por Gabriela Calderón
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org y columnista de El Universo (Ecuador).
Washington, DC—Mauricio Rojas es un chileno ex-miembro del Movimiento Izquierda Revolucionario (MIR) que llegó a Suecia huyendo de un gobierno militar que buscaba extirpar todo indicio de la izquierda radical.1 Hoy, 34 años después, él es un diputado por el partido Liberal sueco y ha escrito un libro que revela la transformación que su pensamiento ha experimentado: Reinventar el Estado de Bienestar.
Rojas comienza el libro diciendo que para muchos Suecia “representa una sociedad modelo que está lo más cerca que se puede llegar del socialismo sin desbarrancarse en los abismos del totalitarismo”.2
Sucede que aquellos que consideran a Suecia una especie de “utopía posible” ignoran que: (1) este país abandonó el modelo de amplia intervención estatal hace 15 años; (2) que el modelo del Estado de Bienestar que brindaba protección “desde la cuna hasta la tumba” era un fenómeno nuevo en Suecia (su construcción se puede decir que comenzó en 1960); y (3) que ese modelo resultó en un desempeño económico relativamente negativo en comparación a los otros países desarrollados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).3
Hasta 1950, la carga tributaria como porcentaje del PIB en Suecia era más baja que aquella de Alemania, EE.UU., Reino Unido y Francia. Era de apenas un 22%. Es precisamente durante esas décadas de baja carga tributaria (1870-1950) que Suecia era el segundo país en Europa con la tasa más alta de crecimiento promedio del PIB.4
En cambio, entre 1950 y 1973, periodo en que se instauró el “modelo sueco” de intervención estatal en la provisión de servicios públicos, el crecimiento de Suecia fue el más lento de Europa Occidental con la excepción del Reino Unido. Lo mismo sucedió para el periodo entre 1973 y 1998 pero esta vez solo Suiza demostraba un peor crecimiento.5
Veamos: Suecia duplicó su carga tributaria entre 1960 y 1989 (del 28 al 56% del PIB).6 Durante 1960 y 1980, el gasto público pasó del 31 al 60% del PIB y el empleo público como porcentaje del total de la fuerza laboral se triplicó.7 La adjudicación de más y más responsabilidades exclusivas del Estado sueco (léase monopolios estatales) resultaron en que el país se convirtió en “el paraíso de la producción en masas, ya sea de automóviles, viviendas, educación o salud”.8
Pero el modelo era insostenible y eso se volvió dolorosamente evidente entre 1991 y 1993, periodo durante el cual se perdieron medio millón de empleos y el PIB sufrió una pérdida acumulada de un 6%.9 El gasto público se disparó a un 72,4% del PIB.10
Para 1960, antes de que se instaurase el Estado de Bienestar, Suecia ya era una potencia industrial con una población educada. Esa fue la base económica que le proveyó a la social democracia los recursos necesarios para la implementación del Estado benefactor. De manera que, dice Rojas, “quienes predican la adopción del ‘modelo sueco’…en países sin una base material comparable, no hacen sino proponer una quimera”.11
En 1991 ganaron elecciones partidos no socialistas bajo la bandera de la “revolución para la libertad de elección”.12 Esa revolución que se ha dado en los últimos 15 años, ha sido virtualmente ignorada en la discusión del modelo sueco en Latinoamérica. Esa revolución, de la cual hablaré la próxima semana, tiene poco o nada que ver con la concentración de poder, la estatización y la pérdida de libertad para elegir de cada ciudadano.
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