por Alberto Benegas Lynch (h)
Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.
En Argentina se están llevando a cabo juicios dirigidos quienes operaron contra la guerrilla en las décadas de los setenta y ochenta. Como he escrito en otras ocasiones, la hemiplegia moral no puede ser más chocante y repulsiva ya que se excluye de estos procesos a los terroristas que iniciaron la trifulca con su crímenes atroces. Juristas de todos los rincones del globo han expresado que la acción abominable de estos grupos de forajidos armados (tales como Montoneros y ERP) constituyen delitos de lesa humanidad y, por tanto, son imprescriptibles. De lo contrario, la justicia renuncia al postulado básico de la igualdad ante la ley y se saca el paño que debe cubrir sus ojos según el emblema que la representa.
Como también he escrito en repetidas oportunidades en libros, ensayos y artículos, los procedimientos para combatir el terror fueron inaceptables. No solo se desconocieron las normas más elementales del debido proceso, sino que se secuestró, se torturó y se asesinó. No hubieron siquiera juicios sumarios, ni se labraron actas con las firmas de los responsables con lo que se dio lugar al homicidio oculto tras el inadmisible ropaje de “la desaparición” de personas. Se siguió el mismo procedimiento de la canallada: la de los encapuchados terroristas. Se actuó desde las sombras.
La guerrilla apuntaba a la toma del poder al efecto de imponer un enorme Gulag bajo el manto marxista-leninista-trotskista. Las Fuerzas Armadas pretendían paralizar y erradicar semejante amenaza pero recurriendo a la metodología aberrante antes señalada, con lo que ganaron la guerra en el terreno militar pero la perdieron en el terreno moral.
Jorge Masetti, ex agente de los servicios cubanos de espionaje, escribe en su libro El furor y el delirio : “Hoy puedo afirmar que por suerte no obtuvimos la victoria, porque de haber sido así, teniendo en cuenta nuestra formación y el grado de dependencia de Cuba, hubiéramos ahogado el continente en una barbarie generalizada”.
Cesar Beccaria, el pionero en el derecho penal, escribió que no se justifica el procedimiento salvaje de la tortura bajo ninguna circunstancia ya que se trata del abuso más grande contra una persona (y significa condenar antes de la sentencia, además de que las manifestaciones bajo tormento no son confiables). Y no cabe alegar que los fines justifican los medios puesto que la sociedad civilizada se basa en parámetros morales sin cuyo respeto no hay posibilidad de subsistencia.
Personalmente, durante aquel período —tal como lo atestiguan los periódicos y los programas de televisión y de radio de la época— estaba embarcado en la reiterada crítica a las múltiples manifestaciones de la política económica e institucional y, después, en señalar la tropelía de la invasión a las Malvinas y también en alertar con vehemencia acerca de la felonía de algunos en cuanto a pretender el desconocimiento del laudo arbitral respecto al litigio con Chile y la descabellada idea de invadir militarmente ese país. Nunca consideré la posibilidad de que lo que sucedía estrictamente en jurisdicción militar limitado al combate a la guerrilla (desde la época en que esto comenzó con la Presidenta Isabelita en adelante) tendría las características nefastas y escalofriantes que luego fueron del dominio público. Acaba de reproducirse un artículo de Thomas Sowell en “Libertad Digital” de Madrid donde escribe que “Si le quitamos el engaño, tal vez a la política no le quedase nada”, pero el caso que venimos comentando excede todos los límites posibles por parte de quienes teóricamente están encargados de custodiar el derecho de las personas.
Actualmente, no debe confundirse la natural y saludable indignación que produce la referida hemiplegia moral por un lado con los métodos a todas luces reprobables para combatir la infame guerrilla, por otro. Como también he escrito con anterioridad, no hay la posibilidad de elaborar sobre la “teoría de los dos demonios” puesto que en el pico máximo del mal concebible, solo cabe un demonio que abarca ambos bandos: uno que inició el mal y otro que lo replicó con la intención de subsanarlo.
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