Simpson escribe:
resultaba evidentemente atractivo, desde el punto de vista de los acreedores, que se fijara en el contrato, y por anticipado, la penalización, especialmente cuando la alternativa era la evaluación de los daños a través de jurados…5
¿A qué se debió el declive del sistema de fianzas de incumplimiento? A que los tribunales comenzaron a negarse a hacer cumplir estas obligaciones. Por las razones que fueren, ya sea por «humanitarismo» mal entendido o por causas mucho menos confesables de privilegios especiales, los tribunales dejaron de tomar en consideración la seriedad de aquellas cláusulas y de su capacidad de obligar a cumplir los contratos en sus términos estrictos. En el caso de la fianza se pensaba que «por cualquier imperfección en el cumplimiento no se incurría en la totalidad de la pena».6 Ya bajo el reinado isabelino comenzaron a intervenir los Tribunales de la Cancillería para aliviar la situación de los deudores en casos de «extrema necesidad». A comienzos del siglo XVII, estas suavizaciones se extendieron a todos los casos en los que los deudores habían sido víctimas de infortunios y a los que pagaban la suma convenida con no mucho retraso: a éstos sólo se les obligaba a pagar el principal (la cantidad contratada) y los daños y perjuicios que los tribunales estimaban «razonables», renunciando, por tanto, a la exigencia de pagar la penalización convenida. La intervención de los tribunales se fue ampliando cada vez más en los años siguientes, hasta que, finalmente, en la década de 1660 y primera mitad de la de 1670, la Cancillería declaró ilegal el pago de recargos en cualquier contrato. Al deudor sólo se le obligaba a pagar el principal y los intereses, más la cantidad que el propio tribunal —de ordinario un jurado— fijaba como «razonable» en concepto de daños y perjuicios. A partir de los años 1670 esta norma fue rápidamente adoptada por los tribunales que aplicaban la ley común y, a comienzos del siglo XVIII, fue formalizada y regularizada mediante estatutos. Una vez que los tribunales dejaron de exigir el cumplimiento forzoso de las fianzas por incumplimiento, desapareció con rapidez, como es obvio, esta fórmula de ejecución sujeta a sanciones.
La desafortunada supresión de estas fianzas de incumplimiento fue el resultado de una errónea teoría sobre la ejecución de los contratos seguida por los tribunales, según la cual la finalidad de la ejecución forzosa era compensar al acreedor por el fallo del deudor; es decir, conseguir que dicho acreedor no saliera peor librado por haber hecho el contrato que si no lo hubiera hecho.7 En los siglos anteriores, los tribunales entendieron que la «compensación» consistía en obligar por la fuerza a pagar la fianza de incumplimiento. Más adelante, les resultó fácil a los jueces cambiar de parecer y decidir que los «daños» estimados por el tribunal eran compensación suficiente, mitigando así el «rigor» de las penalizaciones voluntariamente acordadas. Lo cierto es que la teoría de la ejecución forzosa de los contratos no debería haber tenido nada que ver con la «compensación». Su finalidad debería haber sido siempre reforzar los derechos de propiedad y prevenir frente al robo encubierto que se produce cuando se incumplen contratos que suponen transferencias de títulos de propiedad enajenables. La función de las instituciones de ejecución forzosa es la defensa —y sólo la defensa— de los títulos de propiedad.
Simpson ha sabido percibir y describir con sensibilidad «la tensión entre dos ideas. Tenemos, por un lado, la idea de que la función real de las instituciones contractuales es asegurar el cumplimiento, en la mayor medida posible, de los acuerdos [por ejemplo, mediante la ejecución forzosa de las fianzas penales por incumplimiento]. Y tenemos, por otro lado, la idea de que a las leyes les basta con proporcionar compensación por las pérdidas derivadas del incumplimiento de los contratos.» Este segundo punto de vista pone estrictas limitaciones al entusiasmo con que se exige el cumplimiento; además, en los contratos sobre servicios personales (como el de la comparecencia de la estrella de cine en el ejemplo anterior) «se concede un valor positivo al derecho a romper el contrato, siempre que la parte que no cumple se obligue a pagar una indemnización».8,9
¿Qué decir de los contratos de donación? ¿Es exigible por ley su cumplimiento? Una vez más, la respuesta depende de si se ha hecho una simple promesa o si se ha producido, en el acuerdo, una transferencia efectiva de títulos de propiedad. Si A dice a B: «Toma. Te doy estos 10.000 dólares», es obvio que hay una transferencia efectiva de dinero y que la donación es exigible, en el sentido de que A no puede reclamar más tarde derechos sobre esta suma. Pero si A dice: «Prometo darte 10.000 dólares el año que viene», nos hallamos ante una simple promesa, el llamado nudum pactum del derecho romano y, por tanto, no puede exigirse el cumplimiento.10 El receptor debe hacer lo posible para que el donante cumpla su promesa. Pero si A dice a B: «Convengo en este momento en transferirte 10.000 dólares dentro de un año», hay una declaración de transferencia de títulos en un momento posterior y, en este caso, se trataría de un acuerdo exigible.
Es preciso insistir en que no nos hallamos ante simples juegos de palabras, por mucho que pueda parecerlo en algunos casos. Se dirime aquí una importante cuestión: ¿Se ha transferido el título de una propiedad enajenable o sólo se ha prometido transferirlo? Si hay transferencia, el acuerdo es exigible, porque negarse a entregar la propiedad transferida es un robo; si sólo hay una promesa, sin transferencia real de títulos de propiedad, el prometiente puede tal vez haber contraído una obligación moral, pero no una obligación legalmente exigible.
No se dejaba enredar Hobbes en juegos de palabras cuando escribía, con entera razón:
Las solas palabras, si se refieren a un momento posterior y sólo contienen una mera promesa [nudum pactum] son un signo insuficiente de una donación voluntaria y no son, por consiguiente, obligatorias. Si aluden al futuro, por ejemplo, mañana te daré, son señal de que aún no se ha dado nada y, en consecuencia, que no he transferido mi derecho, sino que lo conservo hasta tanto no lo transfiera en virtud de otra decisión. Pero si se refieren al pasado, o al momento actual, como «he dado o doy ahora para que sea entregado mañana», entonces he transferido hoy mi derecho de mañana… Hay una gran diferencia en la significación de [las] palabras…, entre «quiero que esto sea tuyo mañana» y «mañana te daré»: en efecto, el quiero de la primera frase contiene la promesa de un acto de la voluntad actual, mientras que el «mañana te daré» de la segunda frase es un acto de la voluntad futura: por consiguiente, la primera fórmula, al referirse al presente, transfiere un derecho futuro; la segunda, al referirse al futuro, no transfiere nada.11 (Los subrayados son de Hobbes.)
Apliquemos ahora las diferentes teorías a los acuerdos de pura donación, no de intercambio. Un abuelo promete pagar los estudios de su nieto; pero al cabo de uno o dos años en el colegio, ya sea porque ha tenido grandes reveses de fortuna o por cualquier otra razón, decide revocar su promesa. Ahora bien, basándose en aquella promesa, el nieto ha incurrido en una serie de gastos derivados de su preparación para la carrera en el colegio y de la renuncia a otro empleo. ¿Tiene capacidad para obligar al abuelo, a través de acciones legales, a cumplir su promesa?
En nuestra teoría de transferencia de títulos, el nieto no tiene ningún derecho sobre las propiedades de su abuelo, ya que éste ha conservado en todo tiempo los títulos sobre su dinero. Una simple promesa no puede conferir títulos ni expectativas subjetivas de lo prometido. Los costes en que el nieto ha incurrido son un riesgo empresarial que debe asumir. Es obvio, por otro lado, que si el abuelo ha transferido títulos, son propiedad del nieto, y éste debería poder defenderlos ante los tribunales. Se habría producido esta transferencia si el abuelo hubiera escrito: «Por la presente te transfiero (al nieto) 8.000 dólares», o «por este acto te transfiero 2.000 dólares en cada una de las fechas siguientes: 1o de septiembre de 1975, 1o de septiembre de 1976, etc.»
Por otra parte, respecto de las expectativas generadas y creadas por los contratos hay dos posibles variantes: que el nieto quiera presentar una reclamación legal basándose en la promesa de su abuelo; o que quiera reclamar los gastos en que ha incurrido a causa de sus expectativas de que la promesa sería cumplida.12
Supongamos que la propuesta originaria del abuelo no fue una simple promesa, sino un intercambio condicionado: por ejemplo, que acuerda correr con los gastos totales del colegio de su nieto a condición de que éste le remita informes semanales sobre sus progresos. En este segundo caso, y a tenor de nuestra teoría de la transferencia de títulos, el abuelo ha efectuado una transferencia condicionada de títulos; acuerda transferirlos en el futuro si el nieto lleva a cabo ciertos servicios. Si éste lo hace, entonces el pago de la carrera es de su propiedad y tendría títulos legales para cobrarlo de su abuelo.13
¿Sería el fraude, en la teoría que nosotros propugnamos, perseguible por ley? Sí, porque el fraude es falta de cumplimiento de un convenio voluntario sobre transferencias de propiedad e implica, por consiguiente, un robo encubierto. Si A vende a B un paquete garantizándole que contiene una radio, cuando en realidad es un montón de chatarra, lo que ha hecho es apoderarse del dinero del comprador sin cumplir las condiciones del contrato de la transferencia: la entrega de una radio. Por tanto, A ha robado una propiedad de B. Lo mismo puede decirse en el caso de incumplimiento de la garantía de un producto. Si un vendedor asegura que el contenido de un determinado envase incluye cinco onzas del producto X, pero no es así, está tomando dinero del comprador sin cumplir los términos del contrato. Es decir, le está robando. También aquí, las garantías de los productos deben ser legalmente exigibles no porque sean «promesas» sino porque constituyen uno de los componentes del acuerdo de contrato. Si este componente no figura, o no tal como el vendedor lo describe, se ha producido un fraude y un robo encubierto.14
¿Es admisible la legislación sobre quiebras en un sistema libertario? Claramente no. Esta legislación obliga a exonerar a un deudor de las deudas contraídas a partir de contratos voluntarios e invade, por consiguiente, los derechos de propiedad de los acreedores. El deudor que rehúsa pagar sus deudas roba la propiedad de sus acreedores. Si tiene capacidad de pago pero oculta sus fondos, es patente que al robo se le añade la agravante del fraude. Pero también en el caso de que no pueda pagar ha robado la propiedad del acreedor, porque no le hace entrega de lo convenido. La función del sistema legislativo debería ser forzar el pago de la deuda recurriendo a cuanto el deudor posee, incluidos, por ejemplo, sus ingresos futuros, por el montante de la deuda, además de los daños y perjuicios y los intereses por la deuda remanente. La legislación sobre quiebras que perdona la deuda en detrimento de los derechos de propiedad de los acreedores concede prácticamente licencia para robar a estos últimos. En la era pre-moderna, al deudor moroso o en rebeldía se le consideraba, en general, ladrón y se le obligaba a pagar apenas obtenía ingresos. La pena de prisión iba más allá de lo que pide un castigo proporcional y, en este sentido, era, sin duda, excesiva; pero, al menos, aquella legislación descargaba la responsabilidad sobre su punto exacto: sobre el deudor, para que cumpliera sus obligaciones contractuales e hiciera las transferencias de propiedad debidas a los acreedores. Un estudioso de la historia de la legislación norteamericana sobre quiebras ha admitido —aunque defiende estas leyes— que pisotean los derechos de propiedad de los acreedores: Si la legislación sobre las quiebras se basara en los derechos legales de los individuos, no habría justificación para exonerar a los deudores del pago de sus deudas a lo largo de toda su vida o mientras tuvieran propiedades… el acreedor tiene derechos que no pueden ser violados incluso aunque la quiebra sea el resultado de una adversidad. Sus reclamaciones forman parte de su propiedad…15
Los economistas utilitaristas podrían tal vez argüir, en defensa de la legislación sobre quiebras, que, dado que las leyes están en los libros, los acreedores saben bien lo que les puede ocurrir y pueden intentar compensar este riesgo extra mediante tipos de interés más elevados y, en consecuencia, no se puede contemplar esta legislación como expropiación de la propiedad de los acreedores. Es cierto que éstos conocen de antemano la legislación, y que cargarán, sin duda, intereses más altos para compensar el riesgo contraído. Pero de ningún modo se sigue este «en consecuencia». Con independencia del conocimiento previo o de la previsión, las leyes sobre quiebras siguen siendo violaciones, y por ende, expropiaciones de los derechos de propiedad de los acreedores. Existe toda suerte de situaciones en el mercado en las que las futuras víctimas pueden tener capacidad suficiente para maniobrar de tal modo que minimicen los daños derivados de robos institucionalizados. Pero el robo no es más moral y ni más legítimo por estas encomiables maniobras.
Pero es que, además, este mismo razonamiento utilitarista puede ser aplicado a delitos como el asalto o el robo con escalo. En lugar de deplorar los delitos contra los tenderos de ciertas zonas de la ciudad, podríamos argumentar (en cuanto economistas utilitaristas) del siguiente modo: los tenderos saben de antemano lo que les puede ocurrir. Antes de abrir su negocio, conocen de sobra el alto índice de delincuencia del sector y deben, por consiguiente, ser capaces de regular sus seguros y sus negocios de acuerdo con estas circunstancias. ¿Tendremos que decir, en consecuencia, que no hay por qué deplorar los latrocinios o, incluso, dando un paso más, que no son ilegales?16
Resumiendo: el delito es delito, y las violaciones de la propiedad son violaciones de la propiedad. ¿Acaso estos propietarios previsores, que procuran tomar ciertas medidas precautorias para mitigar las consecuencias de los delitos futuros, deberán encima verse penalizados con la privación del derecho a entablar una defensa legal de las propiedades justamente poseídas? ¿Ha de castigar la ley la virtud de la previsión?
Puede abordarse de otra manera el problema de los deudores morosos: un acreedor, a la vista de los honrados intentos del deudor por pagar, puede tomar la libre y voluntaria decisión de condonar una parte o la totalidad de la deuda. Es importante subrayar aquí que en el sistema libertario, que defiende los derechos de la propiedad, cada acreedor únicamente puede condonar su propia deuda, sólo puede renunciar a sus personales reclamaciones. Existe, pues, la posibilidad de que no sea legal una situación en la que la mayoría de los acreedores obligue a la minoría a «olvidar» sus propias reclamaciones.
La remisión voluntaria de una deuda puede acontecer una vez producido el impago, pero puede también estar incorporada al contrato de deuda original. En este segundo caso, A puede prestar ahora 1.000 dólares a B, a cambio de 1.000 dólares al cabo de un año, pero añadiendo la previsión de que, si se producen ciertas circunstancias de insolvencia inevitable, el primero condonará al segundo, en todo o en parte, la deuda. Es probable que A quiera cargar unos intereses más elevados para compensar el riesgo adicional de pérdida. Pero lo que aquí nos importa es que, en estas legítimas situaciones de condonación, el descargo de la deuda lo acuerdan de forma voluntaria los acreedores individuales, ya sea en el convenio original o tras haberse producido el impago.
La condonación voluntaria adquiere, desde el punto de vista filosófico-legal, la categoría de un regalo del acreedor al deudor. De manera bastante sorprendente, mientras los teorizadores de la transferencia de títulos consideran que este regalo es un convenio perfectamente válido y legítimo de transferencia de títulos de dinero del acreedor al deudor, la doctrina jurídica corriente ha cuestionado la validez de este acuerdo de condonación como contrato vinculante. En la teoría actual, en efecto, un contrato vinculante ha de ser una promesa intercambiable por una «retribución» y, en el caso que nos ocupa, al acreedor no se le retribuye con nada. Pero en el principio de transferencia de títulos no existen problemas en el tema de las condonaciones. «El acto del acreedor al renunciar a su reclamación es de la misma especie que cualquier otro acto ordinario de transferencia. En todos los casos, el acto es simplemente la manifestación del consentimiento del propietario de los derechos».17
Y otro punto importante: en nuestro modelo de transferencia de títulos, las personas deben tener capacidad para vender no sólo el pleno título de posesión de la propiedad, sino también una parte de la misma, reservando el resto para sí o para otros a quienes deseen donarlo o venderlo. Así, como ya hemos visto antes, el copyright del derecho común establece que el autor o editor pueden vender todos los derechos de su propiedad excepto el derecho a revenderlo. Serían igualmente válidos y de obligado cumplimiento los convenios de propiedad en los que, por ejemplo, un promotor vende a un comprador todos los derechos sobre una casa y unas tierras, excepto el de construir un edificio que sobrepase una determinada altura o que se aparte de un determinado estilo. La única condición es que debe haber en todo tiempo alguno o algunos propietarios de todos los derechos de una propiedad dada. En el caso de un convenio restrictivo, por ejemplo, debe haber alguien que sea propietario del derecho a construir un edificio elevado; si no el promotor, algún otro que haya comprado o recibido tal derecho. Si este derecho ha sido abandonado y nadie lo posee en la actualidad, debe entenderse que el dueño de la casa lo hace suyo por «colonización» y puede, por consiguiente, construir un edificio de la altura que le plazca. En síntesis, «la propiedad no puede estar» incesantemente flanqueada de pactos y restricciones que ignoren los deseos de todos los dueños actuales de dichas propiedades.
Esta condición excluye el vínculo como derecho ejecutable. Bajo el vínculo, un padre podría legar sus tierras a sus hijos y nietos bajo la condición de que nunca en el futuro salgan de la familia (procedimiento típico del feudalismo). Pero esto significaría que los propietarios actuales no pueden vender la propiedad, esto es, que están regidos por la mano muerta del pasado. Ahora bien, todos los derechos de propiedad deben estar en manos de personas vivas. Tal vez pueda entenderse la voluntad del testador en el sentido de un requerimiento moral a sus descendientes para que conserven intactas las tierras de la familia, pero no puede constituir una obligación legal. Los derechos de propiedad sólo pueden ser concedidos y disfrutados por seres vivos.
Hay, en fin, un caso en el que se descubre una grave contradicción interna en el modelo de «expectativas prometidas», según que se ponga el acento en las «expectativas» o en las «promesas» de la teoría. Nos referimos al problema legal de si «la compra anula el alquiler». Supongamos que Pérez posee una extensión de terreno y que se la alquila por cinco años a Rodríguez. En un momento posterior, vende la finca a Rojo. ¿Está Rojo obligado a respetar las cláusulas de alquiler o puede despedir inmediatamente a Rodríguez? En la teoría de la promesa, es sólo Pérez quien ha prometido algo. Rojo no ha hecho promesa alguna y no está, por consiguiente, obligado a respetar el arrendamiento. En la teoría de las expectativas, el alquiler concertado genera en Rodríguez la expectativa de que podrá ocupar y utilizar la tierra durante cinco años. Por tanto, según el modelo de promesa, la compra anula el alquiler, mientras que no ocurre así en el modelo de expectativas. La teoría de la transferencia de títulos elimina el problema. Aquí, Rodríguez, el arrendador, posee el usufructo de la propiedad durante el periodo de arrendamiento contratado. Es decir, se le ha transferido, por cinco años, el uso de la propiedad. Rojo no puede, por tanto, anular el alquiler (excepto, claro está, en el caso de que en el contrato de arriendo se hubiera estipulado expresamente que éste quedaba anulado si se vende la finca).
Hay una implicación política de crucial importancia para nuestra teoría de la transferencia de títulos —como opuesta a la teoría de la promesa— a propósito de los contratos válidos y de obligado cumplimiento. Debe quedar bien claro que la teoría de la transferencia de títulos expulsaba inmediatamente del ruedo todas las variantes de la teoría del «contrato social» aducidas como justificación del Estado. Dejando aparte el problema histórico de si alguna vez ha existido un contrato social, debe ser evidente que tal contrato, ya se le entienda como la hobbesiana renuncia a todos los derechos individuales o la lockeana del derecho de legítima defensa o bajo cualquier otra modalidad, habría sido, en todo caso, una simple promesa de un comportamiento futuro (de una voluntad futura) y bajo ningún concepto la renuncia a un título sobre una propiedad enajenable. Ninguna promesa del pasado puede atar las manos de las generaciones del futuro, ni siquiera la que hace un prometiente aquí y ahora.18
La actual legislación contractual es una mezcla todavía inacabada del enfoque de la transferencia de títulos y del modelo de expectativas prometidas, en la que bajo la influencia del positivismo legal y del pragmatismo de los siglos XIX y XX ha llegado a imponerse este segundo modelo. Una teoría libertaria de los derechos naturales y de los derechos de propiedad debe reconstruir la ley contractual sobre la base de la transferencia de los títulos de propiedad.19

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