¿Es el trabajo una mercancía?
A menudo se afirma que el “trabajo no es una mercancía”, especialmente para
justificar tanto la actividad sindical como diversos tipos de intervencionismo
estatal en materia económica. Nadie se atreve a cuestionar una “verdad” que
parece ser tan evidente como arraigada está en profundos sentimientos humanos y
populares. Es más, la propia historia de la civilización recoge claramente la
lucha del hombre contra esa institución tan odiosa de la esclavitud, en virtud
de la cual muchos seres humanos eran comprados, utilizados y vendidos como si
de animales se tratase.
Sin embargo, y a pesar de las anteriores consideraciones, nunca ha dejado
de ser cierto que los servicios del trabajo humano (no nos referimos, desde
luego, a la persona humana en sí misma, que es indiscutiblemente inalienable)
están sometidos a idénticas leyes económicas que el resto de las mercancías y
factores de producción.
Y es que las leyes de la ciencia
económica afectan de forma inexorable a todos los agentes que intervienen en el
mercado, con independencia de cuál sea el sentir popular en relación con las
mismas. En concreto, hemos de señalar como leyes económicas más importantes
relacionadas con el factor trabajo, en primer lugar, “la ley de la oferta y la
demanda”, y, en segundo lugar, la que asevera que “el salario está determinado
por el valor descontado de la esperada productividad marginal del trabajo”. La
primera ley indica que, a igualdad de circunstancias, un aumento de la demanda
de determinados servicios del factor trabajo tiende a aumentar el salario
pagado por éstos, mientras que un aumento de la oferta tiene efectos totalmente
opuestos. La segunda ley es de gran trascendencia, y dice que al trabajador se
le paga el valor íntegro de lo que produce, pero calculando dicho valor en
aquel momento en que se efectúe el trabajo y no cuando se ha completado
temporalmente el proceso de producción. Esto es muy importante si se tiene en
cuenta que los procesos productivos modernos duran un período de tiempo muy
prolongado y que la experiencia demuestra que muy pocos trabajadores están
dispuestos a esperar todo este tiempo para percibir el valor íntegro del
producto final (los trabajadores por cuenta propia son una minoría y el número
de cooperativas es muy reducido y ello pese a todos los intentos de
popularizarlas. La mayoría prefiere que se les pague por adelantado el valor
descontado (utilizando el tipo de interés de mercado) de aquellos
productos elaborados con su trabajo y que sólo después de mucho tiempo estarán
terminados. (A propósito, esta ley puso de manifiesto hace ya casi un siglo lo
absurdo de la teoría marxista de la explotación: pagar al trabajador “hoy” el
valor íntegro de lo que sólo va a estar totalmente terminado en un lejano
“mañana” es, desde luego, pagar a dicho trabajador sensiblemente más de lo que
él mismo ha producido hoy.) Esta segunda ley es de fácil demostración: si se
pagase al trabajador una cantidad inferior al valor descontado de la
productividad marginal esperada, aumentarían los beneficios del empresario si
éste demandase y contratase más trabajadores, produciéndose de esta forma una
tendencia a incrementarse los salarios y a disminuir la productividad hasta
hacerse unos y otra prácticamente iguales. Lo contrario sucede en caso de que
el salario exceda a la productividad: se despiden o se dejan de contratar
trabajadores hasta que la productividad aumenta y los salarios disminuyen
convenientemente (si, como consecuencia de leyes laborales y restricciones institucionales
de todo tipo, este reajuste no se produce en el mercado, el paro se incrementa
y perdura de forma indefinida, tal y como sucede hoy en día en nuestro país,
donde existen más de tres millones de parados por culpa de la no existencia de
mercados laborales suficientemente libres).
De las
dos leyes anteriores procede deducir que existe un sistema y solamente un
sistema capaz de aumentar los salarios de los diferentes tipos de trabajo y,
por tanto, el nivel de vida de las masas. Tal sistema consiste en favorecer la
acumulación de capitales y, en consecuencia, el incremento de productividad
generado por el aumento del capital bien invertido a través del mercado
disponible por trabajador. Si el obrero norteamericano gana cuatro veces más
que el español, y cien veces más que el indio, por ejemplo, no se debe a que
aquél sea más listo o más trabajador. La razón es mucho más sencilla: el
norteamericano utiliza cuatro o cien veces más capital bien invertido a través
del mercado (máquinas, ordenadores, herramientas, etcétera) que sus colegas
español o indio, respectivamente. Por ello, aquellos sistemas económicos que
más favorecen el ahorro y la acumulación de capital bien invertido son los más
beneficiosos para las masas, y especialmente los más necesarios de llevar a la
práctica en los países más subdesarrollados.
De la
misma forma que la ley de la gravedad sigue plenamente en vigor con
independencia de que algún enajenado pueda o no “aceptarla” y, tirándose por la
ventana, se parta la cabeza al caer, poco importa que la gente ignore las leyes
de la economía y, guiada por la demagogia sindical o política, se comporte de
forma contraria a los principios económicos más elementales.
Así
observamos cómo existen leyes de salario mínimo que, desde luego, tranquilizan
a los espíritus socialmente más “sensibles”, pero que no dejan de condenar al
paro y a la desesperación a todos aquellos trabajadores que, por producir un
valor inferior al salario establecido legalmente, no pueden encontrar trabajo.
Un efecto semejante de generación de desempleo tienen las políticas sindicales
de logro de aumentos salariales por medios coactivos (huelga, etcétera). El
resultado siempre es el mismo: unos pocos trabajadores, aquellos que conservan
su puesto de trabajo, salen favorecidos a costa de aquellos que están obligados
a mal emplearse o a quedar desocupados. La falta de solidaridad entre los
propios trabajadores no puede ser en estos casos más patente. Nuestro análisis
pone de manifiesto que en nuestra sociedad existe un preocupante fenómeno de
“explotación horizontal”, que es la que se efectúa, consciente o
inconscientemente, pero en todo caso de forma real y masiva, por parte de
aquellos trabajadores privilegiados que conservan sus puestos de trabajo en
unas condiciones laborales que no se darían en un mercado libre, en perjuicio
de más de tres millones de parados que estarían encantados de trabajar en el
mismo.
También
llama la atención que muchos Gobiernos —entre ellos el nuestro— se obstinen en
dilapidar el capital existente en la nación mediante la puesta en práctica de
leyes fiscales confiscatorias de la renta y el patrimonio para, de tal modo,
llevar a cabo una política de “redistribución de la renta” que forzosamente ha
de empobrecer a las masas, pues da lugar a una reducción general de los
salarios reales, que es la consecuencia de la menor acumulación del capital
disponible por trabajador que dichas leyes motivan.
Finalmente,
no hemos de dejar de añadir que, por otro lado, es ciertamente una fortuna que
el factor trabajo esté sometido a las leyes objetivas e impersonales del
mercado: una distribución de la renta salarial basada en criteros diferentes de
los señalados sólo podría realizarse utilizando los criterios subjetivos, y
por ende arbitrarios, de un dictador económico. Y así, es fácil darse cuenta de
que no hay mejor defensa para los derechos de las minorías marginadas por su
religión, raza, etcétera, que la posibilidad de que éstas puedan vender en el
mercado productos altamente útiles, a unos consumidores tan necesitados de los
mismos como despreocupados están de la religión o raza de quienes hayan podido
intervenir en su eficiente elaboración.
Por todo
esto, la próxima vez que el lector escuche la afirmación de que “el trabajo no
es una mercancía”, recuerde que es inútil y perjudicial para las propias masas
trabajadoras el ignorar y luchar contra las leyes del mercado y que el día en
que el trabajo haya dejado de ser una mercancía desde el punto de vista
económico, cada trabajador habrá perdido su libertad y estará sometido a las
decisiones puramente subjetivas y arbitrarias del dictador económico del
momento (haya sido o no democráticamente elegido).
1 comentario:
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