09 junio, 2013

La visita de Piñera a EE.UU.

Obama - PiñeraPor Álvaro Vargas Llosa
Hubo algo distinto esta vez. Como si el Presidente Obama hubiese intuido la oportunidad de tener por fin una política latinoamericana y superar una etapa en la que, en parte por las prioridades de Estados Unidos y en parte porque el subcontinente latinoamericano está ideológicamente partido, las relaciones con la región se han circunscrito al ámbito bilateral con un puñado de interlocutores. 
Quizá por eso tuvo gestos especiales con Chile, como el anuncio, hecho por su Secretaría de Estado, de que este país ha sido nominado para el Visa Waiver, y la cordialidad casi exagerada del trato al visitante en el Salón Oval: ya no se trata sólo de reconocer al país que va adelante en la región en desarrollo político y económico sino, a través de él, a un conjunto de naciones, una minoría muy significativa, que pueden convertirse pronto en socios del coloso del Norte. Socios de verdad, no de palabra, en un esfuerzo muy ambicioso. Por ello, el gobierno estadounidense habló por primera vez con marcado énfasis de la Alianza del Pacífico y, lo que es más elocuente, del papel que esa Alianza puede tener en lo que a Obama más le importa: el Trans-Pacific Partnership, su gran apuesta por el Pacífico como nuevo pivote de la política exterior de los Estados Unidos.

Quizá, para entender mejor esta idea, conviene algo de contexto. No es un secreto que de un tiempo a esta parte Estados Unidos ha iniciado un “giro”, como se ha dado en llamar a este cambio de foco exterior, hacia el Asia. Uno de los hombres determinantes, y quizá el principal, en este redireccionamiento de la política exterior ha sido el consejero de Seguridad Nacional, Tom Donilon, que dejará el cargo en pocas semanas para ser reemplazado por Susan Rice, hoy embajadora ante la ONU. Aunque su discreción ha hecho difícil, hasta ahora, que la prensa y el Congreso entiendan lo importante de su papel en esta visión estratégica, poco a poco empieza a saberse que él es quien, en el forcejeo inevitable que cabe esperar de una modificación de la política exterior estadounidense, se ganó el respaldo de Obama. El mandatario estadounidense entendió que el “pivot to Asia”, como se conoce a este giro, tenía sentido estratégico de largo plazo y que Donilon era el hombre adecuado para impulsarlo desde la trastienda. No siempre fue fácil: a menudo hubo tensiones entre él y la secretaria de Estado, Hillary Clinton, en el primer gobierno de Obama, pero la jefa de la diplomacia comprendió que el jefe estaba convencido y que ella podía asumir el liderazgo visible que, por razones de jerarquía y la naturaleza algo menos pública de su rol, Donilon no podía.
Aquí entra en escena el famoso Trans-Pacific Partnership, en el que Obama tiene tanto interés de un tiempo a esta parte y al que se refirió durante la visita de Piñera a Washington. A ojos del gobierno estadounidense y de varios de los países asiáticos que forman parte de esta iniciativa, se trata no tanto de un espacio de libre comercio, como se cree por parte de los pocos países latinoamericanos que también son de la partida, sino de un espacio político con alto contenido económico. ¿Por qué político? Porque su propósito inconfeso es hacer contrapeso a China. En dos sentidos: de un lado, para evitar perder terreno entre países asiáticos tradicionalmente cercanos a Estados Unidos que hoy tienen un nexo creciente con China; del otro, para dar a estos mismos países, asustados con la proyección desbordante de Beijing en la zona y los tintes hegemónicos de su política asiática, un soporte protector.
Todo esto, por cierto, se dará de un modo más bien implícito que explícito, porque las dos superpotencias no pueden enfrentarse directamente. Para evitar tener alguna vez que hacerlo es, justamente, que ambos van acumulando fuerzas, marcando territorios. Estados Unidos, aunque no sea ese el discurso oficial, ve en el Trans-Pacific Partnership su mejor baza para “contener” en lo posible a China, resguardar su influencia en la región y, al mismo tiempo, dar a la política exterior un contenido apropiado para esta época en que el eje del mundo, por razones económicas, transita del Atlántico al Pacífico.
¿Qué tiene esto que ver con la visita de Piñera? Más de lo que parece: Obama no tiene una política latinoamericana propiamente hablando, pero cree haber encontrado en la Alianza del Pacífico, la mayoría de cuyos miembros forman también parte del contingente latinoamericano del Acuerdo de Asociación Trans-Pacífico, como se lo conoce en español, la posibilidad de relacionarse con un conjunto de países de esta región de un modo estratégico y permanente. Es decir: la alianza de países democráticos y de vocación globalizadora en América Latina pasaría a ser un interlocutor estratégico de Washington por la vía de su participación en el gran espacio político-económico del Pacífico al que Obama ahora interesa mucho. Dicho sea de paso, a esa iniciativa se quiere incorporar también Japón, según lo ha anunciado el primer ministro nipón hace poco, lo que le dará una mayor significación todavía: no hablamos sólo de países asiáticos importantes pero de segundo nivel, sino de una de las dos grandes potencias del Asia.
No hay que exagerar, por supuesto, la gravitación de un país con peso relativamente menor en el concierto mundial como Chile (o el propio Perú, cuyo presidente también visitará a Obama pronto), pero es necesario entender lo que esto significa para América Latina. Implica que la Alianza del Pacífico, la única iniciativa latinoamericana altamente promisoria surgida en bastante tiempo, logrará una inserción mundial ya no por la vía de los tratados comerciales bilaterales con Estados Unidos o algunos países del Asia, sino a través de su participación en el club geopolítico de los importantes (además de los asiáticos y Estados Unidos, participan Canadá y Australia, por ejemplo).
¿Qué gana Obama con esto? ¿Por qué usó la visita de Piñera para expresar esta visión? Esencialmente porque, por fin, el gobierno estadounidense cree haber encontrado la manera de tener una política latinoamericana o algo que se le parezca. Hasta ahora, la frustrante relación con Brasil, que se ha mostrado más interesado en marcar distancia de la primera potencia que en asociarse con Estados Unidos, a pesar de los denodados esfuerzos de Obama en tiempos de Lula, y la interferencia obstructora del socialismo del siglo XXI han hecho imposible una asociación estratégica entre Washington y el subcontinente. Todo quedó, por tanto, reducido en estos años a rituales -y siempre accidentadas- cumbres continentales, a alguno que otro acuerdo comercial y a encuentros presidenciales bilaterales fugaces. El hecho de que un grupo de países exitosos y con prestigio de la región, que comparten los valores de la democracia liberal de los Estados Unidos y que suman una economía comparable a la brasileña, se asocien entre sí le abre a Washington la oportunidad de lograr lo que hasta ahora era imposible: una relación que vaya más allá de lo circunstancial y lo bilateral.
Que esto lo sugiriese el propio Obama con motivo de la visita de Piñera debe entenderse como una deferencia hacia el visitante chileno. El problema que se plantea ahora, sin embargo, es que al gobierno de Piñera le queda poco tiempo. Surge así la pregunta: ¿Compartirá esta visión un futuro gobierno chileno en el caso de que sea de la Concertación? ¿Verá en esto la posibilidad de darle a la política exterior chilena y regional una dimensión más gravitante de la que ha tenido hasta ahora? ¿O preferirá apostar a las afinidades ideológicas del vecindario y enfriar un poco esta asociación con los países latinoamericanos que van mejor y, por tanto, también la conexión con el gran espacio del Pacífico que impulsan Estados Unidos y un grupo de países asiáticos?
No hay manera de responder a estas preguntas todavía. Ni siquiera es probable que la Concertación lo sepa aún, pues la desaceleración de Brasil y la crisis profunda de los países del socialismo del siglo XXI podrían dejar a Chile sin demasiadas opciones, aun si la inclinación inicial fuese apostar por las afinidades ideológicas.
Estados Unidos, en cualquier caso, no hará un gran esfuerzo para que los países de la Alianza del Pacífico aprovechen la oportunidad que se les abre. Se las ha ofrecido, pero si ellos no la toman, no será posible, dadas las prioridades y el peso relativamente menor que todavía juega esta región en términos políticos, que la diplomacia norteamericana dedique demasiado esfuerzo a convencerlos. Exactamente como ocurrió cuando, en 2005, en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, Brasil, Argentina y Venezuela acabaron con el proyecto de libre comercio hemisférico conocido como Alca. Después de aquello, Washington sencillamente se desentendió y desde entonces no ha tenido una política latinoamericana digna de ese nombre.
No hace falta insistir demasiado en lo importante que es para América Latina que los países más democráticos y mejor orientados en lo económico refuercen su modelo dándole a su asociación o “bloque” (para usar un término antipático) una conexión más orgánica con las potencias mundiales. Una de las tragedias de esta última década, lo acabamos de ver con el drama electoral reciente en Venezuela, es que no hay mecanismos regionales capaces de defender la democracia liberal o el modelo de economía abierta y moderna en los muchos países donde está bajo amenaza. No se trata de un problema meramente ideológico o académico: de por medio está el desarrollo de la región.
Por eso la Alianza del Pacífico, aunque todavía no tiene una voz política, cobra tanta importancia: sus países pueden ser, en conjunto, el referente y el líder que en solitario ninguno de ellos ha logrado ser hasta ahora para el resto de América Latina. Si esa asociación se prestigia y fortalece, conectándose más íntimamente a los grandes polos de desarrollo y de democracia del mundo, su posibilidad de perdurar e influir en América Latina será mayor. Digo “perdurar” porque nunca se puede descartar, desde luego, que los cambios de gobierno en algunos de los países que lo conforman provoquen también un cambio de prioridades o de política exterior.
No es una ironía menor que originalmente el Acuerdo de Asociación Trans-Pacífico, con un nombre algo más largo, fuera ideado por un grupo de países entre los cuales no estaba Estados Unidos y sí estaba Chile (junto con Brunei, Nueva Zelandia y Singapur).
Piñera tiene razones para estar satisfecho con la visita a Washington. Pero no deja de haber un toque melancólico: no será él quien vea el fruto de esta asociación entre la Alianza del Pacífico y la Trans-Pacific Partnership en sociedad con Estados Unidos. Ello, en el supuesto de que su sucesor o sucesora mantenga el interés, de que los otros participantes latinoamericanos renueven el entusiasmo y de que Estados Unidos no deje morir la oportunidad de tener una política latinoamericana.

1 comentario:

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