28 febrero, 2008

La separación de la basura

Aceptar al Cato Institutepor Xavier Sala-I-Martin

Xavier Sala-i-Martín es catedrático de Columbia University y Profesor Visitante de la Universidad Pompeu Fabra.

Hace unas semanas se produjo en China una curiosa epidemia de enfermedades de transmisión sexual. Curiosa, porque la causa no fue, como cabría esperar, el desenfreno carnal sino unas gomas de cabello. Si, si. Unas gomas de cabello que, al parecer, habían sido hechas con… (por favor no se rían): ¡condones reciclados!

Y es que el último grito en moda medioambientalista pide que compremos papel reciclado, que pongan cánones a la bolsas de plástico del supermercado, que usemos botellas de cristal y, ¿cómo no?, que separemos las basuras en contenedores de colores.

La idea del reciclaje no es nueva. Nuestros antepasados lo hacían porque al ser tanta la escasez en la que vivían, valía la pena reutilizarlo casi todo. Durante los dos últimos siglos los costes de producción se han reducido mucho. Para muchos productos, eso ha significado que sea más barato tirarlos una vez utilizados que lavarlos, reciclarlos y volverlos a usar. Paralelamente a este progreso tecnológico han aparecido unos grupos de presión a los que les disgusta que la gente tenga la libertad de desechar lo que le plazca y eso ha hecho que, desde el punto de vista del reciclaje, los productos del mundo se dividan hoy en cuatro grupos.

Primero están los bienes que reciclamos voluntariamente: las cuberterías de acero inoxidable, los platos de duralex (no los de papel), o la ropa son ejemplos de bienes que todos preferimos lavar y reutilizar. Fíjense que para que la gente recicle este tipo de productos no hacen falta ni regulaciones, ni cánones, ni propaganda institucional.

En el otro extremo están los productos que nadie quiere reciclar como el papel higiénico. En este grupo también hay bienes que nuestros abuelos reciclaban y nosotros, al tener alternativas mejores, no como los pañales de los bebés o las compresas femeninas (que antiguamente eran de tela y se reutilizaban tras un lavado).

El tercer grupo de bienes son los que no se reciclarían si no fuera por el marketing medioambiental. Perdón. No es marketing. Son “campañas de sensibilización”. En este grupo está el papel: durante el “día de la tierra” los maestros llevan a los niños de excursión a la montaña y, tras plantar un bonito árbol, les explican que cada vez que pintan un folio, están matando a una criatura tan preciosa como la que acaban de plantar. Independientemente de los daños psicológicos que sufren los pobres chavales cada vez que hacen los deberes, nadie les explica que el papel proviene de árboles plantados expresamente para ser transformados en papel. Reciclar papel para salvar a los árboles tiene tanto sentido como reciclar pan para salvar al trigo o reciclar boniatos para salvar… a otros boniatos.

En cualquier caso, para los árboles (que no para los pobres boniatos) la propaganda tiene tanto éxito que alguna gente está dispuesta a pagar por un papel de ínfima calidad lo que hace que algunas empresas tengan incentivos a reciclarlo.

El cuarto y más problemático grupo incluye aquellos bienes que no se reciclan voluntariamente ni siquiera después de “campañas de sensibilización” pero a los que los medioambientalistas no renuncian. Aunque últimamente está creciendo la popularidad del canon a las bolsas de plástico, el producto estrella aquí todavía es la basura: esa basura que debe separarse en preciosos contenedores de colores. Dado que los ciudadanos normales no separarían la basura por iniciativa propia porque el coste de hacerlo es demasiado alto y el beneficio nadie sabe dónde está, los activistas recurren al estado para que nos obligue bajo amenaza de multas y sanciones. Además, crean un cuerpo de vigilantes de bazofias para perseguir a quien utilice el contenedor equivocado, obligan a las empresas a llevar “contabilidades de residuos” y aparecen consultores (que, lógicamente, son los propios medioambientalistas) que cobran por asesorarnos sobre cómo cumplir con el reglamento.

A pesar de su popularidad, nadie ha demostrado que los costes de separación de basuras (que incluyen las molestias que sufrimos los ciudadanos, el espacio que ocupan tantos containers en casas de 50 m2 y los gastos de recogida selectiva de residuos) sean inferiores a los beneficios sociales asociados a algún tipo de misteriosa externalidad que nadie ha conseguido medir. De hecho, hay evidencia de que la separación en casa es ineficiente hasta el punto que cada vez son más los ayuntamientos y empresas de recogida que deciden separar los desechos ellos mismos, un fenómeno que en Estados Unidos se llama “single stream recycling”. La empresa texana Waste Management, encargada de recoger la basura de 20 millones de familias, hace tiempo que se ha pasado al “single stream”, a pesar de que este método les obligue a pagar unos costes de separación que en el sistema tradicional asumen los ciudadanos en casa.

Antes de que el establishment de la corrección política me condene a la pira purificadora, déjenme clarificar que no estoy sugiriendo que la gente no tenga derecho a reciclar. La gente tiene derecho a practicar los rituales que crean que mejor les acercan a sus dioses, sean éstos cristianos, musulmanes, paganos o medioambientales. Lo que es inaceptable es que alguna de estas religiones nos obligue a los infieles a participar en sus liturgias simplemente porque no creemos en ellas. Garantizar nuestra libertad manteniendo la separación entre estado e iglesia (y eso incluye a la iglesia medioambientalista) es mucho más importante para nuestro bienestar que la separación de la basura.

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