Irlanda y el Tratado de Lisboa
Los políticos y el referéndum
Francisco Cabrillo
Decía Adam Smith que los políticos son "animales insidiosos y astutos". Me pregunto cómo habría valorado el viejo escocés su estrategia en los últimos años para convencernos de que todo lo hacen por nuestro bien y de que no somos dignos de sus desvelos.
No cabe duda de que los políticos no tienen muy buena prensa y tal vez en algunos casos la opinión pública los minusvalora en exceso. Pero la actitud de los políticos europeos en el ya largo –y de momento fallido– proceso de ratificación del nuevo Tratado Europeo, han descendido a niveles sorprendentes incluso para quienes nunca esperaron mucho de ellos. La historia es bien conocida. Primero se intentó que los Estados miembros de la Unión aprobaran un proyecto de Tratado Constitucional. Y, pese al apoyo de los gobiernos, los ciudadanos de dos países –Francia y Holanda– lo rechazaron en referéndum. Así terminó su vida la famosa "Constitución Europea" sin que los británicos –en su mayoría contrarios al proyecto– llegaran a ser consultados.
Todo el proceso supuso, sin duda, un gran fracaso. Pero no un fracaso de Europa –como se repitió una y otra vez entonces– sino para sus políticos y su burocracia, que es algo bastante diferente. Estos tenían que buscar una salida. Y la encontraron en un texto algo más modesto, que contiene lo esencial del documento al que los franceses y holandeses dijeron no. Pero lo más interesante es que nuestros gobernantes decidieron que preguntar a la gente resulta muy peligroso ya que, a lo mejor, los votantes no se dejan convencer y no obedecen. Los políticos hicieron público entonces lo que ya muchos europeos sospechábamos: que nuestra opinión tiene muy poco valor si no coincide con la suya. Y acordaron que ellos mismos decidirían qué es lo más conveniente en cada momento. En lo que al nuevo tratado se refiere se pasó a la ratificación en los parlamentos, donde es más fácil llegar a acuerdos internos y la voz de la calle llega muy apagada. Sólo falló un pequeño país, Irlanda, cuyo Tribunal Supremo dejó claro en su día que los cambios legales con relevancia constitucional deben ser sometidos a referéndum. Y los irlandeses han dicho no.
Nuestros políticos, y no pocos medios de comunicación bienpensantes, se han rasgado las vestiduras. El diario El Mundo abría su información con el siguiente titular: "862.415 irlandeses bloquean a casi 500 millones de europeos"; y parece que mucha gente tiene la misma idea. Pero no estaría de más hacerse algunas preguntas. Primera, ¿están ustedes seguros de que, de verdad, casi 500 millones de europeos quieren este tratado? Segunda, ¿cómo lo saben, si los gobiernos han hecho todo lo posible para que no opinen? Y tercera, ¿incluyen en los 500 millones, por ejemplo, a la mayoría de ciudadanos británicos que, de acuerdo con todos los datos disponibles, están en contra?
De nuevo surge en Europa la duda de qué hacer con un tratado no ratificado por todos los Estados. Varios países –Gran Bretaña incluida– han manifestado que quieren seguir con el proceso de ratificación parlamentaria. Pero un efecto muy positivo del referéndum irlandés ha sido poner al parlamento británico en una situación muy difícil. Porque ¿tiene sentido aprobar un tratado con la opinión pública en contra cuando el país vecino lo ha rechazado precisamente por ese motivo?
Decía Adam Smith que los políticos son "animales insidiosos y astutos". Me pregunto cómo habría valorado el viejo escocés su estrategia en los últimos años para convencernos –y convencerse a sí mismos– de que todo lo hacen por nuestro bien y de que no somos dignos de sus desvelos.
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