Por Álvaro Vargas Llosa
Hubo algo distinto esta
vez. Como si el Presidente Obama hubiese intuido la oportunidad de
tener por fin una política latinoamericana y superar una etapa en la
que, en parte por las prioridades de Estados Unidos y en parte porque el
subcontinente latinoamericano está ideológicamente partido, las
relaciones con la región se han circunscrito al ámbito bilateral con un
puñado de interlocutores.
Quizá por eso tuvo gestos especiales con Chile, como el anuncio,
hecho por su Secretaría de Estado, de que este país ha sido nominado
para el Visa Waiver, y la cordialidad casi exagerada del trato al
visitante en el Salón Oval: ya no se trata sólo de reconocer al país que
va adelante en la región en desarrollo político y económico sino, a
través de él, a un conjunto de naciones, una minoría muy significativa,
que pueden convertirse pronto en socios del coloso del Norte. Socios de
verdad, no de palabra, en un esfuerzo muy ambicioso. Por ello, el
gobierno estadounidense habló por primera vez con marcado énfasis de la
Alianza del Pacífico y, lo que es más elocuente, del papel que esa
Alianza puede tener en lo que a Obama más le importa: el Trans-Pacific
Partnership, su gran apuesta por el Pacífico como nuevo pivote de la
política exterior de los Estados Unidos.
Quizá, para entender mejor esta idea, conviene algo de contexto. No
es un secreto que de un tiempo a esta parte Estados Unidos ha iniciado
un “giro”, como se ha dado en llamar a este cambio de foco exterior,
hacia el Asia. Uno de los hombres determinantes, y quizá el principal,
en este redireccionamiento de la política exterior ha sido el consejero
de Seguridad Nacional, Tom Donilon, que dejará el cargo en pocas semanas
para ser reemplazado por Susan Rice, hoy embajadora ante la ONU. Aunque
su discreción ha hecho difícil, hasta ahora, que la prensa y el
Congreso entiendan lo importante de su papel en esta visión estratégica,
poco a poco empieza a saberse que él es quien, en el forcejeo
inevitable que cabe esperar de una modificación de la política exterior
estadounidense, se ganó el respaldo de Obama. El mandatario
estadounidense entendió que el “pivot to Asia”, como se conoce a este
giro, tenía sentido estratégico de largo plazo y que Donilon era el
hombre adecuado para impulsarlo desde la trastienda. No siempre fue
fácil: a menudo hubo tensiones entre él y la secretaria de Estado,
Hillary Clinton, en el primer gobierno de Obama, pero la jefa de la
diplomacia comprendió que el jefe estaba convencido y que ella podía
asumir el liderazgo visible que, por razones de jerarquía y la
naturaleza algo menos pública de su rol, Donilon no podía.
Aquí entra en escena el famoso Trans-Pacific Partnership, en el que
Obama tiene tanto interés de un tiempo a esta parte y al que se refirió
durante la visita de Piñera a Washington. A ojos del gobierno
estadounidense y de varios de los países asiáticos que forman parte de
esta iniciativa, se trata no tanto de un espacio de libre comercio, como
se cree por parte de los pocos países latinoamericanos que también son
de la partida, sino de un espacio político con alto contenido económico.
¿Por qué político? Porque su propósito inconfeso es hacer contrapeso a
China. En dos sentidos: de un lado, para evitar perder terreno entre
países asiáticos tradicionalmente cercanos a Estados Unidos que hoy
tienen un nexo creciente con China; del otro, para dar a estos mismos
países, asustados con la proyección desbordante de Beijing en la zona y
los tintes hegemónicos de su política asiática, un soporte protector.
Todo esto, por cierto, se dará de un modo más bien implícito que
explícito, porque las dos superpotencias no pueden enfrentarse
directamente. Para evitar tener alguna vez que hacerlo es, justamente,
que ambos van acumulando fuerzas, marcando territorios. Estados Unidos,
aunque no sea ese el discurso oficial, ve en el Trans-Pacific
Partnership su mejor baza para “contener” en lo posible a China,
resguardar su influencia en la región y, al mismo tiempo, dar a la
política exterior un contenido apropiado para esta época en que el eje
del mundo, por razones económicas, transita del Atlántico al Pacífico.
¿Qué tiene esto que ver con la visita de Piñera? Más de lo que
parece: Obama no tiene una política latinoamericana propiamente
hablando, pero cree haber encontrado en la Alianza del Pacífico, la
mayoría de cuyos miembros forman también parte del contingente
latinoamericano del Acuerdo de Asociación Trans-Pacífico, como se lo
conoce en español, la posibilidad de relacionarse con un conjunto de
países de esta región de un modo estratégico y permanente. Es decir: la
alianza de países democráticos y de vocación globalizadora en América
Latina pasaría a ser un interlocutor estratégico de Washington por la
vía de su participación en el gran espacio político-económico del
Pacífico al que Obama ahora interesa mucho. Dicho sea de paso, a esa
iniciativa se quiere incorporar también Japón, según lo ha anunciado el
primer ministro nipón hace poco, lo que le dará una mayor significación
todavía: no hablamos sólo de países asiáticos importantes pero de
segundo nivel, sino de una de las dos grandes potencias del Asia.
No hay que exagerar, por supuesto, la gravitación de un país con peso
relativamente menor en el concierto mundial como Chile (o el propio
Perú, cuyo presidente también visitará a Obama pronto), pero es
necesario entender lo que esto significa para América Latina. Implica
que la Alianza del Pacífico, la única iniciativa latinoamericana
altamente promisoria surgida en bastante tiempo, logrará una inserción
mundial ya no por la vía de los tratados comerciales bilaterales con
Estados Unidos o algunos países del Asia, sino a través de su
participación en el club geopolítico de los importantes (además de los
asiáticos y Estados Unidos, participan Canadá y Australia, por ejemplo).
¿Qué gana Obama con esto? ¿Por qué usó la visita de Piñera para
expresar esta visión? Esencialmente porque, por fin, el gobierno
estadounidense cree haber encontrado la manera de tener una política
latinoamericana o algo que se le parezca. Hasta ahora, la frustrante
relación con Brasil, que se ha mostrado más interesado en marcar
distancia de la primera potencia que en asociarse con Estados Unidos, a
pesar de los denodados esfuerzos de Obama en tiempos de Lula, y la
interferencia obstructora del socialismo del siglo XXI han hecho
imposible una asociación estratégica entre Washington y el
subcontinente. Todo quedó, por tanto, reducido en estos años a rituales
-y siempre accidentadas- cumbres continentales, a alguno que otro
acuerdo comercial y a encuentros presidenciales bilaterales fugaces. El
hecho de que un grupo de países exitosos y con prestigio de la región,
que comparten los valores de la democracia liberal de los Estados Unidos
y que suman una economía comparable a la brasileña, se asocien entre sí
le abre a Washington la oportunidad de lograr lo que hasta ahora era
imposible: una relación que vaya más allá de lo circunstancial y lo
bilateral.
Que esto lo sugiriese el propio Obama con motivo de la visita de
Piñera debe entenderse como una deferencia hacia el visitante chileno.
El problema que se plantea ahora, sin embargo, es que al gobierno de
Piñera le queda poco tiempo. Surge así la pregunta: ¿Compartirá esta
visión un futuro gobierno chileno en el caso de que sea de la
Concertación? ¿Verá en esto la posibilidad de darle a la política
exterior chilena y regional una dimensión más gravitante de la que ha
tenido hasta ahora? ¿O preferirá apostar a las afinidades ideológicas
del vecindario y enfriar un poco esta asociación con los países
latinoamericanos que van mejor y, por tanto, también la conexión con el
gran espacio del Pacífico que impulsan Estados Unidos y un grupo de
países asiáticos?
No hay manera de responder a estas preguntas todavía. Ni siquiera es
probable que la Concertación lo sepa aún, pues la desaceleración de
Brasil y la crisis profunda de los países del socialismo del siglo XXI
podrían dejar a Chile sin demasiadas opciones, aun si la inclinación
inicial fuese apostar por las afinidades ideológicas.
Estados Unidos, en cualquier caso, no hará un gran esfuerzo para que
los países de la Alianza del Pacífico aprovechen la oportunidad que se
les abre. Se las ha ofrecido, pero si ellos no la toman, no será
posible, dadas las prioridades y el peso relativamente menor que todavía
juega esta región en términos políticos, que la diplomacia
norteamericana dedique demasiado esfuerzo a convencerlos. Exactamente
como ocurrió cuando, en 2005, en la Cumbre de las Américas de Mar del
Plata, Brasil, Argentina y Venezuela acabaron con el proyecto de libre
comercio hemisférico conocido como Alca. Después de aquello, Washington
sencillamente se desentendió y desde entonces no ha tenido una política
latinoamericana digna de ese nombre.
No hace falta insistir demasiado en lo importante que es para América
Latina que los países más democráticos y mejor orientados en lo
económico refuercen su modelo dándole a su asociación o “bloque” (para
usar un término antipático) una conexión más orgánica con las potencias
mundiales. Una de las tragedias de esta última década, lo acabamos de
ver con el drama electoral reciente en Venezuela, es que no hay
mecanismos regionales capaces de defender la democracia liberal o el
modelo de economía abierta y moderna en los muchos países donde está
bajo amenaza. No se trata de un problema meramente ideológico o
académico: de por medio está el desarrollo de la región.
Por eso la Alianza del Pacífico, aunque todavía no tiene una voz
política, cobra tanta importancia: sus países pueden ser, en conjunto,
el referente y el líder que en solitario ninguno de ellos ha logrado ser
hasta ahora para el resto de América Latina. Si esa asociación se
prestigia y fortalece, conectándose más íntimamente a los grandes polos
de desarrollo y de democracia del mundo, su posibilidad de perdurar e
influir en América Latina será mayor. Digo “perdurar” porque nunca se
puede descartar, desde luego, que los cambios de gobierno en algunos de
los países que lo conforman provoquen también un cambio de prioridades o
de política exterior.
No es una ironía menor que originalmente el Acuerdo de Asociación
Trans-Pacífico, con un nombre algo más largo, fuera ideado por un grupo
de países entre los cuales no estaba Estados Unidos y sí estaba Chile
(junto con Brunei, Nueva Zelandia y Singapur).
Piñera tiene razones para estar satisfecho con la visita a
Washington. Pero no deja de haber un toque melancólico: no será él quien
vea el fruto de esta asociación entre la Alianza del Pacífico y la
Trans-Pacific Partnership en sociedad con Estados Unidos. Ello, en el
supuesto de que su sucesor o sucesora mantenga el interés, de que los
otros participantes latinoamericanos renueven el entusiasmo y de que
Estados Unidos no deje morir la oportunidad de tener una política
latinoamericana.
1 comentario:
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