Aznar el malo
Por Ignacio Camacho
Ninguna democracia sabe bien qué hacer con sus exgobernantes, salvo aquellas en que por tener legalmente limitados los mandatos cualquier presidente que deja de serlo pasa de forma automática al montepío político.
En España tanto González como Aznar han tenido que dedicar buena parte de su esfuerzo jubilar a desmentir sus respectivos retornos, aun a costa tal vez a embridar sus ganas, pero si en el primer caso era evidente que durante una etapa se dedicó a manejar en las sombras el partido que le seguía añorando -y hasta a tumbar a alguno de sus sucesores-, en el segundo se da la paradoja de que le echan más de menos sus enemigos que sus partidarios.
Éstos ya parecen resignados a su ausencia, cuando no abiertamente aliviados por ella, y muchos de ellos desean zafarse de cualquier atisbo de tutela, mientras los adversarios no ven el modo de volverlo a meter en la liza para poder confrontarse aunque sea con su sombra. Como les salió bien la demonización de su figura, nada les viene mejor que agitar el espantajo de un liderazgo ficticio contra el que disimular la evidencia de que en estos cuatro años no han hecho nada que merezca la pena. Por eso la cacería a que el expresidente se refería ayer en ABC -formidable retrato intelectual de esa taxidermista de almas que es Josefina del Álamo- no tiene, siendo cierta y evidente, el objetivo de eliminarlo, sino muy al contrario el de mantenerlo en danza; lo que pretende la izquierda es corretearlo por las trochas de la política para evitar enfrentarse a la realidad de un presente sin fantasmas.
El mejor gobernante de nuestra democracia no merecía el oprobio de ingratitud con que fue despedido, por muchos y evidentes errores que a última hora cometiese, pero menos merece aún que lo quieran resucitar para continuar alanceándolo, como aquel personaje de García Márquez, Blacamán el Malo, al que su antagonista revivía para volverlo a matar. Aznar tuvo la tentación, hace dos veranos, de dar un golpe de mano en el PP para remover a un Rajoy del que en algún momento se sintió decepcionado, mas supo sujetarse a tiempo el impulso y desde entonces no ha hecho sino comportarse con generoso compromiso. Nadie tiene derecho es a cortarle la lengua -como tampoco a Felipe, con quien a su pesar le unen no pocas similitudes póstumas-, y si acaso quepa exigirle desde sus propias filas que la maneje con responsabilidad.
Pero esto nunca le ha faltado; como él mismo subraya, si algo le irrita es la frivolidad en política, ceñuda sensibilidad que ha llevado incluso más lejos de lo conveniente. Puede que su mayor defecto fuese la incapacidad para suavizar perfiles, olvidando que la gente no sólo pide que la manden, sino también que al menos parezca que la quieren. Y Aznar, desde luego, cariño daba poco. Menos del imprescindible.
Sea como fuere, el ex presidente ya no está en la batalla, y la influencia de sus opiniones es la que cada cual les quiera conceder. El zapaterismo le necesita como espejo en el que disimular sus carencias, pero es bien triste que un dirigente en activo pretenda enfrentarse con un espectro, como si fuese el padre de Hamlet. Por mucha humareda que provoquen sus palabras, la discusión en curso no es la de si Aznar va a volver, sino la de si Zapatero va a continuar.
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