04 abril, 2008

El Hotel Plaza reabre sus puertas: ¿es el momento para revivir los Acuerdos del 85?

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En abril de 2005, Nueva York perdió uno de sus símbolos. El mítico Hotel Plaza, con todo su glamour y con sus idílicas vistas a Central Park, cerraba sus puertas. A sus suntuosas dependencias no les esperaba otro destino que ser carne de urbanizaciones de lujo. El adiós parecía definitivo. Pero fue una falsa impresión. Sólo se trató de un hasta luego.

Casi tres años después, el Plaza acaba de reabrir sus puertas. Vuelve a erigirse luminoso e indestructible entre el ajetreo de la Gran Manzana. No ha podido evitar su correspondiente reestructuración, que ha convertido parte de sus acogedoras habitaciones en condominios y apartamentos de alto standing, pero eso no le impide ser el de siempre.

Sus tarifas dan fe de ello. Ser huésped del Plaza no sale por menos de 1.000 dólares la noche. Al cambio, unos 641 euros. Aunque, bien mirado, no es un mal negocio. Cuando bajó la persiana hace tres años, hubiera costado 775 euros, ya que entonces con un euro se podían comprar 1,29 dólares, o lo que es lo mismo, un 17,3 por ciento por debajo de los 1,56 dólares que se pueden adquirir en la actualidad.

A primera vista, este asunto puede parecer una nimiedad en medio de la grandeza del hotel neoyorquino. Pero nada más lejos de la realidad. No en el caso del Plaza. Dentro de la historia financiera, su nombre siempre estará asociado al mercado de divisas. Más en concreto, al pacto que alcanzaron en sus instalaciones las cinco naciones más desarrolladas del mundo en septiembre de 1985 (G-5). Los responsables económicos y los banqueros centrales de Estados Unidos, Japón, Alemania, Inglaterra y Francia se reunieron en secreto y sellaron un acuerdo cambiario que se hizo público el 22 de septiembre. Desde entonces, el Hotel Plaza no sólo contaría con un espacio en la historia por haber acogido a famosos de la talla de la diva María Callas, sino por dar nombre a un pacto que iba a suponer un hito de indudable importancia en la historia del mercado de divisas.

Este imborrable precedente ha provocado que no hayan sido pocos los que han visto en su reapertura un guiño del destino. Más de dos décadas después y tras un lavado de cara que ha costado 400 millones de dólares, el escenario que amparó el mítico Acuerdo del Plaza podría ser el halo de esperanza que despierte la memoria de los ministros de economía del Grupo de los Siete (G-7) para ponerse a urdir un nuevo acuerdo que ayude a poner orden en un mercado en el que la caída del dólar cada vez resulta más inquietante.

Un lustro demasiado complejo

Eso sí, la problemática de 1985 era muy distinta a la actual, aunque, curiosamente, ambos episodios también comparten riesgos. Si ahora es la debilidad de la divisa estadounidense la que preocupa, entonces era su fortaleza la que intimidaba. Entre comienzos de 1979 y el primer trimestre de 1985, la moneda norteamericana había acumulado una subida del 90 por ciento con respecto al marco alemán y del 35 por ciento frente al yen japonés, por citar los ejemplos más destacados.

Esta espectacular escalada había descansado en un pilar fundamental: el drástico aumento de los tipos de interés aplicado por la Reserva Federal (Fed), presidida entonces por Paul Volcker, para combatir la temida estanflación, es decir, una situación anómala consistente en una combinación de estancamiento económico e inflación. Con unos precios que llegaron a repuntar a una tasa del 10 por ciento interanual, a Volcker no le tembló el pulso en absoluto a la hora de recetar la medicina monetaria más adecuada: entre 1979 y la primera mitad de 1980, elevó el precio del dinero del 10 al 20 por ciento, y apenas soltó lastre hasta cuatro años más tarde, cuando situó los tipos por debajo del 10 por ciento, a pesar de lo cual aún siguieron siendo comparativamente más altos que los de otras naciones.

Además de atajar la arremetida de la inflación, la política de la Fed tuvo otro efecto evidente: atrajo el capital extranjero, que anhelaba la alta rentabilidad que ofrecía en aquel momento la deuda pública estadounidense. Esa demanda disparó el valor del dólar, algo que a su vez alimentó la capacidad adquisitiva de los norteamericanos. Como consecuencia, la primera economía mundial fue amasando un déficit comercial creciente, en tanto que el resto de las potencias mundiales encarnaba la cara contraria: sus superávits comerciales resultaban crecientes.

Esta situación suponía una amenaza para la economía mundial porque generaba brotes proteccionistas en Estados Unidos. Con un dólar tan poderoso, a las empresas norteamericanas les resultaba casi imposible exportar, por lo que su presión para imponer aranceles era creciente. Si esto ocurría, la arquitectura financiera y comercial mundial que se había desarrollado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial podría saltar por los aires.

Freno inmediato

Había que hacer algo y había que hacerlo ya. Pero existía un problema: las autoridades norteamericanas no querían renunciar a las políticas que les habían permitido salir de la profunda crisis de comienzos de los 80. "Al principio, esta espectacular apreciación [del dólar] apenas obtuvo respuesta alguna de la política económica. Estados Unidos estaba poco dispuesto a considerar la posibilidad de subir los impuestos, reducir el gasto público o modificar la política de la Reserva Federal para bajar los tipos de interés y reducir el atractivo del dólar para los inversores extranjeros. Para la Fed de Volcker aún era prioritario reducir la inflación; y Donald Reagan, secretario del Tesoro, era partidario de confiar el tipo de cambio al mercado", narra Barry Eichengreen en su obra La globalización del capital.

Sin embargo, los hechos eran tozudos. Y la preocupación, creciente, tal como explica la experta en mercado de divisas, Kathy Lien, en el libro Trading diario en el mercado de divisas: "Existía el peligro inminente de que en la economía se introdujeran políticas proteccionistas en forma de barreras arancelarias. Estados Unidos sufría un gran déficit por cuenta corriente que no hacía más que aumentar, mientras Japón y Alemania enfrentaban superávits importantes y también en aumento. Un desequilibrio tan fundamental podía crear graves transtornos económicos, que a su vez causarían distorsión en los mercados de divisas y en la economía internacional".

La solución a estos problemas era, en apariencia, sencilla: pasaba por un debilitamiento del dólar y una apreciación del resto de divisas. "Un dólar con un menor valor sería de más ayuda para estabilizar la economía internacional, ya que generaría de manera natural un mejor equilibrio entre las capacidades exportadoras e importadoras de todos los países", añade Kathy Lien.

Y eso fue lo que acordaron las delegaciones de las cinco mayores potencias económicas en las dependencias del Plaza a finales de 1985. "Los cinco gobiernos emitieron una declaración conjunta sobre la conveniencia de una 'apreciación ordenada de las monedas, salvo el dólar' y sobre su disposición a cooperar para conseguirlo", relata Barry Eichengreen.

En cuanto el pacto llegó a oídos de los mercados, la reacción fue inmediata. Y en el sentido deseado. Al fin y al cabo, si las autoridades habían bendecido la caída del dólar, ¿qué motivo había para llevarles la contraria? Así, el lunes 23 de septiembre de 1985 el billete verde se hundió un 4 por ciento con respecto al marco alemán y un 3,4 por ciento frente al yen japonés. Pero el alcance del Acuerdo del Plaza fue mucho más prolongado. En ese mismo momento, el dólar se adentró en una tendencia bajista que se prolongó hasta 1987. Entre septiembre de 1985 y finales de 1987, la moneda norteamericana se desplomó casi un 50 por ciento con respecto al yen y un 45 por ciento frente a la divisa germana.

Es más, su descenso resultó tan pronunciado que dos años después las mayores potencias mundiales se vieron obligadas a mover las palancas en sentido contrario. Esta vez lo hicieron en París, que acogió los denominados Acuerdos del Louvre, que buscaron detener la caída del dólar.

Un papel activo

De este modo, el Hotel Plaza abrió la puerta a una nueva etapa en la era de las relaciones cambiarias, al tiempo que recordó que la coordinación multilateral arroja unos frutos nada desdeñables en determinados casos. Pero, sobre todo, destapó el activo papel que los bancos centrales podían desempeñar en los mercados de divisas. "Lo que es tal vez más importante es que el Acuerdo del Plaza cimentó el rol de los bancos centrales en la regulación del movimiento de los tipos de cambio", afirma Kathy Lien.

Todo ello abona el terreno para aquellos que demandan que el G-7 emule lo que hicieron las principales potencias mundiales en 1985. En esta ocasión, claro está, el objetivo de los pactos no sería debilitar un dólar cuyo desplome en los últimos años ha resultado evidente, sino ordenar su caída. O lo que es lo mismo, reajustar los desequilibrios financieros y comerciales que su caída ha provocado en los últimos años.

Esos desequilibrios quedan reflejados en los datos, ya que desde finales de 2001 el euro se ha apreciado un 75 por ciento con respecto a la moneda estadounidense, mientras que otras, como el yen japonés, apenas han subido un 23 por ciento, por no citar al yuan chino, que sólo se ha revalorizado un 15 por ciento frente al dólar.

Tomando estas cifras, la amenaza de que resurjan las tentaciones proteccionistas en aquellos países cuya divisa está subiendo más es real, sobre todo si se tiene en cuenta que las divisas asiáticas no han subido más porque las autoridades las han frenado artificialmente.

A todo ello hay que añadir que el estallido de la crisis financiera en 2007 ha agravado aún más la situación. Desde verano, la Fed ha recortado los tipos de interés del 5,25 al 2,25 por ciento para plantar cara a la desaceleración económica y a las tensiones crediticias, algo que ha acelerado el declive del dólar y ha caldeado los ánimos de las autoridades internacionales. En los últimos meses, el dólar se ha convertido en la preocupación de todo el mundo. En Europa, el presidente del Banco Central Europeo (BCE), Jean-Claude Trichet, se ha mostrado "preocupado" por la desproporcionada escalada del euro frente a la moneda estadounidense. Por su parte, el ministro de Finanzas nipón, Fukushiro Nukaga, ha tachado la caída del dólar de "excesiva".

A pesar de esta creciente tensión cambiaria, el G-7 se ha limitado en los últimos meses a reiterar un mensaje de sobra conocido: los movimientos brutales en el mercado de divisas "no son bienvenidos". Pero, dadas las excepcionales circunstancias actuales, se espera mucho más de este foro, que se reúne el segundo fin de semana de abril.

Stephen Jen, especialista en divisas de Morgan Stanley, cree que las intervenciones del G-7 tienen un "impecable historial en dar la vuelta al valor de las divisas". Para Chuck Butler, vicepresidente de EverBank World Markets, "en 1985, el acuerdo del Plaza se firmó tras la preocupación del G-5 ante el déficit comercial de Estados Unidos, que por aquel entonces equivalía a cerca de un 2,5 por ciento de la economía estadounidense, mientras ahora supone el 5,7 por ciento", explica. "Por aquel entonces se decidió que el dólar debía debilitarse y los mercados aplaudieron dicha decisión sin problema", añade.

Sin embargo, y como antes de los acuerdos de 1985, falta voluntad. Ahora bien, las amenazas del proteccionismo comercial y de un colapso del dólar son demasiado poderosas como para dejar que germinen. El Plaza ha reabierto sus puertas. Y el G-7 debería aprovechar este guiño del destino.

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