por Macario Schettino
Macario Schettino es profesor de la División de Humanidades y
Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey, en la ciudad de México y
colaborador editorial y financiero de El Universal (México).
La semana pasada se transmitió un comentario mío en la sección "En la
opinión de..." en el noticiero de Joaquín López Dóriga, como casi todos
los meses.
En éste, sin embargo, hice una afirmación que para algunos fue muy
agresiva (incluso descontando mi nivel tradicional). Dije que los
mexicanos no somos flojos, somos inútiles.
El origen de la afirmación es la estadística que produce la OCDE con respecto a las horas trabajadas, por persona, al año. México
fue el país con más horas trabajadas en 2010 y 2011, incluso por encima
de Corea del Sur, que en años anteriores nos superaba. Después están
Chile y Grecia, para que se haga usted una idea.
Sin embargo, a pesar de trabajar tanto, en México producimos muy poco, y
por eso dije que somos inútiles, porque somos improductivos.
Indudablemente la palabra correcta es esta última, pero la otra llama
más la atención, y creo que eso es lo que tenemos que hacer: darnos
cuenta del problema que tenemos que resolver, y hacerlo.
Si el problema es que no somos productivos, entonces eso es lo que hay
que resolver. No el hambre, ni la pobreza, ni el mercado interno, es la productividad.
Todo lo demás puede tener importancia, pero se trata sólo de síntomas,
no del problema en sí. Si no somos productivos, jamás podremos reducir
la pobreza, tener un mercado interno fuerte, o acabar con el hambre.
Simplemente es imposible.
Productividad significa que cada hora que trabajamos se convierte en
riqueza, en la mayor cantidad posible. Hay quienes afirman que la
riqueza no es algo que debe buscarse, pero al mismo tiempo se quejan de
que México es pobre. Son ilógicos, es decir absurdos. Si queremos que
todos los mexicanos vivan mejor, la única forma de lograrlo es generando
más riqueza por cada hora que trabajamos. No podemos trabajar muchas
más horas, porque ya somos los que más trabajamos. Entonces lo que
debemos lograr es que cada hora trabajada se transforme en más riqueza.
El producto del trabajo es riqueza cuando alguien está dispuesto a pagar
por él. Si usted dedica cientos de horas a producir algo que nadie
quiere, es usted improductivo, aunque a usted le fascine lo que hizo. Si
a nadie más le gusta, no sirvió de nada. Si, en cambio, en una o dos
horas logra hacer algo que a todos les gusta, es usted muy productivo,
aunque haya muchos que critiquen su trabajo. Un ejemplo más concreto: un
profesor que hace un libro muy técnico y oscuro, que sólo leen unas
pocas personas es mucho menos productivo que el conferencista que hace
libros, muy sencillos, que leen miles de personas. Aunque para muchos,
la sabiduría del profesor sea muy valiosa, no lo es tanto como para
pagar por ella. Y si nadie la paga, pues no vale.
Esto es muy difícil de aceptar, porque existe la creencia de que hay
algunas cosas que son valiosísimas a pesar de que a nadie le interesan.
Suena bonito, pero esto no es cierto. En ocasiones, algunos grupos que
creen que lo que hacen es importantísimo, convencen al gobierno de que
los financie, porque de otra forma no podrían seguirlo haciendo. Eso es
una reducción de la productividad de la economía. Al quitarle a otros
para financiar a éstos, la economía en su conjunto pierde. Y como lo que
estos grupos produce a nadie le interesa, no se ganó nada. Al final, es
una pérdida neta.
Es decir, es una redistribución, y las redistribuciones
reducen la productividad. Existen algunas redistribuciones que pueden
defenderse: a quienes no pueden producir nada (enfermos, incapacitados),
a quienes han tenido muy pocas oportunidades (combate a la pobreza),
pero la gran mayoría de las redistribuciones no ayudan a la economía, ni
tienen defensa “moral” alguna: subsidios a gasolinas o electricidad,
pensiones insostenibles, apoyos a industriales, académicos,
comunicadores, o lo que sea.
Si lo que hacemos no le gusta a nadie más, es muy importante que
consideremos la posibilidad de hacer otras cosas. A menos que no nos
moleste tener pocos recursos. Lo que es inaceptable es que queramos
riquezas haciendo cosas que a nadie le gustan. Por lo tanto, lo más
importante es saber qué quieren los que compran. Eso es más importante
que saber mucho acerca de la producción de ciertos bienes, o de su
funcionamiento. Más claramente: no es tan importante la educación,
porque de poco va a servir si esa educación se destina a producir cosas
que nadie quiere.
Lo más importante para la productividad es entonces la competencia.
Cuando hay competencia, las empresas deben estar permanentemente
aprendiendo de sus clientes. Tienen que atenderlos, porque si no se van;
tienen que darles bienes y servicios de calidad, porque si no, dejan de
comprarles; tienen que dar un precio razonable, porque si no le
comprarán a otro.
Se puede producir sin competencia, claro. En México tenemos mucha
experiencia en ello. Pero eso sólo puede funcionar cuando el mercado
está cerrado, y eso sólo pasa cuando hay complacencia o connivencia del
poder político. Por eso es tan importante evitar que los políticos
puedan ganar cerrando un mercado, sea ganar dinero o ganar apoyo, sea
por cerrar telecomunicaciones o petróleo. Cuando un mercado se cierra,
perdemos todos y sólo ganan los que producen. Y no ganan por ser
productivos, sino porque hay redistribución, de los que compramos a los
que venden. Redistribución que nos hace pobres a todos, pero a unos más
que a otros.
Por eso la productividad debe ser la única meta, porque si no es así,
cada grupo promoverá sus propios intereses: unos diciendo que son
industria nacional; otros que defienden derechos de los trabajadores;
unos más, que su causa es la justicia social; y habrá quien diga que es
adalid de la cultura, o la moral, o las buenas costumbres.
Puro vividor.
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