por Nile Gardiner
Irlanda salva a Europa de sí misma
La derrota del tratado deberían celebrarla todos los que crean en el principio de soberanía nacional y en los derechos individuales como base con la que cada uno puede forjarse su propio futuro.
Al libro de Thomas Cahill De cómo los irlandeses salvaron la civilizaciónle podría hacer falta un segundo volumen después del histórico referéndum irlandés. El rechazo de Irlanda al Tratado de Lisboa fue un momento transcendental en la historia moderna de Europa, cuando los valientes votantes irlandeses salieron en defensa del Estado-nación. El resultado fue una humillante repulsa al establishment político enclaustrado en Bruselas que había intentado imponer a la fuerza un tratado enormemente polémico sobre 490 millones de europeos sin un voto popular. Fue una demostración asombrosa de democracia triunfando por encima de una orweliana visión de Europa ideada a menudo por anónimos funcionarios no electos, insensiblemente indiferentes a las opiniones del hombre de a pie.
Irlanda era el único país de la UE que celebraba un referéndum acerca del Tratado de Reforma de la Unión Europea con 53,4% de los votantes diciendo "No". El hecho de que ningún otro país en Europa estuviese dispuesto a desafiar a Bruselas y permitir una votación sobre el tema es en sí mismo una demostración de la naturaleza intrínsecamente no democrática de la Unión Europea. Quedan pocas dudas de que si se organizaran referéndums similares en otros países habría un rechazo aplastante al Tratado, desde Londres hasta Estocolmo.
El Tratado, un refrito de la Constitución Europea que fue rechazada originalmente por los votantes en Francia y Holanda en 2005, es un anteproyecto para un superestado europeo con importantes consecuencias para los 27 estados miembros de la Unión Europea. Tiene todas las trampas del supranacionalismo, creando a un supragobierno que incluye un ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Europea y un presidente permanente, así como un cuerpo diplomático de la Unión Europea y una magistratura pan-europea. Si se implementara, amenazaría el tejido mismo del vínculo transatlántico, desde la relación especial anglo-americana hasta la Organización del Tratado del Atlántico Norte, así como una multitud de importantes relaciones bilaterales entre Washington y capitales europeas.
La derrota del tratado deberían celebrarla todos los que crean en el principio de soberanía nacional y en los derechos individuales como base con la que cada uno puede forjarse su propio futuro. Debería ser muy bienvenida en Estados Unidos como muestra de que el espíritu de libertad todavía está vivito y coleando en Europa. Para los intereses de Estados Unidos es mejor tener una Europa de estados soberanos que puedan trabajar junto al gigante norteamericano cuando y donde prefieran hacerlo, sin estar sujetos a las órdenes de Bruselas.
Es una ilusión pensar en Europa como una entidad política o económica monolítica. Europa es un continente de múltiples idiomas, culturas e intereses y en él hay numerosos aliados americanos muy cercanos, desde Gran Bretaña hasta Polonia, pasando por Dinamarca. La idea de que a Washington le irá mejor con un sólo número de teléfono en Europa al que llamar en caso de ayuda durante una crisis es una ilusión temeraria que no tiene relación alguna con la realidad y es una receta para la inacción y la parálisis.
Si nos guiamos por la historia, con el ejemplo reciente de la guerra de Irak, a favor de la cual estaban 12 de los 25 estados miembros de la Unión Europea con otros 13 en contra, Europa siempre estará dividida en asuntos internacionales. Si Washington tuviera que vérselas con sólo un jefe de política exterior en Europa, probablemente sería un inútil burócrata antinorteamericano cuya posición no se parecería en nada a las opiniones de los muchos países que pretendería representar y cuya actitud ante la lucha antiterrorista y los estados parias rezumaría apaciguamiento.
A pesar del enfático rechazo al Tratado de Lisboa por el pueblo de Irlanda, los burócratas europeos no electos ya están trabajando febrilmente para mantener vivo su frankensteiniano proyecto. El presidente de la Comisión Europea, Manuel Barroso, ya ha insistido en que los otros Estados miembros de la UE deben seguir adelante ratificando el tratado aunque los irlandeses lo hayan rechazado. En la práctica, el tratado no puede entrar en vigor a menos que cada país de la Unión Europea lo haya ratificado y, sin el consentimiento de Irlanda, el tratado está muerto. Sin embargo, la infame estrategia de la Comisión será intentar aislar a Irlanda y presionarla para que vote una y otra vez hasta que gane el sí. Estados Unidos, Gran Bretaña y otros aliados en Europa deberían exigirles a los funcionarios de la Unión Europea que respeten la decisión del pueblo irlandés y acaten el proceso democrático.
Fue la ex primera ministra británica Margaret Thatcher quien proclamó que "si alguna vez se embarcaran en un proyecto tan innecesario e irracional como la construcción de un superestado europeo, en años futuros parecerá quizá la locura más grande de la era moderna". Claramente, millones de mujeres y hombres irlandeses están de acuerdo con la Dama de Hierro y han votado a favor de la libertad y la autodeterminación en Europa. Sólo queda esperar que el gran pueblo británico siga su ejemplo y exija su propio referéndum sobre el Tratado de Lisboa, un voto popular que seguramente de una vez por todas clavará la estaca a la amenaza más grande para la soberanía nacional desde la Segunda Guerra Mundial.
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