16 julio, 2008

Intolerancia sin chiste

The_new_yorkerPor Sergio Muñoz Bata
El Tiempo

Por si aún cupiera la duda de que una imagen, como explica el lugar común, dice más que mil palabras, una caricatura en la portada de la última edición de la revista The New Yorker, el indiscutido bastión de los intelectuales de la izquierda norteamericana, ha provocado la ira de los seguidores del candidato presidencial demócrata Barack Obama.

La portada en cuestión muestra a Obama con un atuendo musulmán y a su esposa, Michelle, disfrazada de terrorista/guerrillera con fusil y canana al hombro tomándose de la mano en la oficina oval de la Casa Blanca. En la pared cuelga un retrato de Osama Bin Laden y en la chimenea arde la bandera de Estados Unidos.

Indignado, el vocero de Obama, Bill Burton, denunció la portada como "ofensiva y de mal gusto". Lo mismo opinaron el vocero del candidato republicano John McCain, algunos medios de izquierda como el Huffington Post y un puñado de funcionarios públicos "políticamente correctos."

Afortunadamente, la dirección de la revista ha apoyado incondicionalmente a Barry Blitt, el autor de algunas de las mejores ilustraciones de portada de la revista. "Asumimos que nuestros lectores entenderían la broma", dijo David Remnick, editor de The New Yorker, "publicamos esa portada porque pensé que en su propuesta refleja el prejuicio y la satanización que se ha hecho de los dos Obamas, de su pasado y de sus postulados políticos."

Aparentemente insensible a la larga tradición de portadas satíricas de The New Yorker, la izquierda más recalcitrante ha reaccionado con asombrosa torpeza argumentando que esa portada no sólo no ayudará a destruir mitos sobre los Obama sino que alentará la proliferación de los falsos rumores sobre la pareja. Recordemos que el padre y el padrastro de Obama eran musulmanes no practicantes y que la esposa de Obama es una prominente abogada que no omite expresar sus críticas a los sectores más conservadores del país.

Curiosamente, esta es la misma izquierda que ha festejado con júbilo portadas anteriores de la misma revista que mostraban, por ejemplo, al presidente George W. Bush retratado como sirvienta con su mandil y plumero limpiando una sucia y desordenada Casa Blanca mientras que el vicepresidente Dick Cheney, con su siniestra sonrisa, los pies sobre la mesa y fumando un habano, despóticamente le dictaba su quehacer.

Más allá de la deprimente falta de sentido del humor de los seguidores de Obama, la inusitada reacción revela la profundidad de la sacralización del lenguaje "políticamente correcto". Hoy, por ejemplo, se prohíbe utilizar palabras como mulato para describir a personas que como Obama son nacidos de blanca y negro; se han proscrito términos como asiático o negro para hablar de personas procedentes de Asia o de raza negra y se describe a los inválidos como "personas con habilidades diferentes".

El rechazo a la caricatura también revela una asombrosa ingenuidad política. Si lloran por una portada satírica de un medio amigo a su causa, como ha sido The New Yorker, qué dirán cuando los operadores políticos del partido republicano, que históricamente han demostrado una capacidad única para distorsionar expedientes y destruir reputaciones, le lancen su propia andanada de publicidad negativa.

Sabemos por varias encuestas recientes, que el triunfo de Obama en la elección presidencial sería visto como prueba del enorme avance que ha habido en el tema de las relaciones raciales. Pero, y si pierde, ¿qué dirán sus seguidores? ¿Lo atribuirían al racismo? ¿Se les ocurrirá acaso que hubo ciudadanos que sin ser racistas pensaron que Obama no estaba listo para ser presidente o por cualquier otra razón decidieron votar por el otro candidato?

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