Desde el punto de
vista formal, México es una democracia razonablemente funcional. Nos quejamos
de su juventud, su calidad o sus imperfecciones, pero más allá de las
pasiones electorales o los conflictos de coyuntura es probable que en los
próximos años subsista como régimen y la discusión se centre más bien en su utilidad práctica para resolver arreglos
políticos o agregar valor al bienestar colectivo.
Por una parte, hay
otros elementos en el escenario político. Una composición demográfica de la
sociedad mexicana para la cual vivir en democracia ya no es una demanda sino
que ahora quiere buenos
ingresos.
Han surgido nuevas
formas de interacción, organización y participación ciudadana 2.0 que se
expresan en el espacio infinito de Internet y redes y las cuales nacieron y
crecieron fuera de las instituciones políticas formales.
Clases medias
aspiracionales que no compiten por
el poder sino por el mercado y los empleos, y son absolutamente indiferentes a la política tradicional.
En suma, lo que
parece que tenemos es una vida pública con crecientes grados de
desintermediación, y una comunicación más horizontal y directa que prefigura
formas de expresión inédita, entre ellas la que ahora se empieza a
llamar e-democracia.
Y, por otra parte,
porque suele ocurrir que una vez adquirida —que no consolidada— la democracia
y extendida su normalización en el paisaje cultural, en particular en la
vertiente electoral, quizá pasaremos a ser, a mediano plazo, una especie de sociedad posdemocrática, en la cual ese valor sea reemplazado por
la búsqueda de otros más decisivos para el ciudadano y que le importan más en
sus vidas.
México tendrá
entonces que repensar y
reinventar su democracia porque
en el futuro ésta será distinta. En otras palabras: el mundo vive aceleradamente
la transición de una política de ideologías, clases e intereses a otra de
causas —género, medio ambiente, educación, preferencias sexuales, derechos de
los animales, bioética— e identidades múltiples —etnia,
lengua, religión, cultura y sentido de pertenencia— y, por tanto, los sistemas actuales de mediación
partidista perderán vigencia porque el ciudadano actuará políticamente de manera
transversal, jugando roles diversos a la vez y, en suma, reinventando el
ejercicio de ciudadanía de una manera más viva, directa y autónoma frente a las instituciones
tradicionales.
Finalmente, la
ampliación en el acceso y uso de las nuevas tecnologías de la información y
las redes está configurando una fórmula muy potente de expresión directa, que
ya no transcurre por partidos ni otras organizaciones convencionales y que no
necesariamente acudirá a las urnas, de manera mayoritaria, porque para cuando
corresponda una elección ya habrán ocurrido las cosas que más le
importan.
Las elecciones, en
ese escenario, no desaparecerán desde luego, pero serán más bien un acto de convalidación de decisiones
públicas perfiladas con antelación.
En síntesis, México
llegó a la normalidad democrática, lo que es real y saludable, pero la
condición de país desarrollado con una sociedad cohesionada y vibrante
dependerá de otros factores.
|
No hay comentarios.:
Publicar un comentario