por Guillermo Cabieses
Guillermo Cabieses es profesor de los cursos de Economía y Derecho
en la Universidad de Lima y de Derecho y Análisis Económico del Derecho
en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Es Máster en
Derecho (LL.M.) por la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago y
abogado por la Universidad de Lima.
George Stigler ha sido, sin duda alguna, uno de los
economistas más geniales del siglo pasado. Fue ganador del Premio Nobel
de Economía en 1982 y creador de múltiples teorías que han influido de
manera significativa tanto en la economía como en el derecho.
Stigler fue profesor de la Universidad de Chicago durante más de cuatro
décadas y es considerado, junto con Milton Friedman, como el principal exponente de la influyente Escuela de Chicago.
La obra de Stigler es abundante y su prosa es elegante e irónica. Sus
ideas han sido influyentes en cada uno de los campos que abordó, por lo
que más que una columna merecerían un tratado. Sin embargo, aquí me
ocuparé brevísimamente de su Teoría de la Regulación Económica,
que ha cobrado singular relevancia a la luz de la nueva ola regulatoria
que se está viviendo a raíz de la reciente crisis financiera mundial.
La Teoría de la Regulación Económica de Stigler (en mi opinión,
absolutamente correcta), nos dice que como regla general la regulación
económica lejos de proteger o beneficiar al público, lo perjudica,
beneficiando más bien a las industrias reguladas. Bajo esta visión se
descarta la idea de que la regulación se emita para favorecer al público
en general, o a una parte de éste, habitualmente “los desprotegidos”.
La idea hasta aquí parece ser contraintuitiva, ¿cómo puede ser que el
uso de la maquinaria coercitiva del Estado pueda beneficiar y no
perjudicar a los sujetos de la regulación? Stigler es sumamente claro al
respecto, el Estado tiene un poder único consistente en su facultad de
recaudar impuestos (en última ratio por la fuerza) y redistribuir esos
recursos. Ante esto, naturalmente las industrias tenderán a buscar que
tales recursos les sean destinados mediante subsidios
directos del Estado para realizar sus actividades. Una aerolínea de
bandera, por ejemplo, se sustenta en que los ciudadanos paguen menores
tarifas, pero si cuenta con recursos estatales, lo único que se obtiene
es que todos paguemos por los viajes de algunos y el gran negocio de
unos cuantos.
Otra forma en que la regulación es perjudicial para los consumidores y
beneficiosa para los miembros de una industria es el control de ingreso
de participantes al mercado. Nada mejor que un exceso de regulación,
complejos trámites, numerosas licencias, etc., para asegurarse que no
exista competencia. Claro, estas barreras sirven para “tutelar los
intereses de los consumidores”, pues el Estado verificará por ellos que
las empresas que quieran participar en alguna industria cumplan con
todos los requisitos que los consumidores “necesitan” para ser
“protegidos”. Los colegios profesionales son un claro ejemplo de esto.
La regulación de los mercados de los bienes sustitutos y
complementarios es otra muestra de esto. Las industrias que no puedan
obtener subsidios directos del Estado, pretenderán que quienes se
dediquen a actividades complementarias a las suyas los obtengan, y
querrán, de otro lado, que se impongan barreras a las que se dedican a
producir bienes sustitutos. Nadie verá a los productores de ron o pisco
pidiendo una rebaja a los impuestos de la industria cervecera, “tomar es
dañino para la salud” es lo que seguramente dirán, pero sí veremos a
los productores de encendedores pidiendo menos impuestos para los
cigarrillos.
Las tarifas reguladas son otra magnífica forma de asegurar una
rentabilidad para ciertas industrias. El Estado fija la tarifa (que
naturalmente se dirá es la “justa”) que los consumidores (ahora
protegidos) deberán pagar y la industria sólo deberá cobrar sus rentas.
Bien vistas las cosas, cuando se esté regulando una industria, tenemos
que ser conscientes de que es su beneficio, no en el nuestro.
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